Capítulo XXXVIII

Valle del Salcedón, 25 de noviembre de 1700.

Un carruaje llegaba desde el camino que conducía a Valmaseda. Hacía una temperatura bastante agradable, a pesar de estar a un mes de la Navidad. Por ello, había más gente de la que debería de haber habido en la calle. Sin embargo, solo una joven que vivía cerca de la Torre de la Jara le había reconocido. Sí, el cochero no podía ser otro: Elías. De poco importó que se hubiera cubierto la cabeza con la capucha. De poco importó que fuese solo una niña cuando le conoció.

Al pasar al lado de ella, le saludó. Elías la guiñó un ojo, y se llevó el dedo a los labios. También la había reconocido. La joven asintió. Tal vez sería mejor así. Tal vez sería mejor no salir corriendo, y contar a sus padres que los frailes que ayudaron a su hermano habían vuelto. Querrían no llamar la atención, nunca les gustó. Desde que se fueron, las cosas no habían precisamente mejorado, pero los últimos meses habían sido… no muy buenos. Con ellos de vuelta, eso tenía que cambiar. La joven sonrió para sí y continuó con su camino, pensando:

«¡Por fin…!».

La carreta siguió hasta que llegaron a Aranguti. Allí pasarían la noche. Lo habían hablado durante el camino. Tenían que llegar hasta San Lorenzo, pero, tras tanto tiempo fuera, lo mejor sería dejarse caer por las casas de sus padres. Necesitarían un buen repaso y pensaron que lo que mejor las vendría, sería pasar allí unos días y adecentar aquello un poco. Ninguno vivía ya. Los padres de Elías murieron unos meses antes de ir a Madrid, y Ezequiel murió poco después de que José se alistase. Las casas estaban prácticamente abandonadas. Prácticamente, que no abandonadas.

Lucía, una mujer bastante mayor, se había hecho cargo de ellas cuando supo que los frailes se habían marchado. Para ella no suponía ningún problema, más bien todo lo contrario. Cuando las limpió y las cuidó durante un tiempo, vio que era una buena forma de tener un poco de sopa caliente, ya que algunos vecinos la premiaban ese gesto y la acercaban algo para poder comer. Los más asiduos fueron el superior de San Lorenzo y Nemesio. No hubiese necesitado esos gestos por su parte, ya que ella cuidaba de buena gana de aquellas casas, pero lo agradecía. Pero ¿por qué lo hacía? Pues porque, como a mucha de la gente del valle, José la había cuidado cuando, tiempo atrás, estuvo enferma.

Bueno…, enferma, enferma…, no. La encontró tirada en la calle. Fue una noche en la que el vino había sido más del necesario. Quedó a un lado del camino, inerte, a la orilla de un molino, río arriba. Como no tenía hogar, en las frías noches de invierno buscaba calor donde lo hubiese. El vino, y algún fuego encendido de algún horno cercano, solían ser sus aliados, pero aquella noche, la demasía de vino la negó la posibilidad de llegar hasta el calor de alguno de aquellos hornos.

Pero José, que parecía tocado por una varita mágica para encontrar gente en mal estado, la recogió y la ayudó. La encontró casi cubierta de nieve, y a Dios gracias porque si no hubiese sido así, habría muerto congelada durante la noche. Tras aquello, aunque no se solían ver muy a menudo, mantuvo siempre una buena relación con él. De modo que cuando se enteró de que se irían del valle, se dijo a sí misma que ella cuidaría de aquellas casas. Al fin y al cabo, ya limpiaba más sitios en el valle.

Cuando la carreta se paró delante de las casas, Elías y José se bajaron y entraron solos en la casa de Elías. Parecía que no se pasaba el polvo hacía una semana, y no siete años. Los dos se miraron, y sin decir nada, salieron fuera y entraron en la casa de José, dos más allá. Estaba igual. Unos troncos pequeños de leña, se amontonaban bien ordenados al lado de la hornacha. Hasta parecía que habían hecho fuego no hacía tanto.

—¿Se puede saber… qué ha pasado aquí?

Elías se encogía de hombros ante la incredulidad de José y sus palabras, incredulidad que compartía.

—Será mejor que cerremos y que subamos a San Lorenzo. Allí nos dirán el porqué de esta agradable sorpresa.

Subieron de nuevo todos al carruaje y se encaminaron hacia San Lorenzo. A apenas doscientos metros estaba la Torre de Aranguti, casa de Francisco III de Salcedo, señor del valle. Tenían que pasar por delante de ella para iniciar la subida a San Lorenzo. Cada vez que pasaban por allí, a Elías siempre le venía el mismo pensamiento:

«Unos tanto y otros tan poco…, esto parece el Valle de los Perros…».

Cuando pasaron cerca del lugar donde se encontró la casa de Urbana, ambos frailes miraron hacia otro lado. Todos los sucesos que habían ocurrido antes de su marcha, volvieron a su mente con una claridad asombrosa: Ángela, los niños, Urbana y su muerte, el misterioso encapuchado, los Bisagra… ¿qué habría sido del cuerpo de Guillermo…? ¿Y dónde se encontraba Antonio…? La preocupación de la gente del valle por las continuas muertes de mujeres, Francisco y su suicidio…

De todo, lo único que los reconfortaba algo eran los niños, faltaría más… y la cruz de San Lorenzo. No salió de una pequeña bolsita que tenía José, en todos los años que pasaron en Madrid. Casi mejor, pues ambos consideraban que donde se la tenía que venerar y rendir culto era en su sitio, y no donde ellos iban a estar: palacio. Allí ya se rendía culto a otras cosas. Sobre todo a esas redondas y chatas que brillaban doradamente entre las manos. Esas que tintineaban, con un sonido harto agradable para muchos hombres, dentro de una bolsita de cuero.

Un rato después, se bajaron del carruaje para acometer la empinada cuesta de acceso a San Lorenzo. Los caballos subirían mejor por allí sin tanto peso. Cuando llegaron arriba, vieron un fraile sentado en una silla de madera. Estaba dormido. Le reconocieron antes de llegar hasta él: el viejo Remigio.

Corrieron hasta su altura y se pararon ante él. José se arrodilló y le cogió de la mano.

—¡Eh!... viejo cascarrabias…

Remigio abrió los ojos.

—¡Ohhhh…! ¡Ohhhh…! —comenzó a llorar un poco—. Si… si… si estoy dormido… que no me despierte… y si estoy despierto… que no me duerma…

El viejo fraile se puso de pie con dificultad, y abrió los brazos llorando. José y Elías se fundieron con él. A una distancia prudencial, las mujeres y los niños miraban sin decir nada.

—¡Dios… Dios! ¡Hermanos…, no sabéis cuánto os he echado de menos…! ¡No sabéis…!

Un joven fraile salió a la calle.

—¡Ven… ven!... —El joven se acercó—. Estos son los frailes de los que tanto te he hablado…, José y Elías. Hermanos, este es Alonso.

Alonso tenía veinte años. Llevaba tres en San Lorenzo, trasladado allí desde Bilbao para ayudar al viejo cocinero, por petición de Tomás.

—Hola, hermanos —dijo Alonso—. He oído hablar al bueno de Remigio tanto de vosotros, que casi podría decir que os conozco. Sed bienvenidos al que es vuestro hogar, sin duda… —José y Elías asintieron.

—¡Pero pasad… pasad! ¡No os quedéis fuera…, esto hay que celebrarlo! ¡Alonso, trae vino!... —Se giró hacia las mujeres y los niños—. ¿Vienen con vosotros?... —Elías asintió sonriendo—. Pasad, pasad también…, espera… espera, un momento…, esos dos…

El viejo fraile, de ochenta y un años, y con una memoria bastante magullada, no había caído en la cuenta hasta que los vio: esos niños eran Dimas y Gestas. Cayó de rodillas en el suelo mientras se tapaba la boca con las manos.

—¿Son… son…? —les dijo mientras miraba a los niños.

—Sí, hermano. Dimas…, Gestas…, acercaros.

Los niños obedecieron.

—Este es Remigio. Es un buen hombre, que cuidó de vosotros cuando erais unos bebés.

Los niños se acercaron despacio hasta Remigio. Este los abrazó a cada uno. Luego, posó su mano sobre sus cabezas y pronunció entre dientes algo rápido e ininteligible. Con el pulgar hizo una cruz en sus frentes. Se levantó, los cogió de la mano, y entró con ellos mientras apremiaba a Alonso:

—¿Todavía ahí? ¡Vino! ¡Trae vino! ¡Y pan! ¡Y azúcar!

—Entremos —las dijo José a ellas.

Una vez dentro, se formó un buen revuelo. Matías y Eduardo se alegraron también mucho de que los hermanos hubiesen vuelto. Lo de Tomás fue casi una tragedia: quiso correr tanto hasta ellos cuando los vio, que se cayó y se dio un buen coscorrón. Como no fue nada, todos rieron aquello con ganas. Tras los abrazos, las pertinentes explicaciones de lo que habían hecho en Madrid, rezar y obedecer con humildad a sus superiores, y la explicación de lo que hacían aquellas mujeres con ellos, cuidar a los niños y limpiar la casa, se sentaron a la mesa a brindar por su llegada. Si Remigio se hubiese enterado de que hacían vida marital le habría dado un soponcio allí mismo. Llenaron los vasos y cortaron un poco de pan para los niños. Lo cortaron en rodajas, y lo regaron bien de mosto fermentado. Luego, rociaron azúcar por encima. La verdad… a los niños les encantó…, pero no les dieron más. Ni siquiera lo pidieron, pues les dijeron al coger los trozos:

—Solo uno, que si os pasáis… se os pondrá el ombligo colorao

Pasaron una tarde muy agradable. De esas que no se olvidan: durante horas rieron, bebieron vino y recordaron anécdotas del pasado. Rieron hasta casi perder el sentido, cuando Dimas terminó el pan, y se descubrió la tripa. Miró a Gestas y le preguntó:

—A mí no se me ha puesto colorao… ¿a ti…? A ver…, déjame ver…

Y Gestas se descubrió también para mirárselo. Los dos miraron luego a todos riéndose, sin entender nada.

En la cena, el queso y el chorizo llenaron sus barrigas. Continuaron bebiendo y riendo. Ni uno solo quiso decir nada que pudiese tornar aquel regreso en algo triste. Ya tendrían tiempo de ponerles al corriente.

Por la noche, José y Elías prepararon todo para que las mujeres pudiesen dormir allí con los niños; había celdas vacías de sobra. A los demás no les pareció del todo mal, ya que veían en ellas a quien debían de cuidar a los niños, y no otra cosa. Pero les dijeron que no sería prudente que estuviesen allí mucho tiempo: la gente del valle hablaría, y mucho, sobre dos mujeres que vivían con los frailes. Eso no podía suceder. José les tranquilizó a todos diciéndoles que no se preocuparan, que tenía todo pensado. Se levantaron y se fueron a dormir. Lo hicieron riéndose, pues a Matías no le había sentado muy bien el vino. Eduardo, bastante jocoso, se encargó de él.

A la mañana siguiente, los primeros en levantarse fueron José y Elías. Prepararon la pequeña capilla para el oficio religioso, y esperaron sentados la llegada de los demás. Cuando estuvieron todos, fue José quien lo ofició. Aquella fue sin duda una de las ceremonias menos seguidas de todas las que se pudieron llegar a celebrar allí. El motivo: José había llevado la cruz de San Lorenzo y la había puesto sobre el altar, tapada con un pequeño paño. En el momento de comenzar, lo quitó. Podía haber dicho misa, como podía haberse subido al altar a brincar: los hermanos no le miraban. No le atendían. No le oían. Solo tenían ojos para su cruz. Todos rezaron en silencio dando gracias a Dios de que aquellos frailes les hubiesen devuelto la reliquia. Pobres…

Si hubiesen sabido que la utilizaron para poder partir con rapidez a Madrid, y para mitigar el efecto del suicidio de Francisco… y que allí donde fueron no salió de una bolsa…, pero, en fin, la ignorancia, muchas veces, va unida a la felicidad…, eso, a José y a Elías, les consoló ante el hecho de apartarles de algo que les pertenecía. A ellos y al valle, pero, bueno…, nunca estuvo en peligro. Su idea fue siempre devolverla a casa, de modo que mientras estuvieron fuera, no pensaron mucho en ello.

Ese día los hermanos prohibieron a José y Elías que hiciesen cualquier tipo de trabajo. Ya habría tiempo de sobra de trabajar. Ahora lo que debían hacer era descansar, tras el viaje. De modo que lo hicieron: pasaron el día paseando y enseñando el lugar a Eva. Irene ya lo conocía, de modo que en algunos momentos incluso ejerció de maestra de ceremonias de su amiga.

El cielo se había nublado bastante más que el día anterior, pero aún no hacía frío, así que el paseo matinal se prolongó también después de comer. Fue un día bonito. Mucho. Lo único que José echó de menos fue subir a ver la tumba de Ángela. No quería dar explicaciones sobre esa tumba, no con los niños delante. Pero pensó que esas explicaciones deberían de llegar, ya que aún no las habían contado a las mujeres de quién eran hijos los niños.

La que sí que vieron fue la tumba de Francisco. Remigio les dijo que lo habían enterrado junto a la tumba del niño desconocido, una tumba que llevaba tanto tiempo allí que ni venía en los libros del lugar. Al verla, los dos frailes rezaron cabizbajos por el alma del que fue su superior. En silencio, le pidieron que les perdonase por haber utilizado la cruz de San Lorenzo para acallar las habladurías de la gente sobre su muerte. Luego, entraron para cenar con los demás.

Tras la cena, se retiraron todos a dormir. De nuevo reinó el buen ambiente y las bromas y, al igual que la noche anterior, se retiraron un poco más tarde de lo habitual; la llegada de los frailes y los niños les hizo no pensar en si lo que hacían estaba bien o mal.

José apartó un momento a las mujeres y las dijo que al día siguiente las bajarían a casa de sus padres con Dimas y Gestas. Si bien no las hizo mucha gracia, menos las hacía saberse en San Lorenzo rodeadas de hombres de Dios que, aunque las trataban bien, no las dejarían ni un minuto a solas con sus hombres. Le dijeron que al día siguiente, lo hablarían con más calma y tranquilidad.

Elías se quedó un rato con los niños. A ningún hermano le pareció inusual, dado que recordaban perfectamente su forma de actuar con ellos antes de su partida.

José se recogió en su celda y se puso a leer a solas el Malleus Maleficarum. Durante el viaje no lo había querido ni abrir, para no herir la sensibilidad de los demás. Con curiosidad comprobó que el dueño de aquel libro, en su momento, don Alonso de Becerra Olguín, tenía anotado en su vigésima cuarta hoja, en los márgenes y de forma perpendicular, lo siguiente:

… y su familia la alejó de nuevo de mí…

José había seguido las páginas del libro, y había visto que lo que el inquisidor había hecho era anotar una especie de búsqueda de alguien. ¿De quién? La llamaba su luz, y aún no tenía muy claro a quién se refería. Sin embargo, creyó que podría tratarse de una niña al retroceder y ver en una de sus primeras páginas, de nuevo, la anotación:

Quisiera abrazar su cuerpo, sentir sus manitas atrapando mi dedo y enseñarla a rezar, todas las noches, antes de dormir.

¿Una niña? Seguramente. ¿Quién? ¿Algún familiar del dueño del libro? ¿Su… sobrinita? Era probable, ¿por qué no?... ¿O… su… hija? Esta posibilidad tampoco le pareció tan descabellada a José. No era algo, digamos… normal, pero no era tan raro.

A lo largo de su vida, él y Elías habían conocido en sus anteriores viajes a mucha gente. En una pequeña taberna, hacía mucho tiempo ya, un hombre al que invitaron a un trago, les llegó a decir que estaban invitando a beber al mismísimo hijo del papa. Estaba borracho y no le creyeron, pero dos días después comprobaron que lo que les había dicho era cierto: era hijo del papa. Bueno…, del anterior papa, ya fallecido, pero hijo del papa. Eran muy jóvenes y les llamó de forma poderosa la atención aquel hecho. Tiempo después, corroboraron que cualquier hombre, fuera de la condición que fuera y se dedicara a lo que se dedicara, podía haber sido perfectamente padre aunque se supusiese que no debía de serlo. Que un inquisidor, y no un inquisidor cualquiera, hubiese tenido un hijo, no le acababa de parecer una cosa tan extraña. Con curiosidad cogió todas las hojas del libro a la vez y las domó para pasarlas una a una, pero rápidamente, sujetando los bordes con su pulgar, una anotación un poco garabateada le llamó la atención, y se detuvo un momento:

Me dijeron que en Valmaseda les dieron cobijo. Pero por más que los busqué por allí, acercándome incluso hasta el señorío de Salcedo de Aranguren, cuyo buen señor, don Diego de Salcedo y Orive, me recibió en su casa, no pude dar con ellos.

¡¿Qué?!... ¡¿El inquisidor había estado allí…?! ¡¿Prácticamente al lado de donde nació él?! ¡¿Y buscando a una niña?! ¡¿Su… hija?!

Siguió buscando anotaciones parecidas del mismo tema a lo largo del libro, y comprobó que había bastantes más. Por suerte, estaban de forma cronológica, o eso supuso, y el inquisidor las había anotado en orden conforme se iban sucediendo los hechos a lo largo de las páginas del libro. Tenía que copiar todas esas anotaciones en un papel, de modo que pudiese leerlas todas a la vez. El resultado podría asemejarse a un pequeño diario, más para recordar lugares y fechas que unas páginas en las que anotar las vivencias de un hombre. Se pondría a ello en cuanto pudiese. Los golpes en la puerta le despabilaron de aquello.

Toc, toc, toc…

—¿Sí…?

—¿Puedo…, José, puedo…?

—Por favor, Remigio, pase, no se quede ahí…

El viejo fraile entró en la celda de José. Entraba muy contento, con la cruz en la mano. Se sentó a la par que José, y empezó a hablar:

—Perdona que te incordie así, hermano, pero…

—¡Remigio, por Dios! No me incomoda tu presencia en absoluto…, ¿qué quieres?

—Verás, José…, quería darte las gracias de que la hayas traído de vuelta… —El viejo miró la cruz—. ¡Je…! Seguro que os ha costado lo vuestro haceros con ella entre tanta falda roja…

José recordó que les dijo que sus superiores querían ver, y tal vez hacerse, con una reliquia tan valiosa. Sonrió al oírle decir «falda roja». Siempre se había referido así a los cardenales y obispos.

—Bueno, hermano, no ha sido nada…, cualquier cosa por devolver la cruz a su lugar…

—Sí…, es hermosa, ¿verdad?

—Remigio… —José le sonreía de manera afable—. He viajado mucho. He visto mucho mundo, mucha crueldad y mucha maldad. He visto a hombres matarse por nada…, pero gracias a Dios, también he visto hombres buenos… y he visto grandes lugares, lugares hermosos, donde fantásticos tesoros serían capaces de competir casi con cualquier cosa… casi, hermano, casi…, pues no vi jamás nada que se equiparase a la belleza de nuestra cruz. Jamás.

Remigio casi llora tras oír aquello. Besó la cruz, la posó en la mesita y, mientras la miraba, se trató de limpiar un poco los mocos. Poco después, miró a José a los ojos y le dijo:

—José…, tengo que contarte algo…

—Sí, hermano, lo que quieras…

—No, José, no lo entiendes…, no se trata de cualquier cosa…

—Dime, pues, Remigio…

—Los hermanos no han querido deciros nada para no enturbiar la alegría de vuestro regreso. Yo mismo tampoco.

José le posó una mano en el hombro y le asintió con la cabeza.

—Vamos, Remigio…, nada va a enturbiar nuestra llegada, ni la felicidad que sentimos por haber vuelto a casa.

—No estés tan seguro, José.

—Está bien… —José se puso serio—. Dime…, ¿qué es lo que ocurre, hermano?

—Hace unos meses vinieron unos hombres. No me preguntes con exactitud cuándo, porque no lo sé. Sabes que no salgo de aquí… y los hermanos procuran no preocuparme con nada…

—Sigue.

—Un día, hará tres meses, subieron aquí a preguntar… a preguntar por la gente del valle…

—No… no te entiendo, hermano…

—José, vinieron a preguntar para hacer sus informes. Tomás parece poca cosa José, pero tú bien sabías cuando le elegiste que él no te defraudaría. Se fueron con las manos vacías.

—Remigio…, a ver…, vinieron unos hombres hace unos meses… y subieron hasta aquí a preguntar sobre la gente del valle…, ¿para hacer unos informes…? ¿Informes… de qué? ¿O sobre qué…?

—Hermano…, verás…, José…

—Vamos, Remigio…, suéltalo ya…

—Esos hombres…, los que vinieron…, portaban el emblema de la cruz, entre la espada y la rama de olivo.

José se quedó mirando al viejo fraile que, en voz baja, pronunció:

Exurge domine et judica causam tuam.

Ambos sabían de memoria las palabras del Salmo 73. Y conocían el símbolo de la cruz, entre la espada y la rama de olivo. Y como ellos, toda España, que era casi como decir medio mundo.

La Santa Inquisición.

—José... tienen a Nemesio.