Capítulo XXI

Unas horas más tarde de que el hombre encapuchado se marchara de casa de Urbana, para tratar de averiguar quién de los hermanos Ametzaga había vuelto al hogar, subía con su impresionante caballo de nuevo por el empinado camino que llevaba a la cabaña de madera. Lo hacía despacio, sin prisa. Había estado buscando, sin resultado. Se dejó ver por el pueblo, poco la verdad, y en los alrededores de Santa María. No le vio ni fuera ni dentro de la iglesia. Se acercó hasta la casa de sus padres… y nada, allí no había nadie. También se acercó después hasta El Arroyo y, de nuevo, lo hizo infructuosamente.

«Bueno…, mañana te encontraré…», pensó.

Cuando le faltarían unos quinientos metros para llegar a la cabaña, vio una densa columna de humo que emergía de entre los robles. Lo supo en cuanto la vio: ese humo era de la cabaña de madera.

Espoleó a su caballo y tardó apenas unos minutos en subir hasta allí. Antes de llegar, prácticamente se tiró de él y corrió cuanto pudo hasta que se encontró a la altura de la cabaña. Ardía desde los cimientos hasta el tejado. No paraba de gritar preguntándola dónde estaba:

—¡Madre!... ¡Madre!... Madre… ¡¿Dónde está…?!... ¡Madre…!

No recibió ninguna respuesta. Muy nervioso, siguió gritando y buscándola. Se trató de acercar a la cabaña. Imposible. ¿Y si estaba dentro? No podía entrar. La sensación de impotencia le llevó a arrodillarse y dar con rabia un manotazo a la nieve mientras gritaba de dolor y pena:

—¡Aaaaahhhh…! ¡Madre…! ¡No, madre…! ¡No… no…! ¡NO…!

Se puso de pie y trató de buscar algo con lo que intentar abrir la puerta en llamas desde la distancia, algo largo, lo que fuera, para abrirla lejos de las impenetrables llamas.

Al acercarse a los robles la vio: no estaba dentro de la cabaña.

Estaba desnuda, tumbada en el suelo. Estaba untada con un pringue de color negro, que la cubría las partes del cuerpo que no se había quemado. Lo que no era negro, era rojo por la sangre o estaba en carne viva. El encapuchado se arrodilló junto a ella y se quitó la capa con capucha que siempre llevaba puesta, para taparla y protegerla del frío. Al hacerlo, la anciana gimió de dolor.

Aún estaba viva.

—¡Madre… madre…! ¿Qué la han hecho, madre?… ¿Quién… quién ha sido?… ¡Dígamelo, madre…! ¡Le clavaré en una estaca y le sacaré las tripas!

Urbana trató de acercar su mano al rostro del joven. Él la cogió la mano y se la llevó hasta su cara.

—Madre… madre…

El pobre muchacho no paraba de llorar.

Urbana, con un gran esfuerzo, consiguió hacerse entender. Hablaba muy bajito y con muchísima dificultad:

—Dos hombres… a caballo…, uno… con la… cara… cubierta…, era un Ametzaga…, estoy… estoy segura…

—¡¿Quién era, madre…?! ¡¿Quién de ellos era…?!

—No lo sé…, no le vi la cara…, pero era uno de ellos…, te lo aseguro…, vi… vi los dragones enfrentados… escupiendo fuego…

—¿Y el otro…?

—Antonio…, el… el… hermano… de… Guiller… mo…

—¡Le arrancaré la piel a tiras por esto!

—Tengo… tengo… que decirte… algo…

—Sí, madre…, lo que quiera…

La pena, por ver a su madre a punto de morir, dio paso en él a una rabia que no había sentido jamás…, una rabia y un odio tan cerval, que nunca creyó que pudiese poseer dentro de sí.

—Me dijeron… que era una bruja…, que debían de quemarme… —Urbana tosió sangre—. Me desnudaron… y me untaron con brea…, me ataron… me ataron a… a una estaca…, enfrente de… la… cabaña… —Cada vez la costaba más respirar y centrarse en lo que le quería decir—. Perros…, acabaron conmigo… porque… in… intenté… ayudar… a esas… pobres… criaturas…

—¡No, madre…! No hable…, la sacaré de aquí y la llevaré con José…, él nos ayudará…, no hable madre, ahorre fuerzas…

El muchacho lloraba mientras trataba de atender las últimas palabras de Urbana. Cada vez que hablaba, se le escapaban los mocos y las babas, por la rabia. Quiso llevársela de allí. No concebía que una persona que había curado tantos y tantos males, acabara muriendo de esa horrible forma.

Al levantarla, la anciana intentó emitir un profundo aullido de dolor que no pasó de ser un leve sonido gutural. La dolía hasta el alma. No había nada que hacer. Le miró. Reuniendo sus últimas y menguadas fuerzas, le dijo:

—Hijo, ya sabes… lo que… tienes… que… ha… cer…

Cogió un trozo pequeño de madera, que se había adherido a su quemada carne cuando, arrastrándose, trató de escapar del fuego.

Los dos hombres que la atacaron, la abordaron por detrás, la amordazaron para que no pudiese gritar y la desnudaron. Tras esto, la ataron a un poste frente a su cabaña para que la viera arder, mientras la untaban el cuerpo con brea. Inútilmente la preguntaron por los niños. Cuando lo hicieron, la separaron el pañuelo que les servía de mordaza, y ella, en lugar de responder a sus preguntas, le escupió en la cara a uno de ellos. Volvieron a amordazarla. La dieron un tremendo puñetazo en la barriga que la hizo orinarse encima. Los dos hombres rieron divertidos tras aquello. Cuando les pareció que ya la habían untado bastante, encendieron una pequeña antorcha y se la introdujeron en su sexo por la parte que no estaba encendida. Sintió el desgarro y trató de gritar, pero fue inútil. Luego, sintió cómo las llamas comenzaban a apoderarse de su cuerpo. Cuando esto ocurrió, se intentó desatar con las pocas fuerzas que tenía. Los vio alejarse de allí a toda prisa. No se consiguió desatar, pero la estaca, sobre la que estaba atada, cedió y cayó al suelo. Se arrastró cuanto pudo por la nieve para intentar alejarse del fuego, a la vez que se intentaba revolver ella misma en el blanco elemento para apagar las llamas que la estaban destrozando por momentos. Con la sensación de que su cuerpo iba a estallar, se quedó tumbada sobre la nieve esperando la muerte. Antes de que llegara la Dama Negra, lo hizo él: su hijo. Bueno, al que ella consideraba su hijo, el joven encapuchado que la había acompañado últimamente.

Urbana, sabedora de que la quedaban apenas unos instantes de vida, trató de decirle a su hijo qué era lo que debía de hacer y cómo. Elevó su mano con el trozo de madera chamuscado y lo acercó a la sien del muchacho. Le pintó de negro de sien a sien pasando por sus ojos cerrados. Terminó de pintarle la franja negra justo cuando expiró.

Urbana había muerto.

El muchacho se dio cuenta enseguida. Arrodillado en la fría nieve como estaba, cerró sus puños con fuerza y gritó al cielo con los ojos cerrados.

—¡Madreeeeeeeeeee…!

Aquel grito, hubiera hecho temblar al mismísimo Satanás. Luego, se dejó caer sentado sobre sus tobillos.

Lloró como un niño junto a su cuerpo durante varios minutos. Luego se incorporó con ella en brazos. La llevó junto al fuego. La quitó con cariño su capa, con la que la había cubierto. La besó en la frente, abrió su boca y la introdujo unas monedas. La miró una última vez… y arrojó su cuerpo a las llamas. Después, miró cómo el fuego la devoraba. Un minuto más tarde, oró por ella mientras se cortaba la palma de la mano con un gran cuchillo:

Que los antepasados te reciban, madre,

como ellos fueron recibidos antes.

Que encuentres la paz y la gloria

y que esta tierra te lleve en su memoria.

Que tu recuerdo permanezca vivo

en las mentes de los hombres que dejas atrás,

y que permanezca siempre conmigo,

pues yo nunca te he de olvidar…

Guardó el cuchillo en la vaina y apretó con fuerza su mano derecha. La sangre se deslizaba entre sus dedos, formando varios surcos rojos entre ellos. Al llegar estos a la altura de su muñeca, se unían todos en uno, haciendo verter un hilillo carmesí que dejaba varias gotitas en la blanca nieve. Mientras apretaba su puño, seguía hablando sin apartar la vista de las impresionantes llamas. Estas se reflejaban en sus ojos:

Y que tus enemigos tiemblen, madre,

pues, por esto han de pagar,

y que su precio no sea la muerte,

aunque esta les habrá de encontrar…

Que su precio sea el olvido,

olvido justo por pecar.

Inspiró y expiró. Cerró los ojos. Continuó con rabia:

Que su sangre muera con ellos,

por la vida haberte quitado

y que su muerte sea un hecho,

por mi madre haberme arrebatado.

Madre, hoy esto juro cumplir

en tu lecho de muerte,

aunque tenga que morir…

y vaya pronto a verte.

Besó con furia su mano derecha.

Al abrir los ojos, dos nuevas lágrimas surcaron su rostro. Volvió a cerrarlos e inclinó la cabeza durante un minuto.

Se alejó de las llamas. Se puso de nuevo su capa y se colocó otra vez su inseparable capucha, cubriendo su cabeza. Ahora ya no lloraba. Las lágrimas le habían derretido parte del carboncillo con el que Urbana le había pintado la cara de sien a sien. La negrura que tenía bajo sus ojos se había desplazado con las lágrimas vertidas de dolor, y sendas rayas de color negro, un poco deformes en su trazado, bajaban desde sus ojos hasta por debajo de la barbilla. Su aspecto era realmente fantasmagórico. Se acercó hasta su caballo.

—Tranquilo, Babieca, tranquilo…

El pobre cuadrúpedo estaba un poco nervioso. Sabía perfectamente cuándo su dueño estaba bien o mal. Era más fiel que cualquier perro. Y con un porte espléndido y magnífico.

Babieca le gustó siempre como un nombre para un caballo, pero no por el nombre en sí mismo. De niño leyó con los frailes el Cantar del Mío Cid, y siempre consideró al caballero castellano como el más grande de los héroes que dio la antigüedad. Además, había nacido relativamente cerca de donde lo hizo él. Por eso le puso Babieca a su caballo. A decir verdad, le gustaba más Bucéfalo o Pegaso…, pero estaba profundamente convencido de que sus jinetes jamás consiguieron tanto, ni con tanto valor, como lo conseguido por el dueño de Babieca. No le importaba lo que dijeran los libros al respecto.

Le acarició con cariño. Cogió un trozo de tela y rodeó su mano herida con él. La ató. Después, sacó de sus alforjas un pequeño saquito de cuero vacío. Se acercó cuanto pudo hasta los restos de su madre y llenó el saquito con sus cenizas. Luego volvió hasta su caballo, guardó el saquito, y asió un enorme arco de tiro largo que llevaba colgado en la montura, sobre el lomo derecho del animal. Eligió también una de las grandes flechas que portaba en una aljaba en el mismo lado del caballo, las adecuadas para ese tipo de arco.

La época de los arqueros hacía siglos que había llegado a su fin, pero aquel muchacho quedó tan impresionado con las historias que había leído sobre ellos, que se hizo con uno y practicaba siempre que podía. Gracias a su entrenamiento continuado con él, su destreza en el tiro con armas de fuego era realmente asombrosa. Poseía una puntería única. Sin embargo, lo que ahora iba a hacer con él era bien distinto.

Cuando Urbana le recogió, hacía ya unos cuantos años, esta no paraba de contarle las historias que, durante la mañana, se habían agolpado en la mente de José: antiguos pueblos de temibles guerreros que habitaban esa tierra, se habían enfrentado sin temor a un enemigo netamente superior. Enfrentarse a Roma era sinónimo de muerte, y aquellas gentes preferían morir que rendir pleitesía a un tirano a miles de leguas de allí. Aquellos pueblos, celosos de salvaguardar su cultura, lo hicieron a base de sangre, y cuando otros pueblos semejantes a ellos, en las formas de ver la vida y la muerte, les traspasaron sus conocimientos y ritos sobre ciertas formas de actuar, las gentes de aquella tierra las adoptaron encantadas, pues los consideraban sus semejantes. Sus hermanos. Los pueblos que habitaron aquellas tierras siempre vieron en los celtas del norte a unos hombres y mujeres que querían exactamente lo mismo que ellos: proteger su modo de vida. Y morir si era necesario para conseguirlo. Al fin y al cabo, la muerte solo era una puerta. Al traspasarla, dejabas algo tras ella…, pero otro… algo, esperaba.

Pero no solo intercambiaron formas y ritos en la vida, sino que también lo hicieron en la forma de afrontar la muerte…

Cuando un celta moría, su cuerpo era quemado. Algunos pueblos celtas, adoptaron la costumbre de otorgar unas monedas a los difuntos para pagar a Caronte: el barquero del inframundo. El portador de las almas de los muertos hasta el más allá. Si el difunto no podía pagar al barquero, su alma quedaba atrapada en una especie de purgatorio, por espacio de cien años. Evidentemente, los familiares o amigos del difunto, si podían, no permitían que tal cosa sucediese. Colocaban esas monedas en los ojos, la mayoría de las veces, de forma que Caronte pudiese verlas en cuanto apareciesen las almas a las que transportar.

Pero había más…

Entre los celtas, una costumbre muy antigua, y que cayó en desuso con el paso de los siglos y con el surgir de las armas de fuego, era despedir al difunto mientras las llamas acababan con su cuerpo, disparando una flecha con la punta en llamas al cielo, a modo de despedida. A modo de homenaje. Hubo por quien se llegaron a disparar al cielo cientos de flechas en llamas. Un hecho traspasado posteriormente a varias culturas. Si moría un soldado, por ejemplo, en su funeral, varios compañeros le rendían homenaje disparando sus armas de fuego al cielo. Si era un rey, las salvas de honor solían ser cañonazos. Todos lo hacían, nobles y plebeyos, ignorantes de dónde venía aquella costumbre.

El muchacho encapuchado encendió la flecha. Se ayudó colocando un pequeño andrajo de ropa que encontró, enrollándolo en la punta, mientras miraba lo que quedaba del cuerpo de Urbana: apenas los huesos.

De sus ojos enrojecidos solo salía odio. Colocó la enorme flecha. Tensó el gigantesco arco y lo elevó al cielo. Soltó la flecha y surcó el aire lejos… lejísimos. Le pareció que al caer, había llegado, por lo menos, hasta la zona de los Melgos.

Volvió a dejar el arco donde estaba y montó en su caballo. Hacía frío, a pesar de las llamas que aún daban cuenta de la cabaña, de modo que se cubrió la cara con un pañuelo que siempre llevaba en las alforjas. Montó en Babieca. Cuando se alejaba de allí despacio, le pareció oír que llegaba alguien. Se giró.

Eran José y Elías, que llegaban extenuados. Les miró con cariño, a pesar de que en su corazón solo anidaba un sentimiento: venganza.

—¡Dios mío…! ¡Dios mío…! —José no paraba de lamentarse por la visión de las llamas—. Pero ¿qué… qué ha pasado? ¿Y dónde está Urbana? ¿Dónde?

José no recibió ninguna contestación por parte del hombre montado a caballo. Ni siquiera le habló.

Elías sí que le contestó: le llevó a un lado de la cabaña y pudo observar una calavera rodeada de llamas. José, al ver aquello, cayó de rodillas en la nieve. No dijo nada. Las palabras no brotaban de su boca, no después de algo así. Elías se arrodilló junto a él, y rezaron ambos en silencio por el alma de Urbana. No comprendían qué era exactamente lo que había pasado, pero sí que tenían cierta idea de por qué los huesos de aquella mujer estaban ahora bajo las llamas. Siempre creyeron que debían de ser muy cuidadosos con todo lo que hiciesen a partir de quedarse con los niños en San Lorenzo. En ese momento se dieron cuenta de que ni Urbana, con sus conocimientos, con la ayuda de aquel misterioso hombre o incluso la suya propia, estuvo nunca a salvo de ser descubierta por parte del padre de los niños. Ella siempre supo, siempre, lo que podía pasarla… y nunca la preocupó… pero ¿por qué? ¿Qué era aquello en lo que desde el principio estaba enfrascada Urbana, y que tanto José como Elías sabían que era algo que formaba parte de la vida del padre de los dos bebés? Ahora nunca lo sabrían.

El hombre a caballo se giró por última vez y les miró. Arrodillados, ambos frailes le miraron. Vio algo en ellos. El encapuchado vio en su mirada algo que no les había visto antes. No le sorprendió del todo, ahora que sabía que formaban parte de la Garduña, pero era algo más que odio, sed de venganza o rabia por la muerte de Urbana. Ese algo más que vio, en los ojos de ambos frailes, le gustó… y mucho.

Se siguieron mirando durante unos segundos más, y el encapuchado sonrió para sí: lo que había en sus ojos era complicidad. Complicidad absoluta. Sin decirse nada, los tres estaban de acuerdo en que aquello… debía de ser castigado.

El hombre encapuchado se giró de nuevo al frente y ya no se volvió más. Mientras cabalgaba despacio alejándose de allí, pensaba que no. De eso nada. Ellos no formarían parte de esto. No mientras él estuviese con vida.

Además…, había prometido que cuidaría de ellos, que se ocuparía de que no les pasara nada. De modo que pensó que la mejor forma de ayudarlos, era no dejándoles buscar al padre de los niños. Bastante tenían ellos ya que hacer…, matar al rey, nada más y nada menos…

De modo, que se dijo a sí mismo:

«Yo me encargaré de ese malnacido… y de toda su puta familia…».