Capítulo XX

Una hora más tarde, Urbana y José se encontraban sentados plácidamente junto al fuego. Aún algo acongojado, el fraile no podía dejar de pensar en todo aquello que había… ¿visto?... ¿soñado?... ¿vivido? Le dolía la cabeza. Cuando, algo más calmado, Urbana le invitó de nuevo a un trago, José, la miró desconfiado, y la dijo:

—¿Qué es esta vez… cicuta…?

—Je, je, je… Solo es vino, fraile, este otoño recogí pocas semillas de manzana… je, je, je…

José sonrió de forma un tanto vaga, y bebió un sorbo. La miró fijamente.

—¿Por qué, Urbana?... ¿Por qué…?

—Te refieres a… ¿por qué te he hecho recordar?

José asintió.

—Verás…, aunque tú todavía no seas consciente de lo que sabes, posees unos conocimientos que te hacen único.

—¿Conocimientos?... ¿yo?

—Sí, y no me refiero a lo que te haya podido enseñar la vida…, o lo que hayas aprendido en esos libros que lees continuamente…

—Urbana, ¿a qué te refieres?

—¿Recuerdas —Urbana se le acercó y le cogió de la mano— … recuerdas cuando de niño cocinabas con tu madre? ¿Recuerdas cuando la ayudabas a preparar aquellas sopas y caldos, muchos de los cuales, nunca comíais en casa?

Hacía mucho tiempo de aquello. Eran recuerdos perdidos en lo más recóndito de su magullada y dolorida cabeza, pero tras la experiencia recientemente vivida, muchos de esos recuerdos afloraban en la mente de José, casi sin proponérselo.

La veía.

Veía a su madre removiendo un caldero, inusualmente pequeño. De él salían unos raros borbotones, que tardaban en desaparecer…, como cuando llovía sin parar, y se formaban los llamados frailecillos en el agua de los charcos. Esas pequeñas burbujas que se mantenían unos segundos, temblorosas, en la superficie del agua, para después desaparecer explotando enérgicamente. Solo que los borbotones del caldero de su madre desaparecían haciendo un gracioso plo, plo, plo…

Luego, cuando se enfriaba lo suficiente, ayudaba a su madre a enfrascar el caldo obtenido en pequeñas botellitas de cristal, que tapaban con corcho. Tras ello, él era el encargado de sellar el corcho al vidrio con cera derretida.

—Urbana, sí, me acuerdo… —contestó José, dubitativo—, pero… yo solo ayudaba a mi madre a rellenar las botellas y a sellarlas…

—Je, je, je…, sí, ya lo sé…, pero eso era después de cantar…

—¿Cantar?

—Sí, cantar. Lo hacías con tu madre mientras cocinabas… ¿sí?

¡¿Pero bueno?!

Cantar con su madre mientras cocinaba era uno de los recuerdos que, desde que se despertó, más le agradaba a José haber recuperado. Era algo que hacían los dos solos. Él y su madre. Nunca cantó con su padre. Ella le decía que si cantaba mientras cocinaba, a la hora de ir introduciendo los ingredientes, no importaba lo que estuviera cocinando ni el tiempo que pudiera pasar: lo volvería a recordar. Recordaría cantando cómo elaboró aquel cocido o aquel preparado.

—Verás, José, nuestros conocimientos se mantienen de madres a hijas, no por despecho a los varones, sino porque ellos apenas están en casa durante el día. Son las hijas quienes acompañan y ayudan a sus madres en las tareas del hogar. Sin embargo, tu madre no tuvo ninguna hija. Solo te tuvo a ti. Te buscó una hermana… por Mari que lo intentó…, pero fue en vano. De modo que trató de volcar sus conocimientos en ti para que no se perdiesen en el olvido.

José volvió a beber un sorbo. Tenía la garganta seca. Sequísima. Y un sudor frío le empezó a incomodar.

—Me… me estás diciendo…

—Tu madre te inició: eres un hechicero.

José se levantó de una forma un tanto brusca de su asiento y la gritó:

—¡Mientes!

Urbana le miraba impasible. Le habló en un tono neutro:

—Siéntate, José…

—¡No!..., ¡yo no recibí ningún tipo de iniciación a nada…! ¡Soy un fraile…, un siervo de Dios!..., y lo que me estás diciendo ahora… ¡es mentira!

Por toda contestación, Urbana comenzó a cantar en voz baja:

Porla se, zalpate,

funte fa, funte fu…

Un escalofrío recorrió la espalda del fraile. Conocía esa canción… ¡la conocía! La cantaba con su madre cuando cogían flores en el campo. La había sabido desde siempre, pero era ahora cuando la había vuelto a recordar…

Urbana esperó sonriendo graciosa a que el fraile terminara. Y lo hizo:

—…txiri biri, ekatzu,

ekatzu, amen.

José se desplomó, en su asiento, otra vez. Le volvía a doler la cabeza. La visión, de nuevo, de su querida madre en el campo, sentada junto a un manzano mientras trenzaba una corona de margaritas y se la colocaba en la cabeza cuando era niño, le hizo esbozar una sonrisa. Mientras trenzaba las flores, cantaba esa canción. Luego le tocaba la naricilla con el dedo índice, y le abrazaba y besaba.

—Dios mío…

—¿Lo ves, fraile? Tu madre te inició. Ninguna de nosotras la puso ningún tipo de impedimento a que lo hiciera. Siempre hemos querido transmitir nuestros conocimientos a nuestras hijas, pero las sorginak que no las tenían, poseían el beneplácito de todas para poder enseñar a sus hijos, para que sus conocimientos no perecieran con ellas. Jamás se las puso ningún tipo de impedimento a enseñar a un varón. Y tu madre te enseñó. Y seguro que si piensas un poco…, todo irá fluyendo… en tu cabeza…

¿Seguro?... José no acababa de estar muy convencido de todo eso, de modo que retó a Urbana a que le «descubriera» algo más perdido en su memoria.

—Si lo que dices es cierto, Urbana, ¿por qué no recuerdo ningún, digamos… hechizo? Joven o no, una cosa así, seguro que no debería de olvidarse… ¿no?

A Urbana la gustaba aquello. José ya no estaba cerrado en banda. Ahora estaba dudando. Muy bien, le acabaría de convencer… Comenzó a cantar de muevo:

Polilla, polillita

de mi armario quieres comer…

José continuó sin pensarlo:

—… para que mi ropa no te comas,

laurel te he de poner.

Urbana sonreía divertidísima y aplaudía a José.

—¡Pero si lo haces muy bien!... ¡Ja, ja, ja…!

A José, sin embargo, no le hacía tanta gracia. Se quedó mudo. No sabía qué decir. Esa cancioncilla la cantaba su madre cada vez que guardaba la ropa después de secarse al sol. Como él también solía ayudarla, la aprendió enseguida. Se quedó mirando a Urbana con una cara que denotaba bastante incredulidad. Incredulidad por lo que la había contado…, pero también por lo que comenzaba a ver él mismo.

—Podríamos seguir todo el día, fraile, pero por desgracia, tengo otras cosas que hacer…, y según tú mismo me has dicho al llegar, hace ya más de tres horas, tienes un día bastante ocupado.

—Sí… —El pobre José no era capaz de decirla nada más.

—Si te parece, podemos seguir mañana… ¿qué tal… después de comer…? Aún tengo una docena de pócimas para dejarte sin sentido, que no has probado… je, je, je…

A decir verdad, Urbana tenía razón. Y a José le hizo gracia lo último que dijo, sin embargo, solo sonrió con una pequeña mueca. Urbana, al verle tan cabizbajo, trató de animarle un poco:

—Mira, José, nuestras creencias no están, en modo alguno, reñidas con la Iglesia. Es esta la que quiere erradicarnos para que solo haya un culto en esta tierra. Muchas buenas personas murieron en el pasado para que estos conocimientos no quedaran en el olvido. Y siempre hubo gente de… «tu Iglesia», que trató de… comprendernos y ayudarnos, pocos, la verdad, no te mentiré, pero siempre los hubo. Además, le pese o no a la Iglesia, la mayoría son buenos cristianos que, simplemente, creen en algo más. ¿Qué te hace pensar que tú, José, no puedas ser uno de ellos?

—Urbana…, soy un fraile… ¿cómo podría ser también un… un… hechicero?

—Bueno…, te hice venir para ayudarte y es lo que pretendo. Lo sé todo sobre ti, José. Como garduño y fraile, entrarás en la corte…, pero… ¿cómo matarás al rey?

José se le acercó rápidamente y la dijo en voz baja:

—Urbana, ¡por favor…! ¡Esto ni lo menciones! ¿Quieres acabar muerta… o algo peor?

—Je, je, je…, yo ya soy vieja, José, la muerte no es algo que tenga que afanarme en evitar. Llegará pronto para mí, tanto si me cuido como si no.

—De todos modos…, guarda silencio respecto a ese tema…, por favor…

José estaba profundamente convencido de que Urbana no le contaría a nadie nada de aquello. Ella era una de las últimas interesadas en tener que marchar de allí para dar cuentas ante nadie por sus acusaciones. No señor, eso no sería algo que ocurriría por parte de Urbana. Y menos aún si esas acusaciones eran contra él. José sabía que Urbana le apreciaba... y mucho. Tal vez no como él creía, pero sí que le apreciaba.

—Tranquilo. No te preocupes por eso…, pero, volviendo a lo de antes…, repito, ¿entrarás como garduño y fraile en la corte… para acabar con el Hechizado? Si es que hasta su apodo te está diciendo cómo debes de actuar…

José pensó por un momento. Urbana sabía todo de él. Ese hombre que estaba con ella la informaba de todo y, en lo referente a él, no había perdido detalle. Ni en lo referente a Elías. Sabía que formaban parte de la hermandad. Sabía también que era esta la que les había ordenado matar al rey, y que lo había hecho además, conminándoles a que actuaran de forma que no pareciese un asesinato. Para ello, se les ordenó que se sirvieran de los métodos y recursos que desde siempre había poseído su tierra. De forma subliminal, les estaban diciendo que usaran hechizos para acabar con la vida del monarca.

Urbana sabía todo eso. Por eso le llamó. Consideró que para que pudieran llevar a cabo su cometido, y que lo pudieran hacer tal y como se les había ordenado, ella debía hacer recordar a José cosas que ni sabía que existían en su cabeza. Recuerdos agradables, pero a la vez, algunos…, un tanto dolorosos.

—De acuerdo, lo haré. Intentaré poner en orden mi cabeza y trataré de recordar todo lo que pueda…, todo lo que me enseñó mi madre…

—Soldado del Tercio, garduño, fraile, y hechicero… je, je, je… ¿escondes algo más, José?... je, je, je…

A decir verdad, José dudó qué contestarla a aquello. Sabía que podía confiar en ella, pero había cosas que creyó oportuno que no supiera Urbana, cosas que les concernían él y a Elías.

—No quieras saberlo Urbana… —A la vieja la dejó sorprendida. ¡Vaya con José!..., ¡una caja de continuas sorpresas!

—Será mejor que me vaya, Urbana. Gracias. —La tendió la mano.

—De nada, José. —Le estrechó la mano.

El fraile se giró y abrió la puerta para marchar. Al hacerlo, la oyó cantar de nuevo:

Pobre tripita, pobre José,

esos dolores te curaré…

José siguió la tonadilla, incluso antes de darse la vuelta en la puerta para mirarla:

… unas ortigas yo coceré,

con dientes de león las mezclaré…

Urbana prosiguió, ya con José mirándola:

—… cuando todo comience a hervir…

Y José terminó:

… kaka zaharra ha de salir…

Urbana le miró como quien mira a un hijo el día de su boda, y susurró:

—Magnífico…

José se marchó sin decirla nada. Urbana, sin embargo, salió fuera, a pesar del frío, para verle subir, orgullosa, camino de San Lorenzo.

Cuando le perdió de vista, se giró y le dijo al hombre encapuchado, apostado ahora en la puerta de la entrada:

—Deberías ir a averiguar quién de los hermanos, es el que está en casa ahora.

—Sí, madre, en seguida.

El encapuchado se marchó raudo de allí.

Una hora más tarde, por culpa de la abundante nieve, José llegó a San Lorenzo. Elías le comunicó que los preparativos seguían su curso y que Remigio, aunque un tanto desencantado con la idea de que la presentación se celebrase la víspera de la Nochebuena, para lo cual faltaba aún algo más de un mes, le seguía esperando para proseguir con la tarea. José se lo agradeció, y prefirió dar un poco más de tiempo a su cabeza antes de contarle a Elías la experiencia vivida en casa de Urbana. Ambos se miraron y se hablaron con la mirada:

No podremos asistir a la presentación…

Cuatro horas más tarde de aquello, mientras Elías se ocupaba de lo que buenamente le dejaban hacer los niños, y José se devanaba los sesos tratando de apartar de su mente lo ocurrido durante el día para ayudar en lo posible a Remigio. Francisco entró en la estancia que ocupaban y les dijo:

—Caramba, con este frío no me extraña que la gente haga fuego, pero me temo que a alguno se le ha ido la mano…

—¿Cómo dices…? —preguntó Remigio. José estaba enfrascado repasando nombres, y no dio importancia a lo que decía su superior.

—Vengo de afuera…, he estado en la cuadra… y aunque no falta mucho para anochecer, se ve una densa columna de humo que viene de ahí abajo… —El fraile señaló en dirección al pueblo.

—¿Qué has dicho? —Ahora, José, sí que le prestaba atención.

—¿No me has oído, hijo? Que en dirección al pueblo se ve humo, bastante, además…

—¡No!

—¡José! ¡José! ¿Te pasa algo?

José salió disparado de allí. Cuando Elías le vio, salió tras él como un rayo. No le paró para averiguar a dónde iba, él mismo vio el humo al salir a la calle. Bajaron corriendo todo lo rápido que pudieron. Incluso se llegaron a caer un par de veces cada uno, por la empinada cuesta de acceso a San Lorenzo. El humo provenía en dirección al pueblo, pero estaba claramente más arriba.

En esa dirección, se encontraba la casa de madera de Urbana.