Capítulo I
Valle del Salcedón, noviembre de 1693.
Llevaba más de dos horas deambulando por la nieve. La cubría más arriba de los tobillos y el frío se había instalado en su cuerpo desde hacía una semana, y no desaparecía. Decidió no seguir el camino, era más seguro. Caminaba en círculos y se escondía, una y otra vez. Por eso la llevaba tanto tiempo alcanzar la iglesia, que ahora, por fin, parecía abrirse paso entre las ramas de los bortos y de los robles. Se encontraba tan débil que la costaba respirar, al igual que levantar una pierna y después la otra, tratando de avanzar entre la semioscuridad y la niebla de la helada madrugada. La costaba mantener la poca dignidad que aún conservaba, a pesar de los comentarios que, durante su corta vida, había tenido que oír. La costaba mantener las manos cerradas y aguantar el peso insufrible de la cesta que poseía entre sus entumecidos dedos. La costaba no mirar entre sus piernas, cada poco tiempo, y comprobar, con tristeza, que la sangre no había dejado de salir de su intimidad desde el día más feliz de su vida, una semana atrás. La costaba no dejar de sentir horror ante lo que esa noche había sucedido.
La costaba vivir.
Pero tenía que ser fuerte. Tenía que hacerlo, intentarlo, al menos. No podía permitir que los inquilinos de la cesta perecieran. No sin luchar. Ese era el único motivo por el que no se tumbaba al remanso de algún roble a esperar el cálido y definitivo adormecimiento, aquel que desea quien decide dejar de luchar contra el frío, y rendirse. No. Ella sería fuerte, tenía que serlo. Las dos criaturitas de la cesta la empujaban a seguir avanzando entre la nieve, evitando pensar que no sentía los pies. Evitando pensar que ya no tenía nada, salvo la esperanza de un, quizás, futuro mejor. Trató de convencerse de que al cabo de ese día podría conseguir algo que llevarse a la boca, y generar, así, un poco de leche en sus mamas para poder alimentarles a ellos. Ellos. Varones. Dos.
Sobre un montón de paja, había dado a luz la semana anterior, y apenas tuvo a sus dos hijos, su buena amiga de faenas, que la había ayudado a parirlos, la había cuidado, la había dado cariño… La abrió los ojos. El recuerdo de aquella heladora noche de noviembre era imborrable. Gimió al recordarla...
—¡Empuja, Ángela, empuja! Vamos, Ángela, que ya le veo…, solo un poco más… ¡Ahora, Ángela, ahora!
Completamente desnuda, tumbada en el suelo, sobre paja y con un trozo de cuero entre los dientes, Ángela empujó y empujó, hasta que creyó que se partiría por la mitad. Era medianoche. En su más que humilde morada solo había un fuego bajo, un montón de paja para esparcir por el suelo, si era menester, un camastro y una mesita con una pequeña tajina debajo, un cazo, una escudilla, una jarra de barro, un viejo cubo de madera para llenarlo de agua, un cuchillo, un plato y un par de cucharas de madera. Ni siquiera una lámpara de aceite; esas eran todas sus posesiones. Esas y un chaquetón de lana con varios agujeros, unas viejas botas que la quedaban grandes y dos vestidos. Uno comprado ya ni sabía dónde. Ya ni sabía cuándo. El otro, robado a otra prostituta como ella. La dijeron que murió del mal de amores. Ella sabía que las bubas se la habían llevado. Aun así, cogió el vestido, viejo y sucio, que, por lo menos, la cubría hasta los tobillos. Por las noches solo se oía el crepitar del fuego en la vieja choza de madera. Choza, ¡ja! Unos troncos de pino y cortezas de los mismos. Sin ventanas. Sin puerta. Un tronco, más grueso que el resto, cedido y suelto para entrar y salir, y una abertura en el techo para que saliese el humo. Algunas noches, las menos, los sonidos eran los gemidos de aquellos que ahogaban sus deseos entre sus piernas por una miserable suma; las noches que había preferido no bajar al pueblo a ofrecer sus servicios a los necesitados del calor de una mujer. Otras, las más, se oía su llanto ahogado y el sorbido de sus miserias, junto con los agradecidos gemidos de placer de sus acompañantes, mientras pensaba que tenía que salir de allí como fuera, que tenía que encontrarle a él como fuera, que él no podría negar la evidencia.
Esperaba dolor. Mucho dolor. Había ayudado a tres compañeras a que dieran a luz antes de que la tocara a ella y, por lo tanto, tenía una idea de por lo que tendría que pasar. Pero lo que estaba padeciendo era insufrible. Mientras empujaba, al cabo de una de las contracciones más fuertes que había tenido, a punto de sentirse desfallecer, Ana, su compañera de fatigas, la agarró la cara con las dos manos y la dijo:
—¡No, ahora, no! Solo un poco más… ¡Ya ha salido la cabeza! ¡Vamos, Ángela, vamos!
Y volvió a empujar. Se convenció a sí misma de que sería el último empujón y reunió fuerzas de donde no las tenía, empujó... y empujó... Abrió la boca y el cuero cayó a la paja.
El desgarrador grito que brotó de su garganta, a pesar de la distancia, llegó incluso a oídos de los hombres que, en la taberna, aún seguían bebiendo vino.
—¿Qué ha sido eso…? —preguntó uno de ellos, bastante ebrio—. ¡Jodeeerrr… suena como si abrieran a un cerdo en canal!
—Viene de allí arriba..., de casa de Ángela, la ramera —dijo otro—. Estará pariendo..., últimamente no la he visto por aquí y tenía una panza enorme hará cosa de un mes.
—Y ssssssshhi no ha venido Ángela en tanto tiempo..., ¿dónde cojones la hass metido estass semanas… en caliente, eh? —comentó uno de ellos, sin poder levantar la mirada del suelo. El vino le había hecho mella hacía bastante rato.
Los cuatro hombres, que bebían en la taberna, rompieron en una enorme carcajada hasta que de nuevo, un grito profundo, lastimero y entrecortado, les volvió a hacer callar.
Segundos después, uno de ellos se atrevió a hablar:
—Felisa…, ¿no deberías ir a ver qué tal la va?
—Y ¿quién os va a servir más vino si subo yo? No pensaréis que voy a irme de aquí dejándoos solos a vosotros cuatro, ¿verdad? Además, esa ramera me debe dinero. Durmió aquí arriba unos meses y no me ha pagado todo lo que me debe. ¡Así se la lleve el Diablo!
Los hombres miraron a Felisa un tanto desconcertados, incluso el que peor estaba. Se encontraba tras la barra, inclinada hacia ellos, con los brazos doblados y las palmas de las manos apoyadas en el viejo mostrador, con sus enormes pechos, a punto de estallar, por encima del escote del ceñido vestido que llevaba. Su mirada, cuando la tabernera pronunció la palabra «Diablo», fue casi malvada. Los cuatro hombres se santiguaron y no volvieron a hablar del tema.
Mientras, Ángela, se encontraba rendida de cansancio y con un dolor que no cesaba en su matriz. Pero, ahora, estaba sonriendo. Una sonrisa débil y difusa, pero sonrisa al fin y al cabo. Tenía sangre en la cara del momento en el que Ana la había animado a seguir empujando. Tenía sangre entre las piernas, lágrimas en los ojos, y un pequeño ser entre sus brazos. Un varón. El niño era precioso y, aunque algo pequeño y delgado, se le veía sano. Lloraba con fuerza. Mientras su madre le trataba de besar en la cabecita, Ana la limpiaba, entre las piernas, la sangre que tenía.
—Ángela, deberías de moverte un poco hacia ahí, para que limpie esto. Te has meado y jiñado encima..., date la vuelta para que te pueda limpiar.
Ángela, avergonzada, lo intentó, pero los dolores no habían cesado del todo y apenas se pudo quitar de encima de su propia mierda. Se formó una masa resbaladiza de sangre, orín y excrementos; la visión de esta, la hizo vomitar. Lo hizo al lado contrario de donde mantenía aferrado a su vástago, junto a su pecho, al hacerlo, una nueva contracción, dolorosa y terrible, la hizo soltar a su hijo. Cayó de lado, entre la tupida paja. Ana le acomodó bien, en un momento, para volver a centrarse entre las piernas de Ángela.
—¡Jesús bendito…, esto no ha terminado, viene otro! —dijo Ana, arremangándose de nuevo.
—Pero ¿qué dices, Ana?
—Lo que oyes, así que… venga…, ¡prepárate para empujar de nuevo! ¡Vamos, Ángela, vamos…, con fuerza, ahora!
Con la cabeza ladeada, mirando al recién nacido, y otra vez, entre sus dientes, el trozo de cuero, cerró con fuerza los ojos y apretó hasta que sus fuerzas la abandonaron y se desmayó. Un remojón de agua, algo templada en el fuego, la despertó. Al abrir los ojos, asustada, vio de pie a Ana sujetando el cubo de madera. Lo tiró a un lado y se arrodilló otra vez entre las piernas de Ángela.
—¡Vamos, niña!..., ¡no te me rindas ahora! ¡Un último empujón… y saldrá del todo!
Ángela volvió a empujar. No poseía fuerzas ya, debido al esfuerzo que había hecho. Miró de nuevo a su hijo en la paja, aún, llorando, y eso la dio ánimos para apretar una última vez. Y lo hizo. Esta vez sintió menos dolor que la anterior. No en vano, su primer hijo había abierto el camino, desgarrándola dolorosamente hacía apenas cinco minutos. Ana recibió al segundo niño con sus manos y, al verlo mejor, dudó si entregárselo a su madre o no.
—Ana, déjame verlo…, ¿es una niña o es otro niño?
Alzó a la segunda criatura. Tras limpiarla un poco, la dejó en el pecho de su madre. Esta, le miró mientras lloraba y abrió los ojos como platos.
—Es otro niño —dijo Ana.
—Pero… ¿qué…?
El segundo niño había nacido deforme. Tenía la parte izquierda del rostro como si estuviera muerta, caída hacia abajo, con el párpado del ojo cerrado. Un bulto sobresalía por la parte derecha de su espalda, bajo el hombro. Sus brazos eran fuertes y bien formados, pero le faltaba una mano, la izquierda. En su lugar, cuatro diminutos deditos destacaban en el extremo de un muñón, de lo que debería de haber sido una mano. Y una de sus piernas, la izquierda, era un poco más corta que la otra.
—Ana…, pero ¿qué…?
Ana les miró a los tres con cariño mientras acariciaba el rostro de su amiga. La buena de Ana. Rechoncha y recia. Treinta años. Dieciséis de meretriz. La matrona preferida de las prostitutas.
—No soy entendida en medicina, Ángela, pero eres un tanto flacucha y eso, tal vez, haya influido en que este niño esté medio hecho. Además..., ¿cuánto hace que no comes decentemente? ¿Meses? Una preñada necesita cuidarse y nosotras no nos podemos permitir el lujo de dejar de abrirnos de piernas para esos piojosos de las tabernas si queremos un plato de sopa. De modo que creo que si hubieses estado alimentada algo mejor y tú estuvieses más hecha..., ese niño sería normal, pero bueno…, ¡no vamos a lamentarnos! ¡Tienes dieciséis años y has parido dos varones seguidos! ¡Si fueras un hombre, no te cabrían los cojones por eso a lo que llamas puerta!
Ángela escuchó las explicaciones de Ana y, al reírse de la broma, se la escaparon un poco los mocos. Ana la limpió. La dolían los pezones y trató de apretar un poco para que emanara algo de leche. El líquido amarillento y maloliente comenzó a brotar, no sin dolor.
—¡Joder, Ángela, los calostros! ¡Eso sí que es rapidez! ¡Vamos, dales de mamar ahora mismo!... ¡a los dos, venga!
Mientras amamantaba al nacido en primer lugar, Ana tenía al otro entre sus brazos, al pequeño niño deforme que había nacido en segundo lugar.
—Míralos, Ana, míralos —dijo Ángela—. Te deben la vida.
—No digas tonterías. Te la deben a ti.
Después de que alimentase a los dos recién nacidos, la cosió, la hizo beber un poco de sopa, que había calentado en la escudilla, y después de limpiarla de nuevo y abrigarlos bien a los tres, se quedó sentada junto a su amiga. Mientras los niños dormían, Ana pasó la mano por la cabeza de Ángela con cariño y habló un poco con ella:
—Ángela…, ya sé que no te gusta hablar del tema, pero… ¿has pensado ya en buscar a su padre y decírselo?
—¿A su padre…? Ana, puede ser cualquiera…
—¡Niña! No me jodas, ¿eh? ¡Una mujer sabe siempre quién la preña! Y tú y yo sabemos que el padre es ese fulano elegante que te estuviste tirando hasta hace unos meses. ¿Se puede saber por qué no le has buscado aún? ¿Sabía que sería padre? ¿Se lo dijiste?
—Ana… yo… —Ángela se puso a gemir y a llorar con la cabeza ladeada al lado contrario de donde estaba su amiga. No se atrevía a mirarla a la cara.
—Está bien, pequeña…, está bien —la dijo mientras acariciaba su pelo.
No se separó de su lado en toda la noche.
Más o menos dos horas después, Felisa, la tabernera, esperaba encontrarse con aquel hombre de nuevo. Habían quedado a las afueras del pueblo, como siempre que tenía noticias que darle. No sabía quién era. No tenía ni idea de cómo un hombre de su posición, o al menos eso pensaba ella debido a que siempre iba muy bien vestido, necesitaba de información referente a quienquiera que fuese del pueblo. Tampoco conocía su rostro. No la importaba. Quedaban en el viejo castaño que marcaba la linde con el pueblo vecino. Él, sin bajarse del caballo, solía atender las noticias que ella le llevaba. Se quedaba a una distancia prudencial del viejo árbol, y siempre de noche, con la cara cubierta y el sombrero bien calado. Cuando ella terminaba de hablar, el hombre la tiraba una bolsita con monedas y se iba. Recogía su premio y esperaba hasta la siguiente ocasión propicia para encontrarse con él. Nunca la daba las gracias. Nunca. ¿Y qué? No hacía preguntas. Pagaba bien por información y cada uno por su lado. ¿Cómo quedaban? Sencillo.
Cerca del viejo castaño, a apenas cinco minutos andando, se encontraba la posada El Arroyo, un lugar bastante frecuentado por gente de toda índole. No importaba la clase social y muchos estaban de paso. Allí se acercaba uno a divertirse. Punto. Bastaba con tener dinero para pagar la cuenta. No era una taberna como la de Felisa. El vino corría a raudales. Y la gente peor vista de la sociedad, también. Juego, vino y rameras. Huelga decir, que a ese tipo de diversiones, también se apuntaban «los señoritos», término despectivo con el que se referían a todo aquel que, pudiente, prefería ir allí a beber vino antes que a otro lugar, y meterla en caliente entre las piernas de alguna ramera. Se llamaba así, porque estaba justo al lado de un riachuelo.
Nemesio, el dueño, un hombre que vino de fuera con algo de dinero, abrió el local. Era enorme, muy moreno y lleno de cicatrices, con un montón de aros colgando de las orejas y muy poco dado, o nada, a cualquier tipo de conversación. El personaje ideal para que nadie, generalmente por desinhibición producida por el vino, osara hacer y deshacer lo que le viniese en gana en su local. En la parte de atrás tenía cerdos. Estaban sueltos y se los cuidaba Manuel, un pobre hombre tartamudo del pueblo, muy flaco y sucio. Manuel era el hermano de Felisa.
Manuel trabajaba allí cuidando cerdos porque su hermana le había largado de su local, dado que bebía más vino que los propios clientes. A Nemesio le cayó bien. Manuel también limpiaba el local y otras diversas labores…, todo por un sitio donde dormir, comida y algo de vino, de vez en cuando. A pesar de ello, Nemesio solía darle algo de dinero, poco, pero lo suficiente como para que pudiese volver a entrar en la taberna de su hermana a visitarla y pagarla por una jarra de vino. Cuando se veían, y Felisa tenía noticias para el hombre bien vestido, le comunicaba a Manuel que le dijera a ese hombre que le quería ver. Él solo le había visto una vez, también distinguió a los Bisagra, dos hermanos que eran perros fieles de todo aquel que pagase bien. Mercenarios en busca de un buen sueldo, en un lugar tranquilo. Exsoldados. Les llamaban así, porque siempre estaban juntos y porque, al igual que una bisagra, al abrirse o cerrarse, abre o cierra una puerta, ellos, dependiendo de si estaban abiertos o cerrados, eran afables… o unos implacables sicarios. El hombre bien vestido, le dio a Manuel una bolsita de dinero a cambio de noticias frescas sobre cualquier novedad de lo que acaeciera en el pueblo y le dijo que si su hermana, la tabernera, se enteraba de algo que se lo dijera también, que la pagaría. Cuando Felisa tenía algo que contarle, se lo comunicaba a Manuel, y este a su vez a los Bisagra, que frecuentaban El Arroyo.
La extrañaba que cualquier cosa que pensase oportuno decirle a aquel caballero, si era referente a alguna de las prostitutas del pueblo, eran siempre noticias mejor recibidas y mejor recompensadas. Pero no le dio importancia hasta hacía unos días…
Casi tres semanas atrás, mientras servía vino a los parroquianos del lugar, y fregaba el suelo detrás de una mesa, sin quererlo, oyó una conversación entre dos de ellos:
—¿Sabes…? Hace mucho que no veo a Ángela —dijo uno de los hombres.
—¿Y qué? —contestó el otro.
—Pues que siempre me gustó esa chica, es una de las pocas mujeres guapas que puedes comprar por una noche…
—Eso sería antes de quedarse preñada.
—No, verás…, incluso ya embarazada, la he visto…, y un día compré sus servicios para llevarla a la cama. Je, je, je…, ya me conoces…
—¡Serás…! Como se entere Matilde… ¡te manda a dormir con los chones!, y después ¡te abre en canal como si fueras uno de ellos!
—Sí…, bueno…, como te iba contando…, la pagué por mojar un poco. Soy un buen hombre, créeme, pero tengo esa pequeña debilidad. Quiero a mi mujer y a mis hijos y daría la vida sin dudar por ellos, pero me gusta cambiar…, tú ya me entiendes…
—¿Qué intentas decirme?
—Como ya te he dicho, compré sus servicios… Fue aquí, en la taberna, ya sabes que no todas las zorras se dejan ver por El Arroyo. Había bebido y estaba un poco borracha. Ya, ahí arriba, entre los robles, donde vive ahora…, mientras se la clavaba, no dejaba de decir cosas sin sentido…, sería la bebida…
El compañero le interrogó con la mirada para saber a dónde quería llegar a parar. Este tomó un sorbo de vino de la jarra de barro y continuó:
—Decía cosas como que se tenía que marchar de ahí…, que el padre de su hijo, al nacer, si se enteraba…, que los mataría.
—Balbuceos de una puta borracha —le contestó el otro.
—Tal vez…, pero…
—Pero ¿qué…?
—¿Y si Ángela, cuando tenga al chiquillo, va a buscar a su padre y este, a pesar de las amenazas, se tiene que hacer cargo de él? ¿Te imaginas que viene a mi casa y le dice a mi mujer que el niño es mío? ¿O a casa de cualquiera de este jodido pueblo…? Muchos hombres de por aquí han estado entre sus piernas…, es muy guapa… Hasta un tipo elegante solía visitarla hace unos meses…
Felisa no necesitó oír más. Enseguida ató cabos. De modo que era eso… El hombre que la pagaba por información, no buscaba tenerla de la gente del pueblo, sino de una persona en concreto. De Ángela. Por eso la pagaba más si las nuevas que le llevaba eran de las rameras. ¿Un tipo elegante…? Detrás de buenas ropas solo podía haber alguien con dinero, y con nombre. ¡Tenía que ser él! ¡Claro!... ¡Pues claro! ¡Aquel hombre había yacido con ella y la había preñado! Y entendió las amenazas de muerte que le oyó decir al borracho… ¡Un hombre de su posición, no podía permitirse que se supiera que tenía un bastardo!
Felisa llegó antes que él. Le esperó junto al viejo castaño, y unos minutos después, oyó llegar un caballo trotando.
Era él.
Al llegar a su altura, sin bajarse de su montura, la dijo:
—¿Y bien?
—¿Recuerda, usted, nuestra última conversación? ¿Lo que me preguntó… sobre aquella chica? Ha sido esta noche —dijo Felisa.
—¿Te refieres a esa ramera?
—Sí.
—¿Y…?
—Creo que todo ha ido bien. Eres padre. Enhorabuena.
Ya está. Lo había dicho. Le había dejado claro que ella sabía que él era el padre. Esa información y su silencio valdrían un buen botín. No la cabía la menor duda. El caballo movió la cabeza sacudiéndose y caminando un poco hacia atrás. Aquel hombre le acarició con cariño el cuello y le susurró:
—Tranquilo… tranquilo —y prosiguió—: Sigues viniendo aquí, sin que nadie lo sepa, ¿verdad?
—Sí, señor… —contestó Felisa—, usted me pidió que fuese cauta, recuérdelo.
El hombre desmontó de su caballo. Se acercó mientras desenvainaba, y la dijo:
—Gracias. —Y la atravesó con su espada. Cuando la empuñadura llegó a los prominentes pechos, la tapó la boca con su mano enguantada y acercó su cara a la de ella. Mirándola a los ojos, la dijo instantes antes de que falleciese—: Nuestra relación termina aquí.
Al abrigo de la oscuridad, y lo suficientemente cerca del lugar, una figura encapuchada había observado todo lo ocurrido, sin delatar su presencia.