Capítulo XXXI

Sitio de Hostalrich, 21 de septiembre de 1694.

Los españoles del partido austríaco que defendían la plaza de Hostalrich durante la guerra de los Nueve Años, trataron de comer algo antes del enfrentamiento. Sabían que en horas, o tal vez ni eso, les atacarían. La masacre sería inminente.

Sin embargo, los hombres trataban de parecer ajenos a lo que se avecinaba. Los mandos, sabedores y perros, entendían a la perfección lo que significaban las horas anteriores a una contienda. Al igual que en una pelea de cualquier taberna, los hombres se encontrarían más prestos al combate si por sus gaznates había descendido con anterioridad cierta ración de licor. Por ello, se mostraron generosos y repartieron todos los barriles que tenían. Cuando los terminaron, el vino continuó con la labor que había comenzado el brandy. Algunos hombres se envalentonaron antes de la cuenta.

—¡Que vengan esas alimañas…! ¡Y que me toquen los cojones! —Aquel hombre, un cualquiera de entre los reunidos tras las murallas de la ciudad ese día, se levantó y gritó en voz alta mientras se agarraba los testículos con la mano derecha.

—¡Ja, ja, ja…! ¡Eso…! ¡Eso…! ¡Y que se vayan al infierno esos hijos de siete padres…! —Otro hombre continuó con el espectáculo.

Muchos de los allí reunidos jaleaban y gritaban, embravecidos por la bebida, las palabras de aquellos dos, así como las de otros que vociferaron después. Los oficiales, más inquietos que sus soldados, asentían divertidos ante aquellas frases elevadas al viento, desde donde solo las podían oír los hombres de dentro de la ciudad. Frente a una comida más bien modesta, algún trozo de pan duro y unos pollos de un corral que requisaron para sí, algunos llenaron el buche a base de bebida, como los soldados. Trataban de parecer fuertes y seguros de sí mismos ante sus hombres, pero las continuas evasivas que daban sobre las posibilidades reales de salir de allí con vida, les obligaron a repartir anteriormente los barriles que tenían para calmar los ánimos y envalentonar el espíritu. Muchos de los allí reunidos jamás verían un nuevo amanecer. Muchos jamás volverían a sentir el calor de una mujer. Muchos no volverían a ver a sus familias ni verían crecer a sus hijos. Todos tenían miedo de perder esos regalos divinos. Todos recataban su entusiasmo por el inminente combate al acercarse a las murallas y observar a sus adversarios. Todos tenían miedo a la muerte. Todos, menos uno.

Ninguno, de los que habían pasado los días anteriores con él, sabía de dónde era ni qué hacía allí. Solamente un par de ellos se lo preguntaron y no obtuvieron ninguna respuesta. A pesar de ello, a nadie se le pasó por la cabeza mantener ningún tipo de enfrentamiento con él, ya que si estaba allí, sería para defender la ciudad. Ni siquiera les importó que no tuviese a bien vestir un uniforme como el suyo. Tenían todos unos quehaceres más importantes que convencer a aquel encapuchado de que vistiese como ellos.

A pesar de mostrarse más bien tosco y distante en el trato con los demás, por las noches más de uno y más de dos se acercaban hasta la pequeña hoguera donde se recogía, y le pedían que lo volviera a hacer, que volviera a coger ese arco tan grande que llevaba sobre su caballo, y que les volviese a demostrar la impresionante puntería que tenía. Solo lo hizo una noche, ante la petición de un mendigo al que ayudó.

Cuando llegó, tres hombres y dos mujeres le vieron matar a una rata a la carrera con una flecha disparada con aquel arco, porque merodeaba cerca del plato de la comida de un niño indigente. Luego se bajó de su caballo, se acercó al pobre huérfano y le preguntó:

—¿Te gusta la carne de perro?

El pobre niño, que en el plato solo tenía un trozo de pan duro manchado de barro por culpa de aquella rata, le contestó asustado:

—No… no… no lo sé…

El encapuchado sonrió.

Tendría unos diez años, y pesaría alrededor de veinticinco kilos con unas buenas piedras en los bolsillos. Sucio y lleno de piojos, miraba a aquel hombre con miedo…, pero también se sintió intrigado.

—Espera un minuto. ¿Me cuidas a Babieca?

El joven se quitó la capucha antes de darle las riendas al niño, que se puso de pie, y observó cómo cada vez más gente se paraba allí para ver a aquel hombre. Imperturbable ante los comentarios que le llegaban, cogió su arco y la aljaba, volvió sobre los pasos que antes había caminado sobre su caballo.

En el fondo de un pequeño callejón, donde se metía la gente a defecar, pues casi nadie, excepto los enfermos, lo hacían en sus propias casas, se acumulaban restos de basura y de comida podrida que esperaban a discutir con la mierda, en qué parte del callejón olía peor. Allí, entre la basura, vio un perro tan flaco, tan sarnoso y tan lleno de costras, que pensó, de forma acertada, que moriría pronto y que no tendría dueño. Al llegar, le apuntó con su arco… y el perro le miró. Torcía su cabeza tratando de dilucidar qué querría ese hombre; de sus ojos solamente salía pena y dolor. El joven tensó su arco para disparar… y, tras unos diez segundos mirándolo fijamente, lo destensó. Luego habló en voz baja para sí, en una ficticia conversación con el animal:

—Ese niño tiene hambre, amigo, pero no puedo… no puedo hacerlo…

Justo en ese momento, un pequeño jaleo llegó hasta la esquina de la calle y disparó su flecha como un rayo: había atravesado el cuello de una gallina y la dejó clavada, todavía viva, en un poste de madera. Se acercó a recogerla, y un muchacho, poco mayor que el indigente, le miró asustado. Le hablaba mientras solo tenía ojos para la gallina ensartada:

—Esa… esa… gallina es… del cura…

El encapuchado, por toda conversación, se llevó el dedo índice a los labios y se acercó a la gallina. Luego, mientras miraba a aquel pequeño monaguillo, le dio dos monedas y le dijo en voz baja:

—Que coma mierda. —Y le guiñó un ojo.

Se marchó corriendo de allí más contento que si hubiese estrenado unas buenas botas. Luego, el hombre desclavó la flecha y retorció el cuello de la gallina. Se dirigió de nuevo hasta el indigente. Le encontró exactamente como le había dejado. Le montó en su caballo mientras él tiraba andando de las riendas y, sin mirarle, le dijo:

—Te invito a cenar…, por cierto, tendrá que ser gallina. Nos sentará bien: es santa.

El muchacho no tenía ni idea de lo que le había querido decir, pero la perspectiva de cenar carne caliente le hizo sonreír. Se alejaron los dos de allí, mientras un buen número de personas habían observado todo y cuchicheaban entre ellos:

—Es guapo… —decía una joven.

—Je, je, je… —Sonreía complacida con lo que había visto una anciana desdentada.

—¡Habrá que decírselo al cura…! —protestó otro.

—Y ¿quién lo hará… tú?... —le contestó un viejo con muletas—, adelante…, tengo ganas de ver los cojones que tienes… —Tras lo cual, el hombre de la protesta, tragó saliva, y pensó que sería mejor dejar las cosas como estaban.

Agradecido y contento, el indigente le contó que vivía escondido, entre rateros y gente de mala vida, en las minas, una red de túneles subterráneos que atravesaba el centro del poblado. Pasaron algún tiempo juntos, durante el cual, el niño le enseñó los entresijos y las diversas bifurcaciones que podían utilizar para ir más rápido de un sitio a otro.

Fernando, un hombre de unos cincuenta años, era el encargado de relevar en la muralla a su hermano Juan. Le instó a que durmiese un poco, antes de la batalla. Juan, aunque lo intentó, cuando bajó de allí, no concilió el sueño a pesar del cansancio: los nervios.

Antes de irse a dormir, o intentarlo, Juan vio al encapuchado del que había oído hablar. Estaba reclinado sobre un pequeño fuego, y en un pequeño recipiente de cobre cocía algo. Cuando se le acercó, tratando de no resultar curioso, vio unas pellejas de calabaza en el suelo, y lo que supuso la pulpa de la misma, cocinándose a un fuego muy bajo. Luego, aquel joven, vertió el contenido del recipiente en un pequeño vaso de barro. Cogió un saquito, que tenía a la par suya, y lo abrió para verter en el vaso un poco del polvo grisáceo que había dentro. Lo mezcló todo bien con un palito, y lo posó en el suelo para que se enfriara. A Juan le pareció asqueroso, espeso y pringoso.

—¿Te vas a comer eso?

El encapuchado le miró como quien mira a un gusano espachurrado en el suelo. Juan se marchó de allí casi corriendo, temeroso de que le propinara una paliza.

Mientras el joven cocía el pedazo de calabaza, recordaba con tristeza a su madre. Veía nítidamente sus huesos entre las llamas. Cuando casi terminó de cocerla, aplastó un poco los pedacitos con un pequeño palo que encontró, para que se desmenuzaran lo mejor posible. Al deshacerse del todo, volcó con cuidado la escudilla de cobre y llenó el vaso hasta la mitad. Luego, cogió el saquito que tenía a su lado: las cenizas de Urbana. Sacó un puñadito y las mezcló en el vaso. Su odio crecía por momentos. Su ansia de venganza clamaba sangre. Había esperado mucho tiempo para acometer su promesa, casi un año. No le importó lo más mínimo, si le llevaba la vida entera le daba exactamente igual: quería la perfección. Posó el vaso en el suelo.

—¿Te vas a comer eso? —Escuchó.

Giró su cabeza, terriblemente molesto con aquel comentario, y miró con un profundo desprecio al ignorante, que se marchó raudo de allí.

Veinte minutos más tarde, pasó sus dedos por el fondo de la escudilla, que había estado en contacto con el fuego, y se ennegreció los ojos de sien a sien. Luego, untó los dedos índice y medio en el vaso, y se pintó el rostro formando unas rayas deformes, sinuosas y anaranjadas, que iban desde el ojo derecho hasta la oreja del mismo lado.

«No te fallaré, madre…», pensó.

Diez minutos más tarde, estaba en la muralla a la orilla de Fernando. Miraba a los hombres que, abajo, comenzaban a acercarse para tratar de atacar aquella plaza. Lo hacían despacio, como un lobo acosa a su presa antes de dar el salto definitivo que acabe con su hambre. Los miraba con desprecio, pero de entre todos ellos, solo le interesaba uno: el asesino de su madre.

Fernando, sin tratar de ser descortés, le habló:

—Oiga, amigo…, ¿qué… qué es eso que lleva…?

Fernando le miraba extrañado ante la pinta que tenía. ¿Qué cojones hacía un hombre pintado de carnaval en un lugar a punto de ser un infierno? No le contestó, pero aun así, insistió. Quizá fuesen sus últimas palabras con alguien en este mundo:

—Calculo diez minutos…, no creo que tarden más. —Se refería a los hombres que atacarían en breve, mientras les miraba, al final de la cuesta.

El encapuchado les observaba impasible. Él no tardaría en aparecer, estaba seguro. Le retaría para que se dejase ver.

—¿Diez minutos…? No, no creo que tarden tanto… —le dijo a Fernando.

El joven se puso de pie sobre la muralla. Miraba hacia abajo. Desde allí, los que le veían observaban una figura encapuchada que, con los brazos cruzados, e inmóvil, parecía que les retaba a acabar con él. Le miraban desde abajo y, entre ellos, comentaban jocosos:

—¡Mirad a aquel tipo…! ¿Se querrá tirar…? Ja, ja, ja…

—¡No creo que esté tomando el sol!

—¿Por qué lleva una capucha…? ¿Tan feo será…? Ja, ja, ja…

—¡Silencio!... —les gritó el capitán—, estad atentos, cabrones…, y ¡no os mováis hasta mis órdenes!

Los hombres apostados abajo, se callaron. Sentían un respeto y una devoción casi religiosa por aquel hombre. Muchos habían demostrado ser bravos, osados y valientes como el que más, pero nadie, ni uno sólo, se habría comparado jamás con su capitán. Varios asintieron con respeto cuando sus miradas se cruzaron con la de su superior.

Don Juan Francisco Hurtado de Ametzaga y Unzaga, tenía treinta y ocho años. Siempre fue un hombre robusto y fuerte. Tras marcharse de su casa en Güeñes, al igual que anteriormente lo hizo Baltasar, su hermano mayor, y posteriormente sus hermanos, dedicó su vida a España y al rey. Sirvió en el Tercio bajo las órdenes del cabo Joanes de Armentia, vizcaíno al igual que él. Hombre sobrado de cojones, adquirió el grado de alférez de caballos, y posteriormente el de capitán de infantería española. Sirvió allí por espacio de más de siete años, tras lo cual, se incorporó a la Armada del Océano. De allí le trasladaron a Catalunya con mando de capitán vivo de una de las compañías del Tercio, bajo las órdenes del célebre maestre de campo don Gerónimo Marín, de la Armada Real. De todos los hombres era sobradamente conocido que las tropas de Luis XIV tuvieron que huir en más de una ocasión con el rabo entre las piernas, por la temeridad y audacia que demostró en varias batallas por toda Catalunya. Ello, sin embargo, no evitó ni mucho menos que el monarca francés tuviese cierta fortuna en muchas de aquellas contiendas, llevándose inmerecidas victorias que minaban constantemente la moral de los españoles.

Pero no las de los hombres que le tenían allí a él. Los hombres serían capaces de seguir a Juan Francisco hasta la mismísima muerte si él, con ello, les conducía a la victoria.

—¿Quién será? —susurró Juan Francisco, tras ver, al igual que sus hombres, aquel tipo puesto en pie sobre la muralla.

La tensa espera antes de la batalla, hizo encoger los esfínteres a todos los apostados bajo las murallas, al final de una pronunciada pendiente, y a los que dentro de ellas esperaban con temor. Los soldados se miraban los unos a los otros, pidiendo a Dios que al anochecer, fuese el de al lado quien no siguiese respirando, y no ellos mismos.

El encapuchado habló sin mirar a Fernando que, todavía incrédulo, le miraba allí subido. A pesar de haberle pedido reiteradas veces que se bajara de allí, optó por dejarlo por imposible, al ver que no le hacía caso.

—Les daremos un pequeño incentivo…

—¿Qué…? —contestó Fernando.

El encapuchado elevó su mano derecha y extendió los dedos índice y medio. Lo hizo separándolos. Sus dedos formaban una «V». Fernando le miraba sin tener ni idea de lo que hacía ni por qué.

Los hombres apostados abajo le miraban… y tampoco comprendían aquello. Alguno se empezó a reír a pesar de las advertencias anteriores de su capitán.

—¡Mirad…! —Se atrevió incluso a hablar uno—. Ja, ja, ja…, ¡creen que van a ganar…! Ja, ja, ja…

Varios hombres comenzaron a reírse a carcajadas, tras aquel comentario.

—¡Silencio, he dicho!... —El capitán les gritó furioso—. ¡Malditos ignorantes…!

¡Ignorantes! Sí…, ¡unos ignorantes! ¡Todos ellos!

Juan Francisco entendía que alguno de sus hombres no supiese qué demonios significaba aquello, pero que no lo supiese ninguno le exasperó. Los soldados del Tercio bajo sus órdenes eran unos buenos soldados, unos ejemplares y obedientes subordinados, y unos perros de presa en el campo de batalla. Cuando no estaban en el frente, el vino y las rameras colmaban todas las expectativas que pudiesen tener. ¡Qué hombres más simples! Él no. Él era un hombre con una mente cultivada en casa de sus padres desde que era un niño, y solía leer, no tanto como otros, pero solía leer. Le gustaban los cuentos de caballeros, los cuentos medievales que hablaban de galantes y aguerridos hombres que, montados a caballo, habían acometido infernales contiendas saliendo siempre victoriosos. En esos libros que leyó sobre guerras y épicas aventuras de épocas lejanas, los arqueros eran un más que recurrente modelo a seguir sobre cómo un hombre que, sin dinero para proporcionarse un caballo y una espada, podía acudir a la guerra a defender a su señor, armado con un simple arco y unas flechas. Estos hombres formaron parte en la antigüedad de innumerables conflictos, donde sus actuaciones causaban considerables bajas al ejército enemigo. Unos hombres capaces de matar a distancia, y no tenían que ser fuertes y bravos para ello: bastaba con tener buena puntería.

Este cuerpo, los arqueros, en la época de las guerras a base de acero, fueron realmente temidos ya que eran letales a distancia. Bien, pues para tratar de contrarrestar su letal capacidad, si un arquero era hecho prisionero, lo primero que hacían, era amputarle los dedos medio e índice de su mano derecha. Sin ellos, eran inocuos. Sin ellos, un arquero dejaba de serlo. Y estos, sabedores de que se les temía por su capacidad de matar a distancia, y de que a cualquiera de ellos que fuese hecho prisionero, le amputarían los dos dedos, al encontrarse en una batalla, frente al enemigo, todos los arqueros en fila horizontal elevaban sus dos dedos al aire, en «V», para que se viera bien que tenían ambos dedos. Aquel acto no era transmitir al enemigo que ganarían la batalla, que obtendrían la victoria. Con aquello, los arqueros les estaban diciendo a sus oponentes:

«Cuidado. Tengo mis dos dedos. Estoy armado».

A Juan Francisco no le gustó nada aquello. Saboreaba una victoria plácida, tras varios sinsabores por Catalunya últimamente, de modo que decidió actuar, antes de que, tras las murallas, aquello pudiera hacer crecer el entusiasmo entre los hombres.

Cogió la bandera de su compañía y gritó todo lo que pudo mientras comenzaba a subir corriendo, por la empinada cuesta que terminaba en la base de las murallas.

—¡Aaaaahhhhhh…!

Apenas cinco segundos después, su compañía inició el asalto de Hostalrich, gritando enfervorecidos tras su capitán.

Sobre la muralla, el encapuchado miraba aquello. Observó clara y nítidamente al hombre que iba en cabeza. Sonrió: había picado.

Se agachó, cogió su mosquetón y apuntó hacia la cabeza del capitán.

—¡Oh…! ¡Dios mío…! ¡Dios mío…! —Fernando se puso muy nervioso y comenzó a gritar a la gente de dentro—. ¡Nos atacan! ¡Nos atacan! ¡Han comenzado el asalto! ¡A las armas! ¡A las armas!

Sonaron varios disparos antes que aquel. Comenzaron a sonar los cañonazos apenas un poco después de que comenzaran estos. Piedras, arena, basura, carne, sangre y huesos se comenzaron a mezclar en una caótica percepción de la realidad, tantas veces antes creada por los hombres. Pero aquella vez, la había provocado uno, solo uno. Un hombre capaz de todo por lograr su objetivo.

Tomó aire. Lo soltó poco a poco hasta que lo tuvo claro. Aguantó la respiración… y apretó el gatillo.

La bala del mosquete partió la cabeza de Juan Francisco. Cayó rodando por la cuesta casi hasta abajo. A pesar de ello, o gracias a ello, sus hombres siguieron arremetiendo sin descanso.

El encapuchado miró sin pestañear como rodaba aquel cuerpo, mientras pensaba:

«Por ti, madre. Y por los bebés».

Sabía que aquel era el padre de los niños. Se bajó de las murallas y se marchó de allí. Sintió alegría. Había acabado con uno de los hombres que, posiblemente, mató a su madre. Había acabado con el hombre que quería matar a los niños. Había acabado con la vida del hombre que mantuvo aterrorizado al Valle del Salcedón hacía casi un año, sin que ninguno de sus habitantes supiera quién era. Sintió alegría por ello, pero no alivio: esto no había hecho más que empezar. Necesitaba más sangre.

Pasó entre cuerpos retorciéndose de dolor, balas y cañonazos silbando de forma constante, hombres luchando a espada y cuchillo… Cuando consiguió alcanzar a Babieca, escabulléndose de la batalla por las minas, montó en él y se alejó de allí. Al hacerlo, agarró de la camisa por la espalda al niño indigente que conoció el primer día y lo tumbó sobre la grupa de su caballo. Una vez fuera, puso a Babieca a galope, y entre el humo de los cañones, se perdió en el horizonte siguiendo las márgenes del Tordera: nadie se percató de que pasaba por allí.

Hostalrich cayó en un solo día.