Capítulo VII
Francisco. ¡Cómo había cambiado!
El hombre afable y bueno que, durante tanto tiempo, luchó con ellos, codo con codo, para tratar de sacar adelante San Lorenzo, se había transformado con el paso de los años. Ya con una cierta edad, imponía una disciplina más que estricta a todos los demás. Podía hacerlo; era su superior. Pero las órdenes que daba, exigía que se cumplieran de manera escrupulosa. Cuando aún no tenía canas, esas órdenes, no pasaban de ser simples peticiones que todos hacían gustosos. Aunque a una escala realmente ínfima, eclesiásticamente hablando, el poder del que disponía allí, le había…, tal vez no corrompido, pero sí que le había cambiado. José alguna vez habló con él de ello. Francisco le intentó hacer ver que no se trataba de que él hubiera cambiado. Era su cargo lo que le hacía comportarse así. También le dijo, en más de una ocasión, que si algún día era él, quien llegara a ser el superior, lo entendería. José nunca le creyó, pero siempre le respetó. El conflicto pasado con el sacristán de Santa María, que a punto estuvo de excomulgarle, obligó a Francisco a actuar. Y José, eso, nunca lo olvidaría. A pesar de las consecuencias.
Dos años después de llegar a San Lorenzo, José bajó al pueblo una mañana de verano. Francisco le había mandado que se acercara hasta la iglesia de Santa María, a recoger unos cirios que el sacristán tenía en un baúl, en la parte de atrás de la sacristía. Un hombre, que vivía justo al lado de la iglesia, se los dejaba a buen precio.
José bajó al pueblo y hacía tan buena mañana, que la plaza de la iglesia estaba atestada de chavales que jugaban y corrían. Le pidieron que se quedara con ellos un poco. El fraile, sonriendo a la niña que se lo había pedido, accedió. Dejó la carreta a un lado y se dispuso a divertirse con los niños.
En el silencio de su celda, noches después, llegó a pensar que tal vez no debería de haberse detenido a jugar con ellos. No por lo que hizo, sino porque la ignorancia, algunas veces, puede ponerse de parte de los hombres. Nunca de parte de la verdad. Lástima.
Y era esta, la verdad, la que le convencía, una y otra vez, de que a pesar de lo que hizo, de lo cual nunca se sintió orgulloso, con sus correspondientes secuelas, era lo que un hombre bueno debía hacer; el poder, en los débiles de corazón, corrompe. El poder puede ser visceral. Pero el poder también puede otorgar justicia.
Se entretuvo jugando con los chavales y, casi dos horas más tarde, decidió que ya estaba bien, y que debería de recoger los cirios del sacristán e iniciar la vuelta a San Lorenzo. Los niños le despidieron apesadumbrados. Entró en la sacristía por la puerta lateral.
—¡Hola! ¿Hay alguien ahí? —No hubo respuesta—. ¡Me manda Francisco a buscar los cirios!
Un niño, de unos diez años, salía corriendo de debajo de una mesa llena de papeles y documentos. José, sorprendido, le cogió de la cintura, justo cuando llegaba a la puerta que daba a la calle.
—¡Suéltame! ¡Te digo que me sueltes! —El muchacho intentaba en vano zafarse de las tenazas que eran las manos de José. Le trataba de arañar, le intentaba patear…
—¡Oye…! ¡Oye…! Escúchame, ¿de dónde sales tú? —José le preguntaba, pero no recibía más que golpes y puntapiés por respuesta.
El niño estaba sucio y desnudo. Tenía cardenales por todo el cuerpo, y una herida cuadrada, sin cerrar y profunda, en la mejilla izquierda. Un reguerillo de sangre seca le bajaba desde esa herida hasta la barbilla. Dos cordones de sangre fresca le bajaban desde la ingle hasta los talones, recorriendo las partes traseras de sus piernas. Al ver el estado del chico, José se quedó sin respiración. Se oyeron unos pasos pesados. Un jadeo ahogado en la puerta. José vio al sacristán. Estaba desnudo de cintura para arriba y tenía un cinturón de cuero en la mano. El niño también le vio. Dejó de intentar soltarse, pero no se quedó quieto. Temblaba desde la punta de los pies hasta la coronilla. Había agachado la cabeza y, aterrado, subía las cejas tratando de ver al hombre apostado en la puerta. Lloraba sin gemir.
—Tranquilo… tranquilo. —El fraile procuró calmar al niño, pero tenía tales temblores que parecía que le había dado el baile de San Vito.
—Pero ¿qué… qué haces… qué haces aquí? ¿No tenías que haber venido antes?
El sacristán, con su enorme panza, estaba apoyado en la puerta, respirando con dificultad. Balbuceaba. Una enorme baba le caía desde el labio inferior hasta la barriga. José se incorporó despacio. Se interpuso entre los dos, mirando fijamente a los ojos del sacristán. Se le acercó despacio… muy despacio. Mientras lo hacía, le miraba con la cabeza ladeada. Llegó a su altura.
—Escucha…, José, ese muchacho…, verás…
Lo que ocurrió después, aún hoy, estaba difuso en la mente de José. Recordó cómo se fue. Sí, se fue. El fraile se fue. En su lugar, llegó el soldado.
El sacristán sudaba y retrocedía con pasos cortos y torpes, subiendo los peldaños de acceso a la entrada de la iglesia por el altar, tras la pequeña puerta. La papada, sus enormes pechos y su descomunal barriga, rebotaban fofas y grasientas a cada paso. José le siguió. Le vio arrodillarse cerca del púlpito. El sacristán tiró el cinturón a un lado, entrelazó sus manos, y tremendamente cohibido, le habló:
—Escucha…, hermano…, verás…, yo… —el sacristán suplicaba a José—, ten un poco de cordura, hombre…
José le agarró por el cuello y le levantó con un solo brazo del suelo hasta ponerlo de puntillas, a pesar de su elevado peso. Tal era la fuerza del fraile, alentada, además, por la ira. Miró al altar. Volvió a mirarle a él.
—No será aquí —le dijo José. Sus ojos despedían fuego.
Le volvió a meter en la sacristía. Una mano en el cuello; la otra en el brazo. Le tiró de forma tan violenta en la mesa, llena de documentos, que sintió incluso cómo algún hueso se quebraba. Su mano seguía apretando el cuello. Recordó que su cabeza le había dado la orden de soltar, pero su mano no obedecía. Gorgoteo continuado. El sacristán intentaba en vano zafarse de la mano de José. El fraile, con la derecha, se santiguó.
Le dio la vuelta y le soltó un tremendo golpe en la espalda. Tal fue el mazazo que, si no le rompió la columna, fue de milagro. Comenzó a formarse un pequeño charco de orina a los pies de la mesa. Cogió un abrecartas de entre los papeles y le rasgó la ropa. Se agachó y le susurró al oído:
—Mateo 25:40.
Luego se lo clavó en el ano. Hasta la empuñadura.
La mano izquierda, seguía atenazando el cuello del sacristán.
Un minuto después, ya no se movía. En el suelo había un charco de sangre mezclándose con el orín. Sobre la mesa también. El soldado se fue. Volvió el fraile. Se giró y vio al muchacho. Ya no temblaba. Irguió su cabecita y le miró a los ojos. José le habló:
—Se acabó…
El niño se acercó torpemente hacia él y le abrazó. José le recibió rodilla en tierra.
—¿Cómo te llamas?
—Ga… briel. —Y empezó a llorar. Los suspiros le entrecortaban el llanto y casi no podía hablar.
—Bueno, Gabriel, te llevaré a casa con tus padres, ¿te parece?
—No… ¡hip! No… ¡hip!... tengo pa… ¡hip!... dres…
—¿No?
—No… ¡hip! —Se sorbió los mocos.
—Pero ¿tendrás a alguien, no? —La cálida voz de José, sosegaba, por momentos, al chico.
—No. —El niño miró el cadáver sobre la mesa—. Ahora ya… ¡hip!... no.
José siguió la mirada de Gabriel.
—Era mi tío… ¡hip!... vivía con él…
—Bueno, deja que ahora me ocupe yo de eso…
Gabriel asintió mientras seguía hipando. José se incorporó y miró en la calle a ver si, en ese momento, pasaba alguien. Volvió con el niño, y le dijo que fuese a buscar su ropa y que se vistiese. El muchacho tardó un minuto. La dejó en el suelo y se la puso delante del fraile. Este, mientras tanto, vigilaba en la puerta que no entrase nadie, de pronto. Entre lastimosos quejidos, ayudó a Gabriel a ponerse los pantalones.
Una vez vestido, José le dijo que no se preocupara, que le lavaría y le curaría lejos de allí. Le cogió en brazos y salieron a la calle.
Llegaron a la altura del carro que había bajado José, para llevar los cirios. Montó al niño. No podía sentarse. Le dolía. José le dijo que se pusiera de lado, sobre unos sacos de la parte de atrás. Acercó la carreta hasta la puerta de la sacristía y le dijo a Gabriel que le esperara. Sobre la mesa, bajo el cadáver y los documentos, había un mantel blanco. Anudó las cuatro esquinas y cargó con todo, según estaba, hasta la carreta. Limpió rápidamente lo mejor que pudo el suelo y se reunió con el niño. Subieron hasta San Lorenzo en silencio, cada cual con sus pensamientos.
Al llegar a San Lorenzo, lo primero que hizo José fue buscar a Elías y contarle lo sucedido. Apenas terminó, este salió corriendo a buscar agua para curar a Gabriel. Luego, se lo contó a Francisco. No omitió detalles.
—¿Cómo está el chico? —le preguntó su superior, al terminar el relato.
—Bien, Elías le está curando ahora…, ¿qué… qué voy a hacer, padre?
—Eso es cosa mía. Yo me encargo. Conozco a la madre del obispo, cuidaba a mi madre cuando era una niña. Años después, la dio trabajo. Casualmente, hará dos meses que me dijo mi madre que la gustaría verla, antes de que fuese demasiado tarde. Iré mañana mismo. ¿Puedo confiar en que te encargarás de los hermanos y del niño?
—¡Padre, por favor, ni lo dude!
—Dios…, menudo revuelo que se va a armar. Horacio siempre fue un hombre tentado por la carne…, pero ¿esto? ¡Bufff...! ¿Con su propio sobrino, dices? Tal vez podamos utilizar eso para aplacar la ira del obispo —dijo Francisco, con la mano sobre la frente—. Bien, ahora, hijo, no…, mejor, no. Te oiré en confesión cuando vuelva de hablar con el obispo.
Una hora más tarde, José y Remigio, el cocinero, cavaban una tumba para hacer desaparecer el cuerpo de Horacio cuanto antes. Lo hicieron en el monte, entre robles. Remigio se brindó a preparar el cadáver antes de enterrarlo. Cuando José terminaba de hacer el hoyo, el cocinero llegaba con el cuerpo de Horacio, envuelto en un viejo hábito.
Remigio era un buen hombre. Era quien más tiempo llevaba en San Lorenzo. Se encargaba de la cocina y de cuidar el huerto. Aunque devoto, siempre blasfemaba cuando algún hombre del pueblo se propasaba con su mujer, o con cualquier otra mujer. Todos sabían de su aversión a los pecados de la carne. Algunas veces, los demás frailes reían jocosos aquella ocasión en la que había capado a uno de los gallos, por considerar que había cubierto a todas las gallinas más veces de lo necesario.
—¿No lo vamos a amortajar? —preguntó José.
—No.
Remigio tiró de los pies del cadáver desde la parte trasera de la carreta. El cuerpo cayó como un saco lleno de nabos al suelo. Agarró con las dos manos el hábito, que hacía las veces de sudario, y lo hizo rodar hasta que quedó dentro del agujero. Quedó de lado. La parte de abajo del hábito dejaba al aire la pierna derecha hasta la cadera.
José vio el mango del abrecartas.
—¿No se lo has sacado? Remigio, ¡por Dios! —José intentó agacharse para quitárselo. El cocinero le agarró del brazo.
—¡No! Ve con el chico.
—¡Remigio!
El cocinero tiró del brazo de José y acercó su rostro al suyo. Tenía los ojos inyectados en sangre.
—Ve con el chico…, te necesita —le susurró. Luego le empujó y se dispuso a tapar el cuerpo con tierra.
—Está bien, oye, Remigio, ¿y el mantel y los papeles?
—En la cocina. En cuanto vuelva, los quemo —contestó mientras cogía una pala.
José se incorporó y se alejó de allí. Le oyó escupir antes de cubrirlo con tierra.
Cuando, pasados unos meses, el chico ya estuvo mejor, bajó con él al pueblo a ver a un par de enfermos. El niño, aunque agradecido inmensamente, no sentía que San Lorenzo fuese un lugar para él, de modo que se escapó y ni José ni los demás frailes volvieron a verle. A todos les apenó que se hubiese marchado. ¿Dónde iría ahora? Les había dicho que estaba solo en el mundo, ¿sería verdad?
En vano, preguntaron a vecinos y lugareños por él. Nadie le había visto. Siguieron buscándole durante un tiempo, pero sus pesquisas no dieron muy buen resultado. Además, de entre todos los frailes, José y Elías bastante tenían ya con intentar atender a los vecinos enfermos.
Tristes, rezaron por él.
Ningún hombre o mujer de la zona preguntó nunca por el sacristán. Llevaba un tiempo comentando que se iría de allí a Toledo, con su hermano, y como siempre fue un hombre un tanto retraído, a nadie le sorprendió que un buen día ya no le viesen más. Ni a él, ni a su sobrino: habrían puesto rumbo al sur. Ya ocuparía otro el puesto de sacristán.
A José, el saber qué podría pasarle si el plan de Francisco no daba resultado, le quitaba el sueño. Pero más aún le quitaba el sueño pensar en quién era capaz de ser.
Había matado antes. Muchas veces. En el nombre del rey y de España. También en nombre de la Iglesia. Pero lo del sacristán, había sido muy distinto. Ya no era un soldado y, sin embargo, se asustó pensando en lo fácil y rápido que podía volver a ser quien una vez fue. Y lo fácil, rápido y bien que siempre se le dio arrebatar la vida. Del Santo, y los años de batallas, le habían convertido en una máquina de matar. A Elías también. ¿Sería su amigo capaz de cometer algo así, ahora que ambos habían renunciado a la violencia, aunque de una manera un tanto particular? Intentó consolarse pensando que solo había sido esa vez y lo encontró más que justificado. Consideró que defender siempre al débil, era algo que Jesús había tratado de inculcar al hombre. Trató de borrar todo recuerdo de lo sucedido. No pudo.
Llegó a dudar de si era o no necesario confesar su crimen y pagar el precio de la cárcel. Mantuvo esa conversación con Elías, interrumpida por el cocinero mientras José leía las respuestas de su amigo:
—No vuelvas a atormentarte con la culpa. El sacristán era una alimaña y está donde se merece…, espero que los gusanos acaben pronto con lo que quede de él.
—Lo maté…, Remigio…
—Entonces piensa en el muchacho. ¿Qué es más terrible, acabar con un sádico… o que apaleen y sodomicen a un niño, día tras día?
—…
—Si la culpa te vuelve a atormentar, acuérdate del chico.
—Remigio…
—¡José…! Déjalo…, anda…
Dos semanas después, Francisco llegó con buenas noticias. Su madre había hablado con la madre del señor obispo, y esta, a su vez, con su hijo. Le hizo prometerla que sería indulgente con el fraile que había matado al sacristán. Aun así, pensó que debía de darle un escarmiento, algo para que no olvidara fácilmente el pecado que había cometido.
—Y ¿qué clase de escarmiento ha pensado para mí el obispo, padre? —preguntó José a su superior.
—Penitencia.
—Sí, padre, lo entiendo, pero… ¿qué clase de penitencia?
Francisco le contestó sin atreverse a mirarle a la cara:
—Tierra Santa.
—¿Qué? —José abrió los ojos como platos—. Padre…
—Deberás cumplir tu penitencia yendo a Tierra Santa. —Francisco seguía sin mirarle—. Una vez allí, orarás durante tres días por el alma de Horacio, para aplacar la ira del Señor por sus actos. —A partir de aquí, le miró a los ojos—. Y por los tuyos. Después regresarás aquí. Deberás, por supuesto, ir a pie. El señor obispo busca que…, durante el viaje, tengas tiempo para pensar en lo que has hecho. Así me lo ha transmitido.
José se quedó sin palabras. Después de haber procurado alejarse de todo y de todos, para vivir en paz, ahora tenía que ir precisamente a uno de los lugares del mundo más peligrosos para los hombres de fe. Lo sabía bien. Ya estuvo allí cuando dejó el ejército. Cuando quiso afianzar su fe, y su promesa de no más violencia, y acabó por largarse antes de volverse loco. Las tropelías que allí se cometían contra los hombres de toda condición religiosa, cristianos o no, las tenía marcadas en forma de cicatrices a lo largo y ancho de su inacabable espalda. Se derrumbaba cada vez que se acordaba de su estancia allí con Elías, y la visión borrosa de una Gomorra moderna.
—O eso… —prosiguió Francisco—, o la excomunión.
Por supuesto, eligió Tierra Santa. Antes galeras que la excomunión.
Años después, el flaco cuerpo, que dejó un viaje lleno de penalidades y sinsabores varios, pudo descansar, de nuevo, en la pequeña celda de San Lorenzo.
Su alma, sin embargo, no podía hacerlo. Tantas y tan variadas vivencias pasó José, durante ese tiempo, que le parecía un milagro que estuviese aún con vida. Elías llegó incluso más flaco que él. ¡Qué iluso! Pensar que podría convencerle de que se volviera y le dejara solo durante el camino. Era suya la penitencia. Y suya la culpa del crimen. Un día entero, intentó convencerle de que le dejara a solas en el viaje. El día de su partida, Elías escribió una nota, se la dio, y se puso a andar, sin esperar a José.
Si sigues hablando, pidiéndome que me quede, te arrancaré la lengua..., y entonces…, será un viaje muy aburrido.
No podía con él.