Capítulo XLVII
Aranguti, Valle del Salcedón, 7 de noviembre de 1719.
Las llamas, del fuego bajo, hacían crepitar la leña. Alguna piña crujía con fuerza, cuando el calor la obligaba a abrirse y someterse a él. Las sombras de la estancia revoloteaban traviesas al compás de las lenguas de fuego. No se oía nada más que no fuera lo que provenía de allí, del hogar encendido, hasta que Irene abrió la puerta y entró.
Vio a José mirando por la ventana, se volvió y la sonrió. Arrugaba los ojos al hacerlo, con un pelo más que plateado ya, por el paso de los años. Plata, que no se dejaba ver aún, en demasía, por su barba. Tras sonreírla y comprobar una vez más, que los años la habían tratado de maravilla, volvió a girarse.
Miraba a los obreros que andaban de forma cansina a su trabajo. Los veía metidos en faena desde su casa. Los observaba caminando por la subida a San Lorenzo, hasta que llegaban, solo un poco más arriba de Aranguti, justo en la colina situada por encima de la casa del señor del valle, a su puesto de trabajo: el palacio del señor de Ametzaga. Ya solo subían apenas media docena. Rara era la semana que no faltaba alguno más. Mientras los miraba, José pensaba que estaba haciendo lo correcto, que venía haciendo lo correcto desde hacía años: ese palacio no debería de terminarse jamás.
La gente del valle estaba convencida de que ese lugar estaba encantado. Y que el palacio lo estaba también, por levantarse justo encima. Lo que llevó a la gente del valle a creer en ello…
Digamos que… los hechos, se fueron sucediendo con los años hasta desembocar en un más que pavor a siquiera acercarse por allí.
Cronológicamente, y resumiendo mucho lo sucedido, estos hechos comenzaron de la siguiente manera:
En Güeñes, y sobre un templo anterior, se comenzó a levantar la iglesia de Santa María. Se colocó la primera piedra en el año del señor de 1500. Se inició la obra por la capilla mayor, continuando por las laterales, de modo que hasta que no se diese por finalizada esta parte, no se derribaría la anterior estructura para poder continuar. La traza del nuevo templo le fue encargada a Juan de Rasines, maestro cantero montañés. Sin embargo, para la obra en sí, el maestro cantero encargado de llevarla a cabo fue Juan de Olabe. Más de la mitad de Güeñes tenía algún miembro de la familia trabajando en las obras en 1503.
El 8 de julio de 1515, concluidas ya las obras del altar mayor y los laterales, se consagró el templo, al menos la parte terminada, y se prosiguieron con las obras de desmantelamiento del anterior. Todo siguió su curso, digamos… normal, hasta el año 1541, año en el cual se cambiaron todos los planteamientos iniciales de la construcción de la iglesia. El consejo y el cabildo se pusieron de acuerdo, y la estructura del templo, no siguió, a partir de entonces, los planos primitivos de Juan de Olabe. El 5 de junio de ese mismo año, se escrituró con el cantero Hernando de la Vega la elevación de las naves laterales. Dos años después murió y fue su yerno, Miguel de la Torre, quien continuó el trabajo. Pero De la Torre huyó con el dinero y, tras veintidós años, en 1566, Pedro de Collado, que había sido el fiador de Miguel de la Torre, se encargó de las obras. Gonzalo de Ribas, en 1577, fue quien las terminó.
Treinta años. Habían pasado treinta años para la terminación de esa parte del templo, cuando el compromiso inicial había sido de tres. ¿Qué pasó…? ¿Cómo era posible que una obra se demorara veintisiete años? Sí, el yerno de Hernando se llevó el dinero, pero… ¿veintidós años para retomar la construcción? Pasase lo que pasase, el caso era que esto influyó definitivamente en lo que estaba por venir.
Como resultado de estos rocambolescos sucesos, las naves laterales quedaron, de forma sensible, más bajas que la central, algo realmente inusual. Algo que, si bien destacaba a simple vista, no fue ni mucho menos algo que los vecinos de Güeñes hubiesen notado o señalado como una tara del templo a destacar.
Las obras continuaron su lento y tedioso progreso. En 1593 se terminó la sacristía y, años después, en 1650, se ensanchó la misma. Anteriormente al ensanchamiento de la sacristía, en 1603, se comenzó la construcción de un nuevo acceso al templo, situado bajo la torre de campanas, terminada en 1585, y finalizando dicho acceso en 1611, un par de años después que el coro. No fue hasta 1698 cuando, con el chapitel nuevo para el campanario, no se pudieron dar por concluidas las obras de la iglesia. Habían pasado casi doscientos años.
Cuanto menos, fue curioso el hecho de solicitar, por Rodrigo de la Cantera, subir la altura de la torre de campanas en 1591 porque, según sus palabras:
«Necesita subirse un poco, ya que, como se aprecia a simple vista, no se oyen sonar bien las campanas».
Los vecinos de Güeñes bromearon durante mucho tiempo con aquello. Entre ellos, llegaron jocosos a decir:
«Háblame más alto, que como puedes apreciar a simple vista, no te oigo bien…, aunque, espera… espera…, si cierro los ojos… tal vez… —Y entonces cerraban los ojos y decían a su interlocutor—: ¡Ahora! Ahora te oigo perfectamente…».
Cuando en el año 1510 se metieron de lleno en la construcción de su magnífica portada lateral, la Portada del Sol, terminada en 1521, lo que ninguno de los allí presentes supo es que bajo las órdenes de Martín S. de Olabe, se encontraba un hombre desde 1515 que… bueno, no solo llegó a ser cantero. Se llamaba Alfredo.
En la portada lateral, dividida en dos vanos en arco carpanel, y separados estos por un mainel, que soportaba la efigie en piedra de la Virgen con el Niño, bajo un doselete gótico afiligranado, se encontraban dos ángeles. Dichos ángeles y la escultura mencionada anteriormente de la Virgen, resaltaban sobre un tímpano con una hermosa decoración. Toda la estructura fue rematada, en su parte más alta, por tres grupos de baquetones en los que destacaban las bolas de piedra. Una de las mencionadas bolas no fue hecha de la misma piedra que el resto. Era de latón, cubierto con una mezcla de arena y restos de la propia obra, cocidas a fuego lento en la herrería de un vecino del propio Güeñes: Teodoro, el herrero.
Teodoro era uno de los varios herreros que proliferaron, por aquel entonces en Güeñes, animados a ofrecer sus servicios en una obra que no se terminaría hasta muchos años después de su muerte. Alentados por la perspectiva de poder trabajar de por vida, no solo ellos, los herreros, sino una innumerable cantidad de hombres procedentes de los lugares más variopintos, y de los más diversos gremios, se acercaron por allí. Sin embargo, Teodoro era nacido en Güeñes. Y por su, de sobra, conocida pericia para arreglar las más variadas herramientas y por ser un vecino del pueblo, le contrataron sin dudar. Como durante los primeros años tuvo trabajo a raudales, le dijeron que no sería mala idea que llamase a su hijo, Alfredo, para que le echase una mano.
Alfredo era joven pero con ganas de trabajar y cuando a su padre no le hacía falta, no dudaba en acercarse a los canteros y ofrecerse como ayudante. Alguno de ellos le recibía encantado. El muchacho aprendía todo lo que le enseñaban aquellos hombres que tan bien trabajaban la piedra. Acudió a la iglesia, incluso en la época en la que las obras estuvieron paradas. Trabajó allí hasta que sus destrozadas manos, sus doloridas piernas, su agotado corazón… y su torturada cabeza, dijeron basta. Lo encontraron muerto a los pies de la portada principal en la primavera de 1588. Junto a él, hallaron una piedra esférica, idéntica a las que adornaban la parte superior de la portada. Tenía ochenta y dos años.
Alfredo, con once años, ya acudía con asiduidad a trabajar junto a su padre, pero fue unos años después, coincidiendo con los amenos ratos que pasaba con los canteros, cuando estos le pusieron a trabajar con él. Se llamaba Gustav.
Gustav había huido del Sacro Imperio Romano Germánico junto a su mujer y su hijo. Su futuro allí, y el de su familia, pintaba más negro que los cojones de un grillo. Y todo porque un buen día, su hijo escupió al suelo sin darse cuenta de que el obispo pasaba por allí: un pollo verde, bastante hermoso, acabó en el pie del hombre de Dios. Por ello, les indicaron que debían de presentarse en el obispado para una reprimenda dos días más tarde. Como el obispo tenía mala fama y le gustaban más las hogueras que a un aterido de frío, no quisieron comprobar si la llamada a acudir al obispado era solo para regañarles por no saber educar a su hijo. Esa misma noche huyeron.
Gustav trabajaba de cantero. Siempre quiso conocer otros lugares y la oportunidad le vino de perlas para convencer a su familia de acudir a algún lugar donde hubiese trabajo, muy lejos de allí. Surcaron casi media Europa siguiendo el camino de Santiago. En Roncesvalles se apartaron del camino principal por considerar que alguien podría encontrarles, no en vano aquella era una vía muy transitada. Cuando se desviaron por el camino de la costa, lo que menos podían imaginar era que acabarían en aquel valle. La construcción de la iglesia de Santa María, les hizo pararse allí. Un bonito lugar verde, mirase donde mirase, y con trabajo. Perfecto.
Le dieron trabajo. Un año después, le dijeron que le vendría bien una mano. El muchacho, junto al que trabajó codo con codo durante años, era Alfredo, que pasaba ya más tiempo con piedras que con su padre.
En el año 1548, hartos de esperar a que se reanudasen las obras de la iglesia, Gustav propuso a Alfredo que le acompañara a casa de su hermano, en Francia. Ya no eran unos jóvenes y querían trabajar sin demora para no sentirse inútiles: su hermano tenía un barco de pesca y le había dicho en reiteradas ocasiones que se uniera a él. Dispusieron lo necesario y se marcharon con sus familias rumbo a Salon de Provence.
Trabajo…, el cálido Mediterráneo…, la oportunidad de conocer algo más allá del Valle del Salcedón…, a Alfredo no le costó mucho convencer a su mujer. Sin ningún pariente, ni cercano ni lejano, pocas cosas les retenían allí, de modo que hicieron el equipaje y partieron todos rumbo a la costa francesa.
Se alojaron en una casita muy humilde. Alfredo comenzó a trabajar en la mar, y su mujer a atender la casa y sacarse unos cuartos con sus habilidades como costurera. Dichas habilidades de la mujer de Alfredo, pronto fueron solicitadas por su vecina Anne, una viuda adinerada, que se había vuelto a casar con Michel, un hombre un tanto misterioso que tenía fama, de sobra conocida, de curandero.
Una mañana, con bastante mala mar, Alfredo no pudo ir a faenar, y su mujer le dijo que le acompañase a llevar las ropas que había arreglado a sus vecinos. Alfredo, un tanto receloso de conocer a quienquiera que tuviese una economía mucho más solvente que la suya, ya que nunca le acabaron de caer bien las gentes adineradas, al final aceptó, y lo que comenzó siendo una charla de lo más banal con aquellos dos vecinos…, terminó por causarle una más que buena impresión de ambos. Sobre todo de Michel. A partir de entonces, solía visitarles.
A Alfredo le gustaba la compañía de Michel. Sus mujeres hablaban de otras cosas…, esas que no quería oír un marido cuando con otro hombre bebía un poco de vino. Y sin ser una relación realmente profunda en la amistad, dialogaban de los más diversos asuntos.
Michel, un hombre con predilección por el ocultismo, quedó maravillado de poder hablar sobre el tema con Alfredo, un hombre de una tierra donde el culto a algo más de lo que mandasen los cánones, era tan habitual como respirar. Una tierra que conocía. Tras estas charlas, sí que ambos vieron el uno en el otro a un buen amigo e incluso a un confidente. ¿Por qué? Pues porque Michel había inventado, hacía años, la llamada pastilla rosa, y se lo comentó a Alfredo. ¿Cómo fue aquello? Desde luego, no un producto de la casualidad.
Años atrás, durante uno de los brotes de la peste negra, Michel, que había estudiado medicina en la ciudad de Montpellier, recorrió toda Francia tratando de ayudar a aquellos pobres enfermos. Sus consejos y asesoramientos sobre cómo tratar, o al menos minimizar la enfermedad, fueron no solo bien recibidos, sino muy eficientes. En su recorrido por Francia, cuando llegó a los Pirineos más occidentales tratando de averiguar por qué allí la peste no estaba tan extendida, intercambió conocimientos con varias sorginak. Cualquier hombre o mujer que pudiese aportar algo a lo que él ya sabía, bienvenido fuera…, pero las gentes de aquella zona tenían un magnetismo especial para los amantes de lo oculto. En aquellos intercambios de conocimiento, una sorgina relativamente joven le dijo que tenía que recolectar resina de ciprés, ámbar gris y pétalos de rosa, estos últimos siempre de madrugada, por ser «la hora en la que el poder de Mari es mayor».
Dos meses más tarde, creó la pastilla rosa, que junto con la conveniencia de beber siempre, y no solo cuando se pudiese, agua limpia y mantener el estómago lleno de comida, esto ya, algo más complicado, y adecentar en lo posible los lugares donde se encontraban los enfermos, así como eliminar cuanto antes las deposiciones de los mismos, mermó los muertos en cantidades enormes.
Las charlas con Alfredo le gustaban tanto a Michel, que un día, mientras se atusaba de forma pausada su larga barba, le confesó que llevaba años escribiendo y que lo iba a publicar. Alfredo, le preguntó si iba a publicar sus diversas pociones, pues estaba empezando a ser más que conocido por ellas. Una de estas, que supuestamente curaba la esterilidad, consistía en: orina de cordero, sangre de liebre, pata izquierda de comadreja sumergida en vinagre fuerte, leche de burra, estiércol de vaca y cuerno de ciervo pulverizado. Asqueroso o no, Catalina de Medici, esposa de Enrique II de Francia, tuvo diez hijos tras tomárselo. Antes de eso… ni uno.
Michel le dijo que no, que lo que quería publicar era algo diferente. Su fama de buen médico y curandero le daba de sobra para vivir sin agobios, pero tenía otras inquietudes: siempre le gustó lo que otros no podían… ver.
Tras el éxito de su primer libro, en el cual vaticinó ciertos sucesos, llegó a ser mucho más conocido que con anterioridad; pensaba que debía de publicar el resto de lo que escribiese. Animado por Alfredo lo hizo; publicó varios libros llenos de cuartetos. Él los llamaba centurias.
Sin embargo, Michel escribía de una manera un tanto peculiar, dándole muchas vueltas a las cosas y haciendo bastante complicado el entenderle, no en vano, en el pasado tuvo ciertos problemas con la Santa Inquisición. Esto unido a que la gente empezaba a saber de su predilección por las cosas ocultas que escribía, tratando, de esta manera, de que sus escritos fuesen entendidos y aplicados por personas cultas, y que provenía de una familia judía, no era estúpido que escribiera así, a pesar de su éxito. Mejor no acompañar a la leña en una hoguera.
En la cumbre de su éxito, Michel murió, en el año 1566. Su corazón abandonó las ganas de trabajar. Tras ello, Alfredo volvió a Güeñes, después de despedirse cariñosamente de Gustav y su mujer, y aún viejo, acudía a la iglesia de Santa María casi a diario.
Sin embargo, los vecinos de Güeñes no recibieron al mismo Alfredo que se fue: había cambiado. Se había vuelto un tanto arisco y receloso de todo y de todos. Acudía a la iglesia a leer los libros que le pudiera dejar el cura, subía a San Lorenzo a pedir también libros a los frailes, viajaba a Bilbao y trataba de encontrar títulos que los comerciantes nunca habían oído…, sufrió en la vejez la desdicha de ver cómo estaba solo: su mujer había muerto ya, no tenía familiares, apenas amigos y el mejor, se lo había arrebatado Dios hacía tiempo ya…
«Michel…, ¿por qué nos dejaste, Michel, por qué…? ¿Por qué tan pronto…, por qué… de todos los hombres del mundo me dejaste a mí en esta angustia…, por qué…?», solía pensar Alfredo.
Todo el mundo creía que Alfredo se había vuelto loco. Pero el viejo cantero no lo estaba. Lo único que hacía era buscar. Buscar la solución a un enigma. Buscar la solución a lo que le dio su amigo de Nôtre-Dame: su apellido. Apellido que se latinizó. Apellido por el que le conocía todo el mundo, incluso después de muerto.
Para Alfredo era Michel.
Para el resto del orbe… Nostradamus.
Cuando Alfredo volvió a Güeñes, lo hizo con un regalo de su amigo muerto: una de sus famosas cuartetas. Una cuarteta no publicada. Una de las tres centurias que Michel escribió sobre España.
Sus cuartetas eran, por lo general, bastante apocalípticas. El mundo se vería abocado a grandes holocaustos y su fin, predicho por Nostradamus, sería en el año 3797, cuando el cometa Hercobulus llegaría a la Tierra, aniquilándola. España también sufriría por haberse olvidado de Dios. Su rey sería asesinado, hecho este, dejado por escrito en dos cuartetas, la primera:
Hermanos y hermanas
en diversos lugares atraídos,
se encontrarán pasando cerca del monarca:
Contemplarán sus rasgos atentos,
deplorando ver las marcas en mentón, frente, nariz.
Y la segunda, en la cual hace incluso referencia a un golpe de estado:
El demasiado buen
tiempo de demasiada bondad real,
hace y deshace con súbita negligencia:
Ligero creerá el fallo de la democracia leal,
él puesto en muerte por su benevolencia.
Michel le entregó una cuarteta a Alfredo con la idea de hacerle un regalo. Al dársela, además, le dejó claro que sería de él, y solo de él, ya que no se publicaría con el resto de su obra. Una muestra de afecto por los buenos momentos vividos juntos.
Alfredo, por más que estudió y quiso empaparse de los conocimientos que podrían llevarle a desenmascarar el enigma de la cuarteta, no pudo hacerlo. Chocaba una y otra vez con su propia ignorancia sobre el tema y, al final, decidió abandonar tal búsqueda. Sin embargo, pocos años antes de morir, ocurrió algo que le hizo retomarla. Algo que le dejó tan atónito, que pensó a partir de entonces, que las horas del día no eran suficientes para descifrar lo que la cuarteta escondía: el nombramiento de Sixto V.
En la época en la que recorría Francia de arriba a abajo, Michel se trasladó hasta Génova. Allí se encontró, por pura casualidad, con un monje franciscano, un antiguo criador de cerdos. Nostradamus se arrodilló ante él, mientras la gente que había alrededor no acababa de creerse lo que estaba viendo. Arrodillado como estaba, Nostradamus les dijo a todos los presentes:
«No hago otra cosa que rendir el debido respeto a Su Santidad».
El bueno de Alfredo se burló de Gustav cuando se lo contó, como una anécdota, mientras tomaban vino y comían un poco de tocino. Sin embargo, el 24 de Abril de 1585, Felice Peretti, primero porquero y luego monje franciscano, el hombre ante el que se había arrodillado Nostradamus tantos años antes, ocupó el sillón de San Pedro tomando el nombre de Sixto V.
Tras esto, Alfredo rozó la locura. Aquello le causó tal impacto, que se dijo a sí mismo que tenía que solucionar el enigma de su cuarteta cuanto antes. Pero ese afán apenas le duró un par de años. Hastiado de no encontrar nada que le arrojase un poco de luz, decidió esconderlo en su lugar preferido: la Portada del Sol.
Con sus conocimientos de herrería y de cantero, forjó una esfera de latón en dos mitades. Dentro metió la cuarteta y lo recubrió todo de piedra pulverizada. El trabajo le llegó a agotar el alma, su edad no le acompañaba precisamente. La misma noche que lo terminó, llevó herramientas y una escalera hasta la entrada de Santa María y escondió la cuarteta entre las bolas de la portada. Mientras observaba su trabajo finalizado desde el suelo, y rogaba a la Virgen, mirándola, que un buen hombre la encontrara y la descifrara por el bien de España, cayó muerto.
Ante todo esto, sin duda, surgen algunas preguntas: ¿Por qué escondió la cuarteta allí?... y… más importante aún…, ¿cuándo y cómo se conocieron estos hechos…? Y… ¿por quién?
No creamos que los grandes hechos o descubrimientos fueron llevados a cabo siempre por los hombres que nos muestra la historia.
La inmensa mayoría de estos sucesos no vieron la luz durante muchos años, y aún finalizado el siglo XVII, los propios vecinos de Güeñes los desconocían. Los propios vecinos de todo el valle y de las poblaciones limítrofes, se encontraban en la ignorancia. Nadie, de toda la humanidad, sabía nada de aquello. Todos lo ignoraban… menos uno:
Remigio Urrutia de Villabaso, el cocinero de San Lorenzo.
—José, trae un poco de leña y vamos a comer…
Las palabras de Irene sacaron al fraile de su ensimismamiento.
—Sí…, voy…
Ya en la mesa, José le dijo a Elías:
—Hoy es el aniversario de Remigio, subiré a verle.
Elías asintió, dejándole claro que él también lo haría. Llamaron a la puerta. Fue Eva quien se levantó.
—No, Eva, deja que salga yo…, he oído un caballo.
José abrió la puerta y un hombre que parecía bastante cansado se pasó la uña del pulgar por el pómulo en cuanto le vio. Le entregó un sobre lacrado mientras agachaba la cabeza. José le invitó a pasar.
—Irene, por favor…
—Siéntese aquí, le traeré un plato —le dijo Irene al desconocido.
—Gracias, señora —la contestó este, bastante cohibido al ser invitado a comer en la misma mesa del hermano mayor.
Si sentarse allí le había dejado atónito, ¡qué decir de su expresión cuando quien le sirvió vino fue Elías! El pobre hombre agradecía las muestras de afecto para con su persona, mientras era casi incapaz de elevar la vista del plato.
La carta que le había llevado no era más que una de tantas que tenían que ser corroboradas por José. Desde que se había convertido en el superior de la hermandad, cada diez o doce días le llegaban valijas como aquella. Las leía, se las daba a Elías para que las leyese también y, si ambos estaban de acuerdo, casi siempre, uno de los dos escribía la respuesta con lo que aconteciese para que fuera llevada a su destinatario. Sin embargo, cada mes, aproximadamente, desde que envió la famosa carta en la que solicitaba a los hermanos que cumpliesen su cometido, sin descuidar ser unos buenos hombres, le llegaban cartas como aquella. Le pedían su bendición como hermano mayor para lo que iban a hacer: donar su parte del dinero de un trabajo para crear un hospital, poner de su propio bolsillo para llevar agua a lugares donde hiciese falta, comprar piaras enteras de cerdos para alimentar a la gente que en el invierno no tuviese ni qué comer, adecentar sus segundas viviendas, pues muchos hermanos tenían cierto poder, para cuidar ancianos moribundos, pagando de su dinero incluso a quienes los cuidaran…, eran tantas… tantas y tan bienvenidas por José… las cosas que se llevaban haciendo desde hacía años por los más desfavorecidos del mundo, y todas ellas desde el anonimato, que José no podía por menos que sentir agradecimiento por lo acometido a todos y cada uno de los hermanos que actuaban de aquella forma.
—Lo ves, Elías, por difícil que parezca ser la salvación del hombre…, siempre hay esperanza… —le llegó a decir a su hermano, durante el primer año que recibieron aquellas cartas.
Aquella en cuestión era de un pobre hombre, un hermano que solicitaba su ayuda para poder comprar ropa para los mendigos de su pueblo. Le decía en ella que no podía hacer frente a tal gasto, no él que era pobre. José le escribió diciéndole que hiciese lo que buenamente podía… y que el hombre que le entregaría la carta, le llevaría quinientos reales para que aquella pobre gente no pasase necesidad, o al menos, se pudiese menguar. Cuando le dio al hombre sentado en la mesa la carta, y le explicó que tendría que llevar una cantidad de dinero, y que si no llegaba a su destinatario, Elías haría sopa con sus huesos, el hombre asintió con respeto y les dijo que no se preocupasen: él pudo comer cuando era un niño gracias a la carta que envió José. Se encargaría personalmente de que con ese dinero se hiciese lo correcto.
Irene y Eva, tras oír aquello, no pudieron por menos que sentir un enorme orgullo por sus hombres.
Tras pedirle que les disculpara, que él y Elías se tenían que marchar, hizo lo mismo. El hombre cogió la carta y el dinero, montó en su caballo de nuevo para llevar la respuesta cuanto antes, no sin antes agradecer la comida y la posibilidad de haberles conocido.
Mientras el caballo se alejaba, José y Elías pusieron rumbo a San Lorenzo. Visitarían a sus hermanos… y la tumba de Remigio.