Capítulo XV

Ñiiiieeeeeekkkkkk… kk… kkk… k… k.

La puerta de la parte lateral de la taberna se abrió con esfuerzo. No en vano, quien la abría no pesaría más que unos cuarenta y pocos kilos, y la puerta rondaría los cien. El chirrido interrumpió la lectura de Nemesio. El tabernero y el fraile miraron hacia allí.

—¡Manuel…! —le dijo Nemesio.

—Bue… bue… nos… dd… días —contestó un visiblemente cansado y ojeroso Manuel.

—Buenas tardes, Manuel…, ¿qué tal te encuentras…, estás bien, viejo amigo? —le dijo José.

—¿Tar… d… d… des…? —Manuel no entendía.

—Sí. Tardes. En un par de horas esto se llenará de gente… —Nemesio se levantó y cerró el libro—. ¿Podrás hoy echarme una mano…? La limpieza, los clientes, los cerdos…

José, viendo el estado de Manuel, miró a Nemesio y le incitó con la mirada a que, al menos, por ese día, le dejase descansar. El tabernero, a pesar de que realmente necesitaba a Manuel para hacer frente a lo que se le avecinaba, aceptó de buen gusto. A decir verdad, no recordaba cuándo le había llevado la contraria al fraile. Además, todavía tenía en mente a Felisa… y creyó que un buen descanso, después de una buena borrachera, era lo que mejor le vendría a su ayudante. De modo que les dijo:

—Será mejor que me ponga en marcha…, aquí hay trabajo para dar y tomar… —Y se fue a guardar el libro.

—Manuel, quisiera hablar contigo… —El pobre porquero asentía torpe y tembloroso—. Te parece bien aquí…, ¿o damos un paseo…?

—Co… com… mmo… preee… preeee… prefff… fiera…

—De acuerdo. Sígueme.

A José le hubiera gustado dar un paseo, no en vano, llevaba varias horas sentado, pero dado el estado de Manuel, decidió que atizarían el fuego. Le invitó a que le acompañase fuera y se acercaron a la leñera. Cogieron unos troncos cada uno y volvieron a entrar. Los metieron en la hornacha, y arrimaron unas sillas y una mesa al calor.

—Según Nemesio…, tendremos un par de horas, ¿no?

—Sí.

—Hablemos, Manuel.

—Pppp… pe… pero… tte… tte… ttengo… que ayu… yudar… a nnn… Nemmm… mmesss… mesio…

—Manuel, siéntate. No te preocupes por eso —le dijo el fraile en tono afable.

El flaco porquero se sentó, mientras José, se adentró en la cocina y le trajo un poco de caldo. Le obligó a regañadientes a que se lo bebiera. Tenía tal tembleque, que se le cayó al acercarlo a la boca. Manuel tiró al suelo, con el dorso de la mano, el vaso que estaba volcado en la mesa. Lo hizo con rabia. José no le dijo nada. Le miró y volvió a entrar en la cocina. Esta vez traía dos vasos: uno con caldo; el otro con vino. Le ofreció el vino primero.

Sudó para que no se le derramara nada esta vez, y cuando, tras un gran esfuerzo, terminó el vino, sonrió a un José que le miraba cómplice.

—Am… am… brrr… ambrosss… sssía…

—Sí, lo es. Ahora, por favor, toma el caldo. Despacio.

—Hummmm…

—Vamos, Manuel, no refunfuñes…, te sentará bien…

Mientras le veía, un poco más calmado, intentar llevarse el caldo a la boca, José pensó en la palabra que había dicho.

Ambrosía: la comida de los dioses.

Al contrario de lo que le sucedió a Nemesio, Manuel era un hombre que, al igual que su hermana, sabía leer. Le contó a José que su padre insistió en ello desde que eran unos niños, y el resultado fue que eran bastante más cultos que la media. Gracias a ello, pudieron leer y estudiar los clásicos. Muchos de los libros que leían se los proporcionaba un joven Francisco, religiosos la mayoría, pero no les importaba. Subían cada cierto tiempo a San Lorenzo y dejaban el libro que habían terminado, llevándose uno distinto consigo. Por ello, un pobre porquero enfermo y tartamudo como Manuel, sabía de esa palabra y su significado. La vida, sin embargo, como tantas y tantas veces, les negó, a Manuel y a su hermana, la oportunidad de ser alguien a los ojos de la mayoría.

Sus padres murieron siendo muy jóvenes, y Felisa, siendo aún una adolescente, se quedó en estado. Dos meses después se casó. Seis meses después, la guerra se llevó a su marido. La criatura murió al nacer. Desde entonces la gente del pueblo la consideró siempre una fresca, por haber preñado, sin estar casada, y una viuda amargada, dado su fuerte carácter, que vendía vino a los parroquianos para ganarse el sustento.

En la época en la que Felisa se casó, Manuel empezó a beber. No lo hacía por costumbre, pero la evasión de todo, que le proporcionaba la bebida, poco a poco hizo mella en él. Primero fueron sus amigos, luego fue una especie de novia que tuvo… y, al final, su hermana: todos le fueron abandonando a medida que su adicción empezó a sobrepasarle.

Una noche, tremendamente borracho y mareado, salió a vomitar a la calle allí mismo, en El Arroyo, el único lugar donde ya podía arrimarse a beber sin que no solo nadie le molestase, sino que además, podía incluso entablar alguna breve conversación, de vez en cuando, con los viajeros que pasaban por allí, dado que no le conocían y no los volvería a ver. ¡Qué importaba que se riesen de su tartamudez! Nemesio le atendió, ya que le recordaba a un amigo, tartamudo también, que murió de manera poco agradable, y desde entonces trabajaba allí.

Cuando Manuel, algo mejor, estuvo en condiciones de intentar mantener una conversación, miró a José con unos ojillos llenos de legañas, y el fraile comenzó a hablar:

—Manuel…, en los últimos días, han ocurrido una serie de acontecimientos en los que tú… y Felisa… habéis estado implicados de una forma o de otra. Sabes que siempre he sido un hombre sincero contigo y, por ello, hoy, viejo amigo, te pido lo mismo: sinceridad.

El porquero tragó saliva y asintió. Sabía, de sobra, por dónde venían los tiros.

—Bien, Manuel, ayer subiste a San Lorenzo. Lo hiciste después de que se encontrara el cuerpo sin vida de tu hermana…, ¿cierto?

—Ssssí...

—Dime la verdad, Manuel…, subiste porque tenías miedo. Subiste porque te asustaste al ver a Felisa, y creíste… que tú podrías ser el siguiente…, ¿me equivoco?

Manuel negó con la cabeza agachada. Ahora estaba seguro de dónde terminaría esa conversación.

—Subiste a pedir consejo, más que ayuda…, ¿sí?

—Sí.

—¿Por qué? ¿Acaso crees que te dejaríamos a merced de quien quisiera hacerte daño?...

José acercó su cara a la suya y le puso la mano bajo la barbilla, levantándole despacio la cara, hasta que sus ojos se encontraron.

—Te voy a decir lo que ha ocurrido: sé que un hombre os ha pagado por información a ti y a tu hermana. Sus secuaces merodeaban por aquí, y ellos eran los que te daban el dinero —omitió decirle su confidente para que Manuel no supiese, por su propio bien y por el de los niños, que los hijos de Ángela se encontraban en San Lorenzo—. Sin embargo, tu hermana ha muerto. Tú y yo sabemos que fue ese hombre quien la mató —Manuel le interrogó con la mirada—. Para tratar de evitar su ira contra ti, enterraste el cuerpo de tu hermana al mediodía. Lo sé, porque me lo dijo el enterrador esta mañana. Pasé por el cementerio antes de venir aquí y me lo contó. Como también me contó que no quisiste ni una misa por ella, Manuel… —El porquero bajó de nuevo la vista, bastante avergonzado—. Pero no querías una misa, porque no querías que la gente viera a tu hermana y supieran que la habían matado, cosa que saben de sobra. Dime…, ¿evitó eso que ayer por la noche te quisieran matar…?

Cuando oyó eso último, el porquero se incorporó incrédulo, se quedó con la espalda completamente erguida mientras escrutaba el rostro de José. ¿Cómo era posible? Pero ¿cómo demonios sabía eso? José se irguió también sobre la silla y le miró impasible. Durante unos segundos, esperó a seguir hablándole para que las palabras que le había dicho calaran hondo en él, sobre todo las últimas. Paciencia…, la mejor virtud de José. Pasado un tiempo prudencial, prosiguió:

—¿Sorprendido?

El porquero le miró incluso asustado. José entendió por qué.

—Tranquilo, viejo amigo, yo no estuve ayer por aquí. Pero el caso es que lo sé. Te vuelvo a repetir… ¿Enterrar rápido a tu hermana… evitó que quisieran deshacerse de ti?

—Te… te… ten… tengo… mied… mied… do…

—Manuel, es comprensible que tengas miedo…, lo sé…, pero deberías de confiar un poco más en la gente…

—¡Nnnnn… nnn… nnno! ¡La jjjjjj… jjjj… gen… te… es… mal… mala!

Manuel se puso un tanto nervioso. Hasta se enfadó un poco.

—¿Soy… malo, Manuel? ¿Es malo Elías contigo, Manuel? ¿Es malo Nemesio contigo?

—¡Nnnno! Pepe… pero hay… jjj… jjj… gen… te…

—Hay gente —le interrumpió José—… que es buena contigo, Manuel. Y no nos importa lo más mínimo lo que hayas hecho, sea bueno o malo.

A Manuel se le humedecieron un poco los ojos.

—¿Que has aceptado un poco de dinero por decirle a alguien a quién ves y a quién no ves por aquí…? Eso no es malo…, pero no eres tonto, Manuel, y… ya sabías dónde te podías meter desde un principio…, ¿a que sí?

—Ssssí… —El porquero estaba abatido.

—Sabías que buscaban a alguien en concreto…, pero lo más importante, sabías lo que le harían a esa persona si la llegaban a encontrar. ¿O no?

Manuel asintió. Se limpió un poco las lágrimas con la manga de la camisa.

—Manuel, deberías de habérnoslo confiado… ¡Mira la situación en la que estás ahora…! Han matado a tu hermana y casi te matan a ti también… ¿Te das cuenta de que, en San Lorenzo, tienes a siete hermanos que están para procurar ayudarte en todo… todo lo que tú quieras? ¿Eres consciente de que Nemesio te quiere y te aprecia como a un hermano, o incluso más?

—Ssssí… —Volvió a limpiarse las lágrimas y se sonó los mocos con un trapo.

—Hay personas que pasan por este mundo… y mueren sin haber encontrado un atisbo de amistad. Mueren, Manuel, y lo hacen sin amigos. Sin amigos, Manuel, ¿sabes… tú sabes, lo triste que es eso?

Manuel asintió.

—¿Te das cuenta de que tú tienes más de uno?

—Trrr… trrres…

—Bien…, yo diría que son ocho, pero, si de esos ocho… tú confías solo en tres, de acuerdo. Nemesio, Elías y yo, ¿no es así?

—Sí…

—Y ¿por qué…, Manuel, por qué no nos dijiste nada a ninguno? Yo te lo diré, viejo amigo, porque creíste tener esto siempre controlado, ¿verdad?

Manuel pensó que José tenía razón. Más que un santo. Se encontraba en una situación muy incómoda por no haber confiado en las personas que le querían, que le entendían, que le respetaban. Solo esto último, que le respetasen, era ya para él motivo más que suficiente para que pudiera sentirse agradecido con ellos. Incluso con los demás frailes, ya que estos, también le respetaban. Pero después de todo eso, había algo que era el culmen de su actuación. No solo no les dijo nada porque creyese que todo estaba más o menos bien. El motivo real de su silencio no era otro que el miedo. Pero no miedo por él. Había aprendido a querer tanto a esos hombres, que el solo hecho de pensar que les hicieran daño por su culpa, le había llevado a no decir ni pío.

—Tete… te… tennnnn… tenía… miedddo…

—Sí, Manuel, pero miedo…, ¿por qué?

—Miedddo… de k… k… k… que os hizzzz… cieran daño…

—De modo que no nos dijiste nada… para tratar… de mantenernos a salvo…, ¿no es así, Manuel?

—Sí. —El porquero no mintió.

José pensó por un momento. Si Manuel tenía miedo por ellos lo podía considerar como algo normal, no en vano habían matado a su hermana y casi terminan también con él. Creyó oportuno contarle algo referente a Nemesio. Algo que Nemesio, gracias a las clases de lectura que le había dado con anterioridad, le había confiado. Sí, Manuel debía de saberlo. No le podía contar que había sido Elías quien le había salvado la noche anterior, así como tampoco creyó prudente hacerle partícipe de lo que podrían llegar a hacer por él, tanto Elías como él mismo. Los veía como a santos… y, la verdad, esa imagen que poseía de ellos, le gustaba. Le gustaba porque era así como realmente quisiera haber sido.

—¿Qué sabes de nosotros…? Me refiero… a los frailes.

—¿La… bebe… bebe… verddddad…?

—Sí, Manuel, dime lo que sepas sobre nosotros.

—P… pppp… pues… que… todddd… doosss… ssssoissss… bue… bue… buenos… Cuiddd… dais a la jjjj… jjj… genttt… ttt… te… y no ppp… peddd… peddd… pedís… nada… a kkk… kkk… cambio… nnnn… nnnn… no… kkk… kkk… como el kkk… cura…

A José le hizo gracia aquello. Luego, prosiguió:

—Bien, nos tienes en estima y en confianza… —Manuel asintió—. Y como solo somos unos pobres frailes, es normal que te preocupes por nosotros. Dime…, ¿qué sabes de Nemesio?

—Ess… bubu… bueno… k… k… con… migggo.

—Me refiero… a si… ¿alguna vez te ha contado qué hacía antes de llegar aquí…?

—No… no hab… bla mucho… de… ddd… de essso…

—Bien, te pondré al corriente. ¿Me prometes que esta conversación va a quedar entre tú y yo?

—Sssssí…, pa… dre…

José comenzó a contarle la vida anterior del tabernero.

Nemesio se crió en las calles de Cádiz. Nunca conoció a sus padres y no tenía a nadie en este mundo. Por sus rasgos, era posiblemente gitano, pero ni él mismo lo sabía a ciencia cierta. Solo una mujer muy mayor, Carmen, se ocupó de él.

Carmen vivía entre cuatro paredes mal techadas casi a la orilla del mar. Su difunto marido había sido un pescador toda su vida y, gracias a los pescadores, que al igual que él, faenaban en esas aguas, y a los nueve hombres que salvó de morir ahogados a lo largo de su vida, la viuda podía subsistir. Las familias de los hombres que había salvado su marido no olvidaban aquello, y cuando Carmen se quedó viuda, hubo un gran funeral en el pueblo. Al término del mismo, tres hombres se la acercaron y la dijeron que no se preocupara lo más mínimo por el sustento el resto de su vida, ellos se lo proporcionarían. La hablaban en representación de las seis familias a las que su marido había salvado a algún miembro. De modo que aún vieja y sin recursos, nunca la faltó de nada. Al menos, económicamente hablando.

Una noche, con once años, hambriento y desesperado, Nemesio entró a robar a su casa. Olía a pescado asado y, aunque era tarde, la anciana aún estaba despierta. Le encontró intentando llevarse una pequeña talla de la Virgen del Carmen, ya que no encontró dinero. Al verla, dudó de si huir con la figura. No era un mal muchacho, pero tenía hambre. Para su sorpresa, la anciana le invitó a cenar sardinas asadas.

La perspectiva de la comida le hizo reflexionar y dejó la talla donde la encontró. Se sentó a la mesa y comió hasta las espinas. Carmen le sacó incluso un poco de vino. Le ofreció quedarse a dormir allí aquella noche. Fue la primera de siete años junto a Carmen.

Viuda, sin hijos y muy sola, Carmen encontró en aquel muchacho lo que necesitaba para darle un pequeño impulso al final de su vida. Los vecinos y algunos amigos la decían que estaba loca. ¡Recoger a un ratero de las calles! Pero Carmen se comenzó a sentir útil, se comenzó a sentir responsable de alguien que la necesitaba, y que ella necesitaba. También sintió preocupación, cuando con doce años, empezó a salir con los pescadores a la mar. Y también se sintió llena de dicha, cuando en su lecho de muerte, Nemesio, la llamó «madre».

Tras casi ochenta años, Carmen falleció siendo aquello que la naturaleza la negó toda su vida. A ella y a su recordado y querido marido. El golpe fue demasiado duro para Nemesio. Se había hecho un hombre, y todos los pescadores reconocían su valía en la mar. Algunos decían que era más duro y negro que la costra que se agarraba a la quilla. En el funeral, todos le vieron llorar de manera desconsolada.

Después de aquello, Nemesio se fue de Cádiz. ¿Dónde? Tras varios años vagando por esos mundos de Dios, acabó por necesidad enrolado en un barco rumbo a La Española. No le gustaban para nada las maneras del capitán y, menos aún, la de uno de sus oficiales, de modo que a ese oficial, del cual solo conocían el mote, Manolátigo, le ahorcó en la cubierta del propio barco y se marchó para siempre de allí. Quería dinero. Quería libertad. Solo era un joven, sin nadie en este mundo, ávido de aventuras.

Tenía veintidós años cuando formó parte de la tripulación de François L’Olonnais, el sanguinario pirata conocido como el Olonés. Saquearon Cuba hasta que el barco se quedó encallado en un banco de arena. En canoas, llegaron hasta el golfo de Darién. Sedientos y exhaustos, el capitán le mandó traer agua y fruta junto a otros tres hombres. Pero la selva de Darién era peligrosa. Allí habitaban los Kuna: indígenas caníbales. Mientras bebían agua de un manantial oyeron gritos y, escondidos, observaron cómo los Kuna se llevaban a todos los demás. Los habían capturado y hecho prisioneros. Los cuatro estuvieron toda la noche oyendo gritos. Ninguno se atrevía a acercarse a ver qué era lo que pasaba, hasta que Nemesio se adentró en la jungla y llegó a su poblado.

Lo que vio fue realmente horrible.

Los Kuna los estaban despedazando vivos para comérselos. Se marchó de allí corriendo tan rápido como pudo. Llegó donde estaban sus tres compañeros y solo encontró el sitio. ¿Los habrían capturado también? No quiso averiguarlo. Montó en una de las canoas y se largó de allí. En esa canoa en la que se fue, había un saquito con varias monedas de oro y plata. Mientras remaba alejándose de aquel lugar, miró una vez atrás y pensó que tal vez no había sido un final tan absurdo para el Olonés. Al fin y al cabo, le encantaba descuartizar prisioneros con vida y sacarles las tripas. No era un buen hombre. Pero él, ahora, tampoco lo era.

Al haber salvado la vida por los pelos, decidió, animado también por el saquito de monedas que tenía, empezar una nueva vida sin violencia. Volvió a España y abrió una pequeña taberna en Cádiz. Sin embargo, a pesar de que el negocio le funcionaba bastante bien, el recuerdo de Carmen le hizo cambiar de opinión, y un par de años después, se marchó de allí. De ese modo vagó por varios lugares, abriendo tabernas en distintos sitios, hasta que recaló en aquel valle. Hacía doce años que había abierto El Arroyo: cerca de la costa, con ambiente de esos lugares en los que había estado, con rameras, con habitaciones, lejos de su tierra para no abatirse con el recuerdo de Carmen…

No. No fue nada de eso lo que le hizo establecerse y quedarse en el valle, fue la edad, ya no era un muchacho, y haber conocido a José. Gracias a él, tuvo la oportunidad de aprender a leer y a escribir. Era muy torpe, mucho. No tenía mucho tiempo para poder dedicarle a los libros…, pero como era algo que, sin saber muy bien por qué, siempre le apasionó, vio en aquel lugar un sitio en el que poder establecerse. Tenía trabajo, era respetado y José le brindaba la oportunidad de hacer algo distinto.

—Luego llegaste tú, Manuel… Le recuerdas a uno de los tres hombres que, junto a él, se adentraron en la selva en busca de agua y fruta. Uno de los tres hombres con los que oyó, aterrorizado, los gritos de los demás. Uno de los tres hombres que ya no volvió a ver cuando regresó de la selva. Aquel hombre era amigo suyo. Era tartamudo, igual que tú. Cuando te acogió quiso redimirse un poco: se marchó de allí sin intentar siquiera rescatarlos. La culpa le ha corroído desde entonces.

Manuel estaba como una estatua. Hasta había dejado de temblar. No tenía ni la más mínima idea de que Nemesio hubiese tenido tal vida. Se encontraba consternado.

José concluyó:

—Dime, Manuel, con esa vida… y con la planta que tiene, ¿qué te hace pensar que si alguien quisiera matarle podría hacerlo sin más…? Como te he dicho antes, nosotros solo somos unos frailes…, pero Nemesio… Y ahora, ¿qué…? ¿Nos dirás, viejo amigo, quién quiere matarte?