Capítulo XXIV
Una vez José decidió que se marcharían al amanecer del siguiente día, quedaba poner al corriente a los demás frailes de sus planes. José se acercó a la habitación donde se encontraban velando el cuerpo de su superior, y les pidió que salieran un momento. Una vez fuera de allí, les condujo hasta la pequeña habitación de estudio de Francisco. Con todos reunidos, comenzó a hablar. Les explicó lo que iban a hacer, el segundo plan de Elías. Lógicamente, les ocultó ciertos detalles. Ninguno de los demás frailes le interrumpió. Unos diez minutos después, concluyó:
—…y es por ello, que hemos de elegir a quien sustituya a Francisco.
Extrañados y apenados, por verse separados de su reliquia, y de tres de sus hermanos, en tan poco tiempo, asintieron, tristes, a José.
—Remigio… —dijo José—. El superior deberías de ser tú.
Ninguno de los frailes se opuso, a pesar de que a Matías, aquello, no le gustó precisamente. Desde hacía bastante tiempo, aquella pequeña y humilde congregación contaba con el beneplácito de los superiores regionales, para hacer y deshacer a su antojo.
Hernando, el superior anterior a Francisco, provenía de una acaudalada familia de la costa. Habían hecho una considerable fortuna. El padre de Hernando y su tío eran los dueños de una flota de barcos de pesca. Nadie lo hubiera dicho cuando de jóvenes, comenzaron a pescar para quitar el hambre, siguiendo la tradición familiar. Como Hernando era el pequeño de siete hermanos, el padre lo hizo estudiar en un seminario: siempre estuvo bien visto tener un familiar en el clero. Hernando, siempre se llevó muy bien con su padre, y cuando le dijo que quería ser fraile, no le puso ninguna objeción. Terminó en San Lorenzo. Pero claro, aquel era un lugar tan humilde que el padre de Hernando, quiso que, gracias a una buena cantidad de dinero, y a dos mujeres de vida alegre, se decidiese otorgar la potestad de elegir al superior en San Lorenzo, solo entre los propios frailes que conformaban la congregación, y sin intromisión posible. De esa manera destacaría entre los demás lugares de la provincia. Ya no sería un lugar cualquiera. Hernando, cuando su padre compró aquello, fue el primer elegido sin discusión, en cuanto tuvieron la oportunidad de hacer valer aquel derecho.
El viejo Remigio le miró cariñosamente.
—No, José, deberías de ser tú.
—Yo me marcho, hermano… —le contestó José.
—El nuevo superior… ha de ser elegido por todos… —dijo un tímido Matías.
El joven Tomás, que nunca se interponía en las decisiones de cualquiera de sus hermanos de mayor edad, todos ellos, estuvo de acuerdo con Remigio, y mientras miraba un tanto díscolo a Matías, ya que conocía de sobra sus intenciones, dijo:
—José, Remigio tiene razón…, deberías quedarte y ocupar tú el cargo…, ser nuestro superior…
Le temblaba incluso la voz. Saber que José y Elías se marcharían, le entristeció más aún que la muerte de Francisco.
—Gracias, Tomás, pero no puedo quedarme…, nada me gustaría más que hacerlo y poder pasar aquí el resto de mi vida. Pero no puedo… no puedo…
Todos se empezaron a mirar con disimulo ante lo que sabían que llegaría ahora. Deberían de elegir a uno de entre ellos para que fuese el siguiente superior. Y de los seis frailes que se encontraban allí, solo cuatro podían optar a ese puesto.
—Bien… —dijo José—. Comencemos: hermano Matías… ¿quién, por la gracia de Dios y con la ayuda del Espíritu Santo, debería de guiar estas almas en este santo lugar?
—Eduardo, con la gracia de Dios y la ayuda del Espíritu Santo.
Uno a uno, José preguntó a los demás. Cuando terminó, solo quedaba él por ejercer su derecho. La votación fue rápida y prevista: Matías y Eduardo se votaron el uno al otro. No se podía votar ninguno a sí mismo. Tomás y Remigio votaron a José, ya que si bien se marcharía de allí, era fraile de aquella congregación, y si salía elegido y no quería tal honor, se debería decantar por alguien de su elección. Elías, por supuesto, eligió a Remigio. Una mirada de José le bastó para saber a quién debería elegir. Quedaba él mismo. La pregunta pertinente se la hizo Remigio.
—Tomás, con la gracia de Dios y la ayuda del Espíritu Santo —contestó José.
El elegido era José, ya que fue el único con dos votos. Como no podía ejercer como superior al ausentarse en breve, tuvo que elegir a quien se ocupara de serlo en su ausencia.
—Que Dios me ayude… y me dé fuerzas para elegir sabiamente a quien ha de ocupar mi lugar… —Los demás le miraban expectantes—. El superior de San Lorenzo será… Tomás.
Remigio y Elías se miraron y sonrieron pícaros. Remigio estaba muy contento, no quería ser él, el elegido: demasiadas preocupaciones para un hombre de su edad. Matías y Eduardo, un tanto enfurruñados, aceptaron la decisión de José con toda la humildad que pudieron demostrar. Tomás se quedó petrificado.
El joven Tomás sabía que aquella decisión se basaba en el hecho del descarte, no era ningún estúpido: sabía que incluso Elías habría sido, a pesar de su inexistente capacidad para hablar, un hombre mucho mejor preparado y mucho mejor aceptado que él mismo para el puesto. Por no hablar de José, claro está, pero ambos se ausentarían durante un tiempo. Remigio era la siguiente persona, según su criterio, que debería de ser superior en San Lorenzo, pero le había pedido a José expresamente, y delante de todos, que no se le eligiera a él por su edad. Matías y Eduardo eran, digamos… el otro frente. Eran del todo inofensivos, pero consideraba que el superior no debería ser alguien que quisiera aquel puesto por el ansia de poder. Aunque fuese un poder un tanto ínfimo, dada la minúscula congregación de aquel lugar.
—¡Hermano… hermano…! —José tuvo que ponerle la mano en el hombro y elevar un poco la voz.
—¿Sí…? —Tomás elevó la vista poco a poco.
—Levántate de la silla y ponte en pie.
Tomás obedeció. Al ponerse de pie sintió un poco de vértigo. Miró a los demás y luego a José, que le preguntó:
—¿Aceptas, Tomás…?
—Sí…
Lo pronunció tan bajo que no se oyó ni él mismo.
José cogió de mano de Elías el crucifijo de San Lorenzo. Lo llevaba consigo cuando entraron a proceder con la elección, y había presidido la humilde ceremonia sobre la mesa. Como con todos los elegidos como superiores allí. Le dijo en voz baja:
—Arrodíllate.
Tomás obedeció. Le acercó el crucifijo y lo puso a la altura de la boca del joven fraile.
—Tomás de Zóquita… ¿juras cumplir con tu cargo con benevolencia y justicia, por la sagrada cruz de San Lorenzo?
—Sí… sí…, lo… juro… —Y besó la reliquia.
José se agachó y le miró con cariño. Luego, le susurró:
—Ahora debe levantarse…, padre…
Tras levantarse, José se arrodilló ante él y le besó la mano. Uno a uno, los demás le siguieron.
Cuando terminaron, entraron de nuevo a velar a Francisco, Remigio, Tomás, Matías y Eduardo.
José le pidió a Elías que comenzase a preparar su equipaje y el de los niños. Después, instó a Remigio a que saliese un momento:
—Hermano, deberías haber sido tú…, pero te entiendo… —José le miraba con un profundo respeto—. Te pido, por favor, que le ayudes.
El viejo Remigio sonrió. A la vez, una lagrimilla afloraba en uno de sus ojos.
—No sé si lloro por Francisco… o porque nos dejáis…
—Remigio…
—José… —le interrumpió el cocinero—.Tienes cosas que hacer… y nosotros también… Tienes mi palabra, hermano… Por favor…, venid antes de que este pobre viejo se reúna con el Altísimo…
Luego, volvió al velatorio. José, tragando saliva, no le pudo ni contestar.
Todavía de noche, a la mañana siguiente, dos frailes cargados con dos bebés llegaban a El Arroyo. Portaban también una bolsa de cuero cada uno, con sus cosas. Irene, Nemesio y Manuel esperaban junto al camino.
Prefirieron no despedirse de los demás frailes, la situación habría sido tensa y triste. Abordaron con los niños el camino que descendía desde San Lorenzo y se fueron alejando sin mirar atrás, pues se habían prometido mutuamente la noche anterior que no lo tomarían como una despedida, sino como un «hasta pronto». La verdad era, que consideraban aquel viaje un paréntesis en su estancia en San Lorenzo, como cuando años atrás marcharon ambos a hacer la penitencia impuesta por el obispo a José, tras la muerte de Horacio, en Tierra Santa.
Nemesio, cuando Irene le contó los planes de los frailes, había preparado su propia carreta con dos caballos: uno era suyo, el otro lo había encontrado en su cuadra hacía unos días, de la noche a la mañana. No quiso saber cómo había llegado allí.
Fue Elías, quien tras abandonar con los lobos a Guillermo, le bajó, a la noche siguiente, el animal sin que el tabernero se enterase. Manuel sí que sabía de quién era, pero no dijo nada: el miedo no le dejaba, a pesar de que José le instó a que contara con Nemesio para lo que fuera. El pobre porquero no habría soportado que le ocurriese algo.
—Padres, permítanme que les deje mis caballos para su viaje…
Elías le dio la mano mientras asentía con la cabeza. José miraba alternativamente a Nemesio, a los caballos y a la carreta, sin acabar de comprender, y le dijo:
—Nemesio…, vamos a ver…
Pero Nemesio se dio la vuelta y se marchó sin esperar a oír lo que le quería decir. Odiaba las despedidas. Y aquella era especialmente dolorosa. Saber que tal vez no los volvería a ver, le provocó una tremenda angustia que le ahogaba por momentos.
—Pero Nemesio… —José trató de insistir.
—¡Déjese de historias…! —El tabernero se había girado y, mientras se sorbía los mocos y se limpiaba las lágrimas, le gritaba—. Y cuando lleguen… ¡me envían la carreta de vuelta…!
Luego entró en la taberna y cerró la puerta de golpe. Elías y José sintieron que les habían golpeado con una maza en el pecho. Ambos entendieron al gigantón.
—Pa… pa… drrreeessss… —Manuel estaba visiblemente hundido—, des… des… de… que Ire… Irere… Irene… shhhe… lo con… tó… nnnn… nnn… nnno… ha… pa… rado… de… llo… llorrr… llorar…
El pobre porquero trataba de mantenerse lo más entero que podía, pero era completamente incapaz de dejar de temblar. Y esta vez no era por la falta de vino.
Elías y José le abrazaron. Ninguno de los dos le dijo nada. A cambio, le miraron como un hombre mira a un igual. Manuel les agarró a los dos de la nuca con sus manos y les dijo:
—Vuvu… vu… elvan… vu… el… van…, se… lo… ru… rue… go…
Ambos asintieron y entró en la taberna con Nemesio. Estaba bebiendo vino. Se sentó con él. El tabernero le sirvió un vaso. Los dos lo alzaron. Nemesio habló:
—Por su vuelta.
Bebieron sin decirse nada más. No podían.
Irene observó todo bastante acongojada. Nunca había visto, en toda su vida, a cuatro hombres que se despidieran con tanto respeto, con tanta tristeza, y con tanto cariño. Sabía que la gente adoraba a aquellos dos ángeles, pero no pensó en ningún momento que pudiese ser tanto. José le dio un momento a Dimas a Elías, se acercó hasta Irene y la ayudó a subir a la carreta. Ella no se atrevía a mirarle a la cara, dado su último encuentro. Aun así, le dio las gracias. Luego, colocó en la parte de atrás el equipaje: tres pequeñas bolsas de cuero. Entregó a Dimas a Irene, y luego cogió a Gestas y se subió en la parte de atrás, cómodamente sentado, junto a ella. Elías llevaría las riendas. Azuzó un poco a los caballos y comenzaron a andar al paso.
La carreta avanzaba a trompicones por el empedrado y nevado camino. Portaba cinco almas. Dos bebés que dormían plácidamente, dos frailes, y una, hasta el día anterior, ramera. Ninguno de los adultos hablaba. Los tres estaban absortos en sus propios pensamientos.
Irene fue la única que no se fue del lugar con pena. La perspectiva de alejarse de todo, y de tener la posibilidad de empezar de nuevo muy lejos de allí, y junto al hombre que amaba, se sintiese o no correspondida, la abrumaba de felicidad. Saber que pasaría con José buena parte del tiempo, dado que vivirían juntos, la otorgaba una serenidad y una paz interior que no sabía que existieran hasta aquel momento. Miró al niño entre sus brazos. Dimas. Pensó que para que todo fuese perfecto, solo faltaba que aquel niño hubiese sido suyo de verdad, y el padre de este, José. ¿Quién era el padre?..., ¿y la madre…? La verdad, no la importó lo más mínimo. Los vaivenes de la carreta, con algún pequeño coscorrón incluido, no la conseguían quitar la sonrisa de la boca. Elías se giró y la guiñó un ojo. Le devolvió el guiño. Seguía sonriendo.
No habría cambiado, ni aunque hubiese vivido mil años, la incomodidad de aquel viaje por nada del mundo. Comenzaba de nuevo su vida, seguro.
Elías sí que estaba un tanto apenado. Dejar a sus hermanos le había entristecido, así como no haber acudido al funeral de Francisco. Luego pensó en Urbana. Pobre mujer. Pasó toda su vida vilipendiada por tratar de seguir unos conocimientos y una forma de vida única, y ello la llevó a encontrar la muerte. Bueno, ello… y el padre de los bebés… Tendría tiempo de indagar algo sobre él en la corte, ¿o se encargaría aquel encapuchado de él? En fin, ahora estaban enfrascados en algo mucho más grande de lo que nunca se hubiesen imaginado. ¿Correrían peligro los niños en un lugar desconocido para ellos, como era la corte de Carlos II? No. Buscarían cobijo en algún lugar fuera de ella, pero no alejado. Se dio la vuelta y miró a los bebés. Luego a Irene. Esta le miró también y la guiñó un ojo. Ella le devolvió el guiño. Se volvió a girar. Con ella estarían bien. Con ellos cerca, estarían bien. Se pasó el pulgar por los tres puntos tatuados en su mano, y pensó:
«Nos cargamos a ese enclenque, y volvemos todos a San Lorenzo».
José era, de los tres, el que con diferencia más entristecido estaba. Abandonar San Lorenzo le estaba resultando duro, muy duro. Sabía que no tenía elección, pero no eran sus deberes y promesas las que le tenían martirizado. Sus penas eran varias, pero por los motivos que dejaba atrás, y no por lo que pudiera hacer a partir de entonces. Los frailes, Magdalena y Leonor, Nemesio y Manuel… y la inmensa mayoría de la gente del valle. Les echaría a todos de menos. Sabía que durante su ausencia, Nemesio se esforzaría en tratar de proveer de la comida que pudiese a las primas de Urbana. De este modo, algunos estómagos podrían llenarse con un poco de pan. También sabía que el tabernero se encargaría de cuidar a Manuel. Pero también sabía que las muertes que se habían producido últimamente, no harían sino preocupar a todo el mundo: Felisa, Ana, Ángela, Guillermo (¿dónde demonios estaban los restos de su cuerpo?), Urbana, Francisco…, todas ellas ausencias notables. Pero para él, Ángela, Urbana y su mentor, le habían supuesto unos durísimos golpes. Al repasar estas muertes, no pudo por menos que sentir una profunda pena por no despedir, en el funeral, a Francisco. La cabeza le dolía de nuevo. Dejaban atrás un lugar maravilloso y se embarcaban en un viaje que les conduciría a… cometer un crimen…, sin que ellos lo perpetrasen… o bueno, sí…, pero…
Indagaría en sus recuerdos, tratando de descubrir formas y paliativos para que el monarca no sufriese al morir… Luego, decidió no pensar en eso, ya tendría tiempo.
Miró con cariño a Gestas.
Debía de ser fuerte. Debía de serlo por ellos. Debía de serlo por el propio Elías. Debía de serlo por el bien de la hermandad, a la que le habían jurado obediencia.
A su espalda iba Elías. Erguido. Inquebrantable. Sereno. Afectuoso y letal. El hombre que nunca le había abandonado: su hermano.
A su lado Irene.
Irene…
La miraba cómo cuidaba con cariño a Dimas. Aún no le había mirado. Él a ella, sí. Sabía de sobra que todavía estaría avergonzada por su declaración de amor. A él eso no le importaba lo más mínimo. Seguiría amándola y cuidándola sin ningún reparo. Y pobre del que osara hacerla daño. Sospechaba que Elías y ella se habían confabulado para hacer aquel viaje…, bueno, ¿y qué más daba eso? Era una mujer con una fuerza y con unas ganas de enderezar su rumbo a prueba de cañonazos. Si no, estaba seguro de que no habría hecho ese viaje con ellos. Un cambio que la vendría bien, muy bien. ¿La pondrían al corriente de sus verdaderas intenciones en la corte? No, mejor no. Deberían de ser cautos, no tenían que mezclarla en aquello.
Volvió a mirarla.
Era guapa… ¡guapísima! Era una mujer por la que seguramente más de un hombre mataría…
Ella levantó un poco la vista, giró la cabeza y vio que él la estaba mirando. La agachó avergonzada. José la apartó un poco el pelo de la cara, y la hizo mirarle de nuevo.
—Irene… me enorgullece que intentes dejar atrás tu anterior vida…, que hayas decidido venir con nosotros…
Irene asintió, profundamente agradecida por aquellas pocas palabras en boca de José, mientras este pensaba en todos los problemas que dejaban atrás… y en los que estarían con toda seguridad por venir. Al hacerlo, también pensó en las personas que quedaban atrás, y en las que encontrarían en el sinuoso camino que, a veces, escoge la vida para todos y cada uno de nosotros.
Y pensó… que, de entre toda esa gente, podía sentirse afortunado, pues las cuatro personas con vida que más le importaban ahora mismo, se encontraban con él en una carreta que trataba de avanzar entre la nieve, camino de… ¿cambiar… España…? ¿El mundo…?
¡Bufff…!
… con lo difícil que era cambiar la vida de un solo hombre…