Capítulo XLV

Batalla de Cassano, Italia, 16 de agosto de 1705.

Luis José de Borbón, duque de Vendôme, gracias a los refuerzos recientemente recibidos, intentó someter, con su ejército, a Víctor Amadeo II de Saboya, quien hacía poco se había aliado con el partido austríaco. Estuvo a punto de logarlo, pero el duque de Saboya pidió al emperador que fuera en su ayuda. El príncipe Eugenio de Saboya era quien iba al frente de tales refuerzos y se enfrentó a las tropas de Luis José de Borbón. El comienzo de la carnicería, una más de las tantas que hubo durante la guerra de Sucesión española, tuvo lugar en las márgenes del río Adda. El feroz y despiadado ataque de Eugenio de Saboya pilló tan desprevenidas a las tropas del duque de Vendôme, que no tuvieron más remedio que tratar de salir de allí como fuera para organizar posteriormente una contraofensiva. Muchos hombres huyeron despavoridos campo a través. Otros, la mayoría, trataron de cruzar el río para ponerse a salvo en la otra orilla. Cientos murieron ahogados.

Ante las notables y cuantiosas pérdidas que pudiese llegar a sufrir, al intentar cruzar el río, más por lo profundo que era que por los envites de las tropas del Borbón, Eugenio de Saboya trató de desviar la contienda a Cassano. Las tropas francesas avanzaron hacia él a marchas forzadas, pero aun así, Eugenio de Saboya no cambió de idea y les hizo cruzar el río de nuevo. Tras esto, las tropas francesas contraatacaron y obligaron, esta vez, a que fueran las tropas austríacas las que cruzaran el río.

Un toma y daca continuo. El Adda se volvió tan rojo, que parecía que una de las siete plagas de la Biblia se había cumplido.

Por dos veces, el duque de Vendôme se puso a la cabeza de sus hombres guiándolos en la batalla, pero, tras las numerosas bajas, fue listo y decidió esperar su momento: retrocedieron de nuevo y se refugiaron en la otra orilla del río. Los austríacos no acababan de ser capaces de atravesarlo, con los menores daños posibles, y proceder con la definitiva acometida que decantara la suerte a su favor.

Por otra parte, el ala derecha de los franceses había sufrido tan cuantiosas y terribles pérdidas que muchos hombres, varios batallones, se vieron obligados a huir. Los que se quedaron, a pesar del temor y la certeza casi absoluta de que jamás saldrían vivos de allí, se replegaron ante las órdenes de Luis José de Borbón y esperaron a atacar de nuevo.

Chuscos de pan negro y duro, y una gallina por cada cuatro soldados, cada tres días, afilaron de manera exagerada las miradas de los hombres a ambos lados del río. ¿Que comían casi lo mismo ambos bandos? También ambos bandos se encontraban luchando, sin recursos, en el mismo lugar. Las granjas cercanas fueron expoliadas de forma sistemática por soldados de uno y otro lado. Los franceses, muy vivos y zorros ellos, se apresuraban a hacer incursiones con patrullas en las mismas, aun sabiendo que sus oponentes podrían encontrarlos. El premio: algún que otro cerdo. Pero eran tantos que la carne porcina apenas les duraba un par de días. Además, los mandos reclamaban tales delicatessen para sí.

Como en todas las guerras, los hombres no solo se veían condicionados y obligados a cometer crímenes y atrocidades por doquier, sino que además, se dormían todas las noches soñando con un plato de una triste sopa que sus madres o esposas, les preparaban con asiduidad antes de partir a la guerra. Las penalidades en el frente siempre fueron una tediosa constante.

Siempre hubo gente que nació con estrella, y quien nació estrellado.

Si las penalidades a sufrir no eran suficientes, a todo ello había que añadir que si un hombre, por pericia o casualidad, poseía alguna cosa de valor, en medio de un sitio así, esta le era arrebatada. Por lo general, su vida también iba con ella.

Eso es lo que le pasó, la noche anterior del comienzo de la batalla, al bueno de Ausencio.

Hábil y pillo como el que más, se había encargado él solito de proveerse de una buena ración de huevos: más de veinte. Lástima que, durante las largas marchas de los hombres comandados por Eugenio de Saboya, llevarse varias gallinas con él, no hubiera sido factible. Pensaba que si pudiese tener unas pocas…, solo unas pocas, podría comer unos huevos todos los días. A cambio, se consoló pensando en el festín que se daría, en breve, gracias a los huevos… extraviados, delante de las mismas narices del cocinero.

La tarde anterior, pasaron cerca de una granja bastante cochambrosa, y requisaron todo lo que pudieron en el nombre de España y del legítimo rey. Los huevos, los había cambiado de sitio esa misma tarde: se los había robado al ayudante de cocina, un pobre muchacho de apenas doce años. No se sintió culpable, al fin y al cabo, él mismo, junto a siete hombres más, los habían requisado de la granja el día anterior. Ni siquiera la culpa le lastimó lo más mínimo por el hecho de que, tal vez, alguno de sus compañeros pasara hambre por aquello, pues estaba plenamente convencido de que no tendrían más hambre que él. Pero fue descubierto.

Tres soldados le golpearon y le arrastraron lejos de las miradas de los demás, que ni se acercaron a ellos pues pensaban que estaban dirimiendo una disputa por el juego de dados, ya que era conocido, de sobra, el interés de Ausencio por el juego. La oscuridad de la inminente noche, les protegía de aquellas posibles miradas curiosas.

—¡Dale! ¡Dale! ¡Reviéntale las tripas a ese cabrón!

—¡Písale la cabeza! ¡Raja el cuello a ese bastardo!

Dos de los tres soldados que le descubrieron, animaban al otro sin parar; le estaba propinando a Ausencio tal paliza, que tenía pinta de ser la última que recibiría en su corta vida, pues apenas tenía veinte años.

El hombre que le pegaba, un hombre con hechuras de poder comer piedras, se agachó y le cogió del cuello. Luego lo levantó hasta ponerlo a su altura.

—¿Qué vamos a hacer contigo? —le dijo aquel hombre.

—Algo ejemplar…, ¡arráncale los cojones de cuajo!... ja, ja, ja…

—¡No! ¡Mejor lo abrimos en canal… y esperamos a que se muera…! Ja, ja, ja…

Los otros dos hombres se lo estaban pasando pipa. Ninguno de los tres dejaría que el ladrón se fuese sin más: le matarían. Total, suponían que al día siguiente, aquello estaría, más pronto que tarde, lleno de cadáveres.

Uno de ellos, se giró y vio a aquel hombre que unos días antes se había unido a ellos mismos y sus compañeros. Montaba un caballo espectacular, cuyo nombre hizo reír a más de uno cuando se enteraron: Babieca. Tras dejar a cuatro hombres en el suelo inconscientes en apenas cinco segundos, cuando se rieron del nombre de su caballo, un cabo le preguntó, con curiosidad y respeto, por ese nombre:

—Porque su padre también se llamaba así. —Fue todo lo que le dijo al cabo.

Después de aquel encontronazo, temían hablar con él, pero más de uno trataba de observarle por las noches pues, con el enorme arco que llevaba, le quitó de la oreja a Babieca una hoja sin que ni el caballo, ni él mismo, se inmutaran lo más mínimo: la flecha fue disparada con una perfección que les dejó asombrados. No le volvieron a ver usarlo.

Un superviviente, del sitio de Ceba, le reconoció: allí le llamaron el Fantasma, pues casi siempre estaba con su capucha puesta, aparecía y desaparecía por arte de magia, y cuando creían verle detrás, de pronto, estaba ante ellos. Mucho se habló sobre su actuación en Ceba. Tanto, que los hombres comenzaron a ver en él a un enviado de la muerte. Sin embargo, llevaba varios días allí y ni siquiera se mezclaba con ellos para beber.

Cuando le vio, sonrió y les dijo a los demás:

—¡Oíd! ¿Y si le decimos… al Fantasma… que juegue con él?

—¿Que juegue…? —preguntó uno.

—Sí, hombre, lo atamos a un árbol… y que se lo cargue a flechazos…, ¡será divertido…! ¡Yo nunca le he visto usarlo! —le contestó.

—¡Sí! Je, je, je…, ¡será divertido!

—¡Eh…! ¡Fantoche! ¡Ven aquí a ayudarnos con este ladrón!

El encapuchado se giró y vio a cuatro hombres. A uno de ellos parecía que le habían pasado ciento de caballos por encima. Tenía la cabeza ladeada y gemía de forma débil. Una baba constante, de sangre, le caía de la boca hasta el suelo. Tiró despacio de las riendas de su caballo y se acercó hasta ellos. No habló. Cuando llegó a su altura, estaban atando a un árbol al pobre Ausencio.

—¡Queremos verte usar tu arco! Anda…, aléjate un poco y atraviesa a este perro… je, je, je…

El encapuchado miró a los ojos de Ausencio. Le había visto varias veces. Le pareció un muchacho, como tantos otros, que, en ese ejército, no tenían futuro.

Cuando vio cómo le terminaban de atar la primera de las dos cuerdas con las que pensaban hacerlo, sintió como si en la cabeza le hubiesen golpeado con una maza de herrero, y todo lo que percibía era de un blanco muy luminoso. En apenas dos segundos, ese blanco se difuminó… y a quien vio allí atada, esperando la muerte, fue a Urbana. La ataron a un poste para matarla; a ese muchacho le ataron a un árbol para matarlo. Volvió rápidamente a ver al muchacho.

Le miró a los ojos…, una mirada suplicante de Ausencio, le pedía que no lo hiciera.

El encapuchado se giró sobre sí mismo y cogió su arco y su aljaba. Dejó a Babieca suelto, no iría a ninguna parte. Era tan bueno y dócil como lo fue su padre, su primer caballo. Se lo arrebataron en Ceba. Por suerte, su hijo había medrado en una casita del sur de Francia, bien cuidado, y bien alimentado.

Se alejó unos cuantos pasos de allí. Mientras lo hacía, los tres hombres reían a carcajadas, y agradecían con grandes aspavientos que aquel desconocido se prestara a ayudarles a acabar con ese ladrón. Estaban terminando de atarle. El encapuchado se giró y colocó dos flechas en su arco, lo tensó en horizontal… y disparó sin que aquellos hombres se hubiesen apartado del árbol. No pudieron gritar: las flechas, de forma increíble, les habían atravesado a los dos sus gargantas. Luego, cogió raudo otra flecha y, cuando el tercero, incrédulo, le miró sin comprender, le disparó una tercera flecha que le dio en el corazón. Tres segundos, tres flechas, tres muertos.

Ausencio se orinó: ahora vendría él, seguro. Pero el encapuchado le soltó y le ayudó a llegar hasta el río. Allí le lavó un poco y, de noche cerrada ya, magullado e inmensamente agradecido, por haberle salvado la vida, compartió los huevos robados con él.

Al día siguiente, hacia el mediodía, el de la batalla, Ausencio observó al Fantasma inclinado sobre un pequeño fuego, cocinando algo. Se le acercó.

—No deberías estar aquí, amigo… —miraba nervioso detrás de él—, hemos de avanzar hasta cruzar el río.

El Fantasma no le miró siquiera. Removía los pedacitos de calabaza, con cuidado, que flotaban en un caldo cada vez más espeso. Ausencio le habló de nuevo:

—Escucha… —Le puso una mano en el hombro.

El encapuchado, se giró y le miró furioso. Ausencio quitó rápidamente su mano mientras le miraba extrañado. ¡Qué hombre tan raro! Le salvó la vida, y mientras cenaban los huevos la noche anterior, apenas pronunció diez palabras, por las seguramente miles que dijo él:

—Deberías callarte, los huevos se enfrían. Come despacio y calla.

Apuntó con la cabeza hacia los demás hombres y Ausencio se unió a ellos. No volvió a ver al Fantasma.

Andrés Hurtado de Ametzaga y Unzaga era tenido por los hombres como un temerario soldado, un condenado mujeriego y un estupendo jugador de dados. Es decir, uno más entre ellos. Antes de haber acabado en las márgenes del Adda con treinta y un años, luchó con valor en los campos de Flandes y en varios lugares más de Italia. Se distinguió con valentía en la batalla de Hersman, y cuando le pedían que contara aquello, accedía a cambio de una jarra de vino. Lo que muchos hombres no sabían allí, era que había luchado en Hungría, contra los turcos, y que, tras ello, fue incluso capitán de la guardia del mismísimo príncipe de Vaudémont, hombre que, bajo sus órdenes, también tuvo a más hermanos suyos, entre ellos Joaquín, cuyo cuerpo fue encontrado en un estado realmente lamentable tras el sitio de Ceba.

Durante una de las contraofensivas llevadas a cabo a lo largo de las primeras horas de la tarde, quedó atrapado en el río junto a varios hombres más. Lo peor de aquella situación no era que no pudiese salir, sino que, además, al estar en el río, todos se encontraban atrapados entre dos fuegos. A Andrés, la sangre y las vísceras de compañeros y enemigos, se le metían en los ojos y se le enredaban en los brazos, haciendo casi imposible el tratar de avanzar. A pesar de ello y, tras un inhumano esfuerzo, llegó a la orilla. Bueno, llegó a una de ellas, no sabía dónde se encontraba. Exhausto, al llegar le pareció ver a un hombre, pero no estaba muy seguro de si era amigo o enemigo. Tras tratar de recuperar el aliento, durante unos segundos, en los cuales no pudo hacer más esfuerzo que respirar, llegó a la conclusión de que aquel hombre si fuese del bando contrario, ya le habría disparado. De modo que le tendió una mano para tratar de salir del agua. El hombre se la cogió y empezó a tirar de él. Cuando pudo sacar la mitad de su cuerpo del río, le miró para darle las gracias.

Tuvo que mirarle dos veces.

Aquel hombre encapuchado tenía los ojos pintados de negro y unas rayas anaranjadas sobre el pómulo derecho.

—Pero… ¿qué…?

Andrés no pudo decir nada más. Le hundió su cabeza en el agua y pataleó por espacio de algo menos de un minuto. De nada sirvieron sus esfuerzos y manotazos. Cuando expiró, sus ojos estaban muy abiertos; en su rostro se observaba una enorme sorpresa. Flotaba boca arriba y se alejaba poco a poco sobre las encarnadas aguas. Al pasar al lado de otro cadáver, se quedó enganchado a él. Absolutamente nadie se percató de que tal cosa hubiese sucedido en la orilla del río.

El encapuchado sonrió y se dijo a sí mismo:

«Madre…, uno menos…».

Se marchó de allí tan rápido como pudo. Casi a la altura de Babieca, Ausencio se encontraba inmóvil en el suelo con una grotesca muesca en el rostro y un gran charco de sangre que salía de debajo de él: un mosquetazo le había atravesado el pecho.

A pesar de las constantes acometidas llevadas a cabo por los austríacos, no consiguieron cruzar el río con comodidad y claridad, de modo que los franceses cogieron ventaja y Eugenio de Saboya tuvo que dar, muy a su pesar, la orden de replegarse. La estrategia de Luis José de Borbón había dado resultado: la pólvora de las armas de los austríacos se habían mojado tratando de pasar el río, mientras que las suyas se habían secado al esperarles apostados.

La batalla duró cuatro horas, desde la una hasta las cinco de la tarde.

Los hombres de Eugenio de Saboya no fueron perseguidos tras su retirada. Llegaron hasta Treviglio y una vez allí, mandó llevar a los heridos a Palazzuolo. Las cifras del desastre le hicieron dudar de la existencia de Dios: seis mil quinientos ochenta y cuatro muertos en el campo de batalla, mil novecientos cuarenta y dos prisioneros y cuatro mil trescientos cuarenta y siete heridos en Palazzuolo, donde se encontraban entre los demás soldados el príncipe de Lorena y el príncipe de Wurtemberg. Ambos fallecieron de sus heridas poco después. El mismo Eugenio acabó herido.

La resistencia del duque de Vendôme y sus hombres en Cassano, destrozó los planes de Eugenio de Saboya para tomar el Piamonte y ayudar al duque de Saboya. Los austríacos fueron obligados por ello a establecer sus acuartelamientos de invierno, gracias a lo cual, el duque de Berwick terminó aquella campaña con la toma del castillo de Niza.

Tras la caída del castillo, el duque de Saboya se vio privado de toda posibilidad de recibir refuerzos. Parecía que la balanza comenzaba, aunque de forma débil, a decantarse del lado francés.

Todo esto, hacía que gran parte de Europa se preguntase si la guerra merecía la pena. A nadie parecía importarle ya si los vencedores serían los de uno u otro bando. Los únicos que de verdad querían que aquel conflicto continuase eran los nobles y reyes que estaban al mando. Las fronteras cambiaban casi con cada tictac del reloj, y eso animaba a los vencedores a continuar, y a los perdedores a tratar de recuperar lo perdido.

Pero fuera de la nobleza, sí que hubo un hombre que no veía con malos ojos la contienda. Un hombre que se paseó durante horas por Palazzuolo, comprobando que una vez más, la codicia de unos pocos hacía sangrar a los pobres: el Fantasma.

Sin embargo…, sonreía.

Guerra: el escenario ideal para una venganza.