Capítulo XLIV

Elías le cogió del brazo y, tras beber un poco de vino, salieron juntos a la calle. Su intención era la de dar un pequeño paseo junto a él, pues sabía de sobra que le estaba doliendo la cabeza. A lo largo de los años, José llegó a probar innumerables pociones y fórmulas de lo más variadas para eliminar esos dolores, pero todo se quedó en el intento. Al menos, sí que los pudo mitigar. Sin embargo, el paseo se quedó en nada. En la calle estaba Eva tratando de saber por qué lloraba Gestas. Unos instantes más tarde, Lucía venía con Dimas de la mano. La anciana les habló:

—Se estaba pegando con unos muchachos…, bueno, él —señaló a Dimas—… porque se habían burlado de su hermano.

—¡Le llamaron jorobado!... y…

—Espera, Dimas, espera…, tranquilízate un poco… —le dijo José tratando de calmarle. Estaba bastante nervioso.

—Está bien…, fuimos a jugar allí… —Dimas señaló una casita al lado del Salcedón—, y dos niños y una niña vinieron a jugar con nosotros. Jugamos a las tabas y cuando la tocó tirar a ella, Gestas recogió los huesos y se los dejó entre las dos manos. Entonces los otros dos le dijeron… que no la tocara… que era un jorobado… y que traía mala suerte que un jorobado tocase a otra persona en la mano. ¡Y más él… que tiene esa mano tan deforme!... Gestas se fue llorando y yo me pegué con ellos…, eran dos y muy fuertes… ¡jo!..., pero les hice comer barro…

Vaya…, no habían tardado mucho…

Los niños se distinguen siempre porque solo saben decir la verdad. Bueno, al menos hasta una edad. Pero esa capacidad puede ser cruel, muy cruel. Los niños aprenden todo lo que les dicen sus mayores, grabándolo a fuego en su mente, y si los mayores son necios, ignorantes y temerosos de ciertas supercherías…

Gestas estaba llorando un poco menos. Se tranquilizaba por momentos, pero aún gemía un poco. Entonces, Lucía le llevó de la mano hasta la puerta de la entrada de la casa. Le señaló la carlina que decoraba la parte central superior. El niño la miraba extrañado. Estaba tan alta que no la había visto antes. Dimas también se acercó. Lucía la descolgó y les dijo que entrasen, junto al fuego, que allí se lo explicaría.

Irene había ido a hacer la visita de rigor a sus anteriores compañeras, Eva y los frailes entraron con Lucía y los niños. Sin haber comenzado a hablar, Eva dijo que de historias nada, que se sentasen todos a comer, y que después ya se acercarían al fuego a oír a Lucía. Hacía frío y los frailes pensaron que estar todos juntos al lado del fuego, oyendo a Lucía, podía ser un más que buen plan. Sin embargo, antes de empezar, la obligaron a que fuese con ellos a la habitación de al lado, donde la trataron de nuevo de sus recientes heridas.

Al terminar, los niños ya estaban sentados junto al fuego. Los frailes sonrieron, y tras comer ellos, aunque sabían de sobra qué les iba a contar, se sentaron a su lado. En ese momento entró Irene, y Eva la puso al corriente de lo sucedido. Cuando les vio a todos sentados, Irene la dijo que fuera a su lado, que lo que iba a contar Lucía, la gustaría a ella también, seguro. Irene comió, lo más rápida que pudo, la humeante sopa y se apresuró a juntarse a los demás. Se escaldó hasta la lengua.

El fuego crepitaba. Fuera, el viento había cambiado de ser la fría brisa de la mañana, a arreciar con fuerza. La oscuridad comenzó a invadir la tarde antes de lo habitual. La primera nevada, no tardaría en caer. Tal vez incluso aquella tarde.

José recordó al cuentacuentos. El hombre que, por un poco de comida, era siempre bien recibido en las casas del lugar que tuviesen niños… y en las que no. En un lugar donde saber leer era algo tan poco usual, acercar hasta las casas de la gente aquellas maravillosas historias, junto al fuego, llegaba a convertirse en un auténtico acontecimiento. En algunas casas y con reiteración, cuando llegaba el cuentacuentos, eran varios los vecinos que acompañaban a los moradores del lugar para oír aquellas historias. En las frías tardes, junto al fuego, y con un caldo humeante entre las manos, incluso muchos hombres cambiaban un par de tragos de vino de más en la taberna por aquello. A tanto llegó, que incluso más de un tabernero tuvo que invitar a comer al cuentacuentos en su local para que la clientela no se marchase de allí.

Irene estaba más nerviosa incluso que los niños, pues en El Arroyo, cuando ejercía de prostituta, los días que llegaba el cuentacuentos solo se le oía a él y se tomaba caldo de gallina: ni vino, ni sexo. Nemesio ya partió los morros a un foráneo que, en medio de un cuento, interrumpió la narración pidiendo vino a gritos. El gigantón fue aplaudido por la mayoría de los que se encontraban allí. Aquel pobre cuentacuentos, tras aquello, miró temeroso a todo el personal, mientras pensaba:

«¡Pero… pero que panda de bestias…!».

Y luego le tuvo que azuzar la propia Irene para que terminara de contar la maravillosa historia del Rey Boabdil y su amada, a la que enamoró como si de un plebeyo se tratara, cortejándola entre los jardines de su palacio, escondiéndose ambos entre los árboles y las plantas para no ser vistos, y entre ellos, llegar incluso a culminar su amor. Todas las prostitutas, y la mayoría de los hombres, aquel día, reunidos en El Arroyo, suspiraron con aquella hermosa historia, y se vieron transportados a la Alhambra y a sus maravillosas estancias. Ni a uno solo le importó que se tratase de dos moros, es más, vieron en ello unos sucesos casi mágicos de un lugar no tan lejano de allí.

Nemesio le invitó también a cenar por haber contado una historia de cerca de donde él nació. Ni qué decir tiene que tras la cena, las prostitutas le rogaron que les contase otra historia. El cuentacuentos se hizo un poco de rogar…, pero al final, aceptó.

Y ya solos en el local, el cuentacuentos les contó la historia de un tal Rodrigo, que nació relativamente cerca del valle, y que incluso después de muerto, ganó una batalla. Todas, de la primera a la última, rieron y lloraron la historia del burgalés, una historia llena de honor, sangre, justicia y amor…, el amor de un hombre… a su amada Jimena… y a su adorada España.

Lucía comenzó a hablar para todos, pero mirando a los niños:

—Según cuenta la leyenda…, al principio, solo estaba Mari…

—¿Quién es Mari...?

—Paciencia, pequeño mamarro…, paciencia, ¿por dónde iba…? Mari, sí… Como os he dicho, al principio… solo estaba Mari. Mari vivía en el Anboto, sola. Y estaba tan sola y triste que decidió crear a alguien que la acompañara: Sugaar. Una vez creado, vivió con él… y cuando están juntos… —Señaló a la ventana. El fuerte viento trajo una tormenta, y los rayos y los truenos comenzaron a sentirse.

Los niños miraban hacia la ventana y exclamaban maravillados:

—Ohhh…

Lucía siguió hablando y los niños volvieron a mirarla:

—Se querían mucho el uno al otro, pero aun teniéndose mutuamente, sentían que les faltaba algo más. Y Mari creó a Amalur… y con ella… la Tierra se formó. Pero Mari creía que la Tierra era demasiado grande para estar yerma y vacía de vida, y como aún no había tenido hijos…, creó al hombre. Pero para que el hombre fuese bueno, creó también seres malvados para que este sintiese la dicha de poder imponerse al mal. Pero los seres malvados comenzaron a hacer tantas travesuras y tanto mal, que los hombres se vieron desbordados. De modo que pidieron ayuda a Amalur:

«Amalur…, humildemente te pedimos que nos ayudes a protegernos de los peligros que nos acechan constantemente…, haz caso de nuestras peticiones y ayúdanos…, te lo rogamos…».

Amalur pidió permiso a Mari, y con su benevolencia, creó la Luna.

Los niños la miraban embelesados con la boca abierta. Los demás, la verdad, lo estaban pasando genial. Lucía elevó la voz:

—¡Cuando los hombres vieron aquel objeto luminoso tan grande en el cielo…! Se escondieron en sus cuevas…, temerosos…, pues no sabían qué podía ser… Tiempo después, pensaron que sería bueno tener algo que iluminara la tierra, siempre tan oscura y tétrica… y comenzaron de nuevo a salir. Lo hicieron muy contentos, pues los toros de fuego…, los bichos voladores… y lo que más temían, ¡los terribles dragones que escupían fuego…! —Movió el fuego bajo con un pequeño tronco y las llamas se avivaron. Los niños, e incluso Eva, miraban maravillados—. No salieron fuera de sus cuevas, pues también temían a la luna. Pero al igual que los hombres, los seres malignos se acostumbraron con el tiempo… y volvieron a hacer de la vida de los hombres un suplicio… Los hombres, entonces, decidieron pedir de nuevo ayuda a Amalur:

«Amalur…, humildemente te pedimos de nuevo ayuda. Los seres de la oscuridad se han acostumbrado a la luna… y te pedimos por ello que nos ofrezcas algo más poderoso para que no puedan salir de las tinieblas…, salen de sus simas y cuevas y no nos dejan en paz…».

Amalur…, de nuevo con permiso de madre Mari…, creó el Sol. Y les dijo a los hombres que él sería el día, y la Luna, la noche. De nuevo los hombres se encerraron bajo tierra temerosos de aquel ser tan poderoso y luminoso en el cielo…, pero con el tiempo, al igual que con la Luna, volvieron a salir. Y se acostumbraron a él y lo adoraron jubilosos, pues como era mucho más poderoso que la Luna, pronto con el calor comenzaron a crecer árboles, plantas y a proliferar otros animales. Incluso Mari se quedó a alguno de aquellos animales para sí, el Zezengorri, y lo puso a cuidar su guarida. Y lo más importante de todo: tan poderoso era el Sol, que los seres de la oscuridad no podían salir de día…, lo intentaron…, pero no pudieron. A partir de entonces, solo actuaban de noche.

José, por favor, ¿me traes un poco de vino…?

Estaban todos tan embelesados con la historia que fueron los niños los que le apremiaron para que Lucía continuara hablando. Rieron aquello con ganas mientras Eva, que no conocía aquel relato, se levantó rauda y veloz, antes que el fraile, y la trajo un vaso de vino. Los frailes e Irene la miraban cómo venía corriendo con el vaso, que casi se la cae, para que la anciana no parase de recitar:

—¿Qué pasa…? Está interesante y me muero por saber cómo acaba…

Se sentó graciosamente de nuevo al lado de Elías, y Lucía, tras un pequeño sorbo, continuó:

—Bueno, vamos a ver…, ¿en qué parte estaba…?

—¡Los malos ya no podían salir con el sol!

Todos, incluso Lucía, rieron a carcajadas las palabras de Dimas.

—Je, je, je…, sí, pequeño, eso es… Bien. Una vez en este punto…, los hombres fueron de nuevo a ver a Amalur. Volvieron a hacerla una petición:

«Amalur…, humildemente venimos de nuevo a solicitar tu ayuda… Los seres oscuros ya no nos molestan de día, pero necesitamos algo para protegernos de ellos por la noche, pues al caer el sol, salen de sus cobijos y nos siguen atormentando…».

Amalur, de nuevo con el beneplácito de Mari, les ofreció algo. Les dijo que era un regalo expreso de la propia Mari a los hombres:

«Crearé una flor tan hermosa, que los seres de la oscuridad creerán que es el Sol, y huirán temerosos ante su presencia. Sin embargo, del mismo modo que se acostumbraron a la Luna, podrían llegar a acostumbrarse a la flor, por ser mucho más pequeña e insignificante. Es por ello que, como al igual que vosotros los hombres, los seres de la oscuridad también son seres creados por mí, les obligaré a que si se encuentran en la puerta de alguna de las casas de los hombres esta flor, deberán de contar todas y cada una de las espinas que posean, y me deberán decir el número exacto antes de que les permita entrar».

Lucía cogió la carlina que descansaba a su lado y se la enseñó a los niños.

—Y Amalur… recogió de las manos de la propia madre Mari la Eguzkilore… y se la entregó al hombre…¡y desde entonces…! nos protege de los seres oscuros…, ¿queréis… tocarla?

Los niños se levantaron despacio. Se acercaron con cuidado. La tocaban con respeto, con mucho respeto. Pasaban sus deditos con tiento por las espinas, mientras no dejaban de decir:

—Ohhh…, vaya…

—No lo sabía…

Y mientras los frailes e Irene sonreían al ver la ilusión en los ojos de los niños, Eva se pronunció:

—Lucía…, perdona, pero… hay algo que no entiendo de esa historia…

—Tú dirás… —contestó la anciana.

—Si… si esa flor nos protege de los seres oscuros…, ¿por qué Mari les puede dejar entrar en nuestra casa si cuentan las espinas?

Todos sonrieron ante aquella pregunta. Lucía la acercó la Eguzkilore y la dijo:

—Adelante…, cuéntalas…

Cuando Eva se dio cuenta de que tenía muchas… muchísimas espinas para contar, los demás ya estaban riéndose de ella sin esconderse. Y fue Irene quien la dijo:

—Para cuando terminen de contarlas…, se les habrá hecho de día…

Cuando Eva lo comprendió, se rio con ganas con los demás. Los niños también…, aunque no entendieron el porqué.

Lucía se quiso tomar un pequeño descanso, pero los niños la apremiaban tanto a que les contara más cosas, que, al final, la anciana se ablandó, y se volvió a dirigir a ellos junto al fuego. Miraba de manera alternativa a los niños y a las llamas. Luego miró a los frailes. José la sonrió. Lucía hizo lo mismo y les señaló el fuego.

—Sabéis lo que significa…, ¿no?

—¡Pues claro…! Que hace frío y que tenemos que calentarnos…

Todos sonrieron esta vez a las palabras de Gestas.

—Cierto, pequeño, cierto…, pero… ¿qué ocurre todos los años…, poco tiempo después de que tengamos que encender el fuego en las casas…?

Los niños, e incluso Eva, lo cual sorprendía gratamente a todos, contestaban de modo alternativo a esa pregunta:

—¡Que nieva!

—¡Que hace mucho frío!

—¡Que podemos asar castañas!

Ahora sí que Lucía tuvo que tomar un buen trago de vino tras el comentario de Dimas. De nuevo los frailes e Irene se reían a carcajadas. Tras el trago, Lucía miró a José. Y este la contestó:

—Que llega la Navidad.

Y los niños se pronunciaron, tras oír aquello, mientras Eva le miraba con una mueca graciosa:

—Ohhh…, es verdad…

—No me acordaba…, nace el niño Jesús…

—Veréis, pequeños… —continuó Lucía—. Cuando en esta tierra moraba el Basajaun, una noche muy fría, hace muchos años…

—¿Qué es el Basaun? —Los niños estaban tan metidos en la historia que Gestas no pudo reprimir el preguntarla.

—Basajaun.

—Bueno, sí eso…, ¿qué es?

—Es…, mirad a José. —Los niños le miraron—. ¿A que es…, no os parece… grande?

—¡Buuuffff…! ¡Es enoooorrrrrme…! ¡Algunas veces, cuando le miro, casi me caigo patrás…! —dijo Dimas. De nuevo, las carcajadas se dejaron oír con fuerza.

—¡Es verdad…, yo también…! —dijo esta vez Gestas.

—Bien… —continuó Lucía—, pues imaginaros cientos de hombres como José, capaces de coger una roca de un quintal de peso y lanzarla desde aquí a la otra orilla del Salcedón.

—¿Qué es un tintal?

—Un quintal es…, ¿veis esa mesa de ahí?

Los niños la miraron, y asintieron a Lucía.

—Pues poned otras cuatro encima de ella… y lo que pesen…, eso es un quintal.

Los niños miraban a José con los ojos como platos y con la boca abierta. Mientras sonreía, el fraile pensaba:

«Lucía… me estás metiendo en un lío…».

Y la anciana siguió hablando:

—Esos hombres tan poderosos vivieron aquí hace miles de años… y fueron los encargados de enseñar a los Gentiles a trabajar la tierra, a cuidar del ganado… y a rendir devoción a Mari…, pues ella era quien le había enseñado todo aquello al Basajaun con anterioridad. Un Gentil en concreto, vivía solo en el monte, como el Basajaun. Cuidaba sus ovejas y hacía carbón. Una noche vio una estrella fugaz en el firmamento. Sabía por las enseñanzas del Basajaun que un día nacería un niño que salvaría el mundo. La señal se la enviaría Urtzi, el señor del firmamento… en el día que nacería un niño que, con el permiso de Mari, trataría de ayudar al hombre con los seres malignos que acechaban a los habitantes de esta tierra, aunque fuera de día… porque en casa no podían entrar… —les mostró de nuevo la Eguzkilore—, y conseguían engañar al Sol, ocultándose entre las sombras de frondosos árboles… en las márgenes de los ríos… como las Lamiak o… Iratxoak

Mientras la anciana hablaba, Dimas le susurró a su hermano:

—¿Tú has visto alguno?

—No…, ni Lamios ni Iratxos…

—Tendremos que buscarlos…

—Sí…, calla, calla…, que sigue…

—… aunque estos últimos eran más traviesos que malvados… Y aquel carbonero, al ver la estrella, quiso avisar a todo el mundo del nacimiento del niño Jesús. Como hacía tanto frío, la noche que bajó del monte, en la primera casa que entró, metieron un gran tronco en el fuego. Cenó, y se marchó a dar la buena nueva a otra casa. Desde que entró hasta que se marchó, se consumió la mitad del tronco… y desde entonces, en esta tierra, la Navidad se celebra para recordar que el Olentzero, el nombre del carbonero, dio la noticia del nacimiento del niño Jesús. Y en las casas se pone un gran tronco al fuego y se deja que se consuma hasta la mitad, guardando el resto para quemarlo durante el año, en un momento en que los habitantes de ese hogar quieran tener buena suerte…

—¿Tú entiendes algo…?

—¿No eran tres reyes? —le preguntó Gestas a su hermano como contestación a la pregunta.

De nuevo se rieron todos de aquello. Lucía terminó:

—Y cuando el Olentzero viene…, trae regalos a los niños que se han portado bien… y carbón a los que se han portado mal durante todo el año…

—¡Como los reyes…! —dijo Dimas.

—¿A que van a ser amigos…? —le dijo Gestas. Luego se volvió a Lucía y la preguntó:

—Bueno…, ¿y qué más…?

—¿Y qué más…, de qué, pequeño…?

—Pues eso…, ¿qué más tienes que contarnos?

—Ja, ja, ja… —Lucía reía con ganas—, creo, mamarros, que por hoy ya es suficiente… je, je, je…

Irene se levantó y les dijo a todos que deberían de cenar algo, que ya era hora de que llenasen la tripa con algo caliente y que se fueran a dormir. Lo hicieron. Durante toda la cena, los niños no pararon de preguntar de manera constante a Lucía, sobre cosas referentes a aquella historia que les había contado. La anciana les respondía con paciencia y cariño. Al finalizar, Lucía les agradeció que la hubiesen mirado de nuevo sus heridas, y la comida y la cena, pero que debía de marcharse. Por más que la pidieron todos que no lo hiciese, pues la noche no invitaba para nada a estar en la calle, Lucía se marchó de allí con sus adorados santos de la ermita de San Cristóbal.

Los niños se fueron a la cama sonriendo y contándose el uno al otro cosas sobre lo que habían oído por la tarde a Lucía. De sus ojos emergía una luz y una emoción tal, que José no pudo por menos que darse la vuelta, se dirigió a Elías cuando sabía que las mujeres no le oían:

—¿Los ves, Elías…? ¿Ves esa ilusión y esas ganas de descubrir nuevas cosas… y de despertar emociones e inquietudes que ni siquiera sabían que tenían?... Eso quiero yo en cada casa del mundo…, eso y no otra cosa…

Elías asintió.

—Mañana mandaré enviar la carta sin falta.

Elías volvió a asentir.

Se fueron cada uno a sus respectivas camas y encontraron las mismas mucho más reconfortantes que la noche anterior, no en vano la temperatura había bajado de forma considerable. Elías atendió los comentarios de una maravillada Eva, comentarios que tenían que ver con la historia tan bonita que había contado Lucía, sobre cómo se inició la vida en aquella tierra. Estaba tan encandilada que no paraba de hablar y de recordar pasajes del relato de la anciana. La verdad, los frailes y las mujeres durmieron aquella noche con una gran paz y sosiego en su interior… menos Eva, que, tremendamente nerviosa y excitada por la historia, tardó en conciliar el sueño. Pensó que ojalá todos los días se pudiese disfrutar de las maravillosas historias de Lucía al lado de un reconfortante fuego.

Sin embargo, aquella fue la primera… y la última vez.

Durante la noche hizo tanto frío que Lucía bajó desde la ermita, como acostumbraba, a meterse dentro del horno del panadero, pues las paredes del mismo aguantaban el calor durante horas. Lo hacía solo en las noches muy frías y, aunque todavía no había llegado el invierno con toda su crudeza, el vino que había tomado en la ermita, y durante toda la tarde en casa de los frailes, la dejó la cabeza tan embotada que no pensó en nada más que no fuera tratar de entrar en calor. Lógico por otra parte, teniendo en cuenta que cuando llegaban los primeros fríos, a todo el mundo le parecía que hacía más frío de lo normal, por haber hecho calor hasta poco tiempo antes. Se durmió dentro del horno y no volvió a despertar. Cuando el panadero lo encendió, antes de la madrugada, ni se dio cuenta de que allí había alguien.

Al día siguiente, encontraron el cuerpo sin vida de la anciana dentro del horno del panadero:

Lucía de Aretxaga murió calcinada.