Capítulo XII

Nemesio se esforzaba en atender rápidamente a los clientes. Docenas de personas habían acudido aquella noche. Siete de ellos incluso la pasarían allí, durmiendo, en el pequeño edificio trasero de dos plantas. Las habitaciones no eran grandes, pero trataba, junto a Manuel, de adecentarlas lo mejor posible. A pesar de ser hombres, tenían bastante limpio el lugar. Las mantas, las sábanas, el suelo, e incluso los pequeños trapos para el aseo personal…, todo estaba más que aceptable; limpio y curioso. Por ello, y porque no era excesivamente caro, unido a lo estratégico del lugar, cerca del camino que llevaba a la costa, rara era la semana que no paraba a pernoctar algún cliente. La comida, además, sin tratarse de exquisiteces, siempre era abundante.

Manuel entró por la puerta trasera y, desde la entrada a la cocina, le instó a que se acercase. Llevaba una sábana en la mano.

—¿Qué pasa…? —Nemesio se había acercado hasta él.

—Mi… mi… re… —Manuel le enseñó la sábana. Tenía una mancha de sangre.

—Tírala y pon otra, se la cobraremos a los nuevos inquilinos. ¿Qué cojones habrán hecho esos dos ayer…? Date prisa, Manuel, hoy hay bastante jaleo…

Manuel asintió, y se fue a toda prisa a terminar de preparar las habitaciones. Dejó bastante ruido tras él:

—¡Posadero…! ¡Más vino!... —voceó un cliente—. ¡Y saca otra ración!... ¡Tengo el plato vacío…!

—¿Queda algo de cerveza en ese barril?... ¡Estoy seco! —gritó otro.

—¡Ya voy!... —«A ver si acabas pronto, Manuel…», pensó Nemesio.

Muchas noches, El Arroyo, se convertía en el punto de encuentro del personal. Ávidos de juego, charla, mujeres y bebida, se encontraban allí. A diferencia de otras tabernas o posadas, aquí tenían la oportunidad de montarse una buena fiesta… y terminarla en las habitaciones de al lado. Pero no era lo único por lo que se dejaban caer por el lugar. Muchos viajeros paraban también allí a menudo, y si eran gente que venía del puerto, traían consigo nuevas de otros lugares. Los más locuaces hablaban durante horas, y los meses de frío como ese, se arremolinaban junto al fuego de Nemesio, atendiendo gustosos a todo lo que les preguntaran los parroquianos. No era para menos: mientras relatasen sucesos de lejanas tierras, el vino, para ellos, corría por cuenta de los oyentes. Cuanto más bebían, más hablaban… y cuanto más hablaban, más vino les traían.

Esa noche era distinta. Mezclados entre los borrachos y mujeriegos, se encontraban otros muchos, un tanto nerviosos. Sin haberse deshelado del todo por las temperaturas, algo más benévolas de los dos últimos días, la nieve había dejado paso a dos macabros descubrimientos: el cuerpo sin vida de Felisa, cerca de allí, y los restos de otro cuerpo, devorado por las bestias en el monte, también relativamente cerca de allí.

Como cualquier otro día, los hombres bebían y hablaban animados. Alguno, incluso gritaba, como de costumbre. Pero cada cierto tiempo, se formaban corrillos, de tres o cuatro lugareños, que hablaban sobre lo sucedido. Esa noche, no comentaban nuevas de un lugar lejano. Esa noche comentaban algo que había ocurrido allí mismo, en su pueblo, un lugar donde casi nunca pasaba nada que mereciera la pena contar. Nada que mereciera la pena reseñar. Las conversaciones, en lo referente a sus vidas, en aquel lugar, se centraban en la necesidad o no de que lloviese, si el hijo de alguno de ellos se casaba, si se les había muerto una vaca, el tamaño de las tetas de alguna mujer…, eran hombres de vidas sencillas. Hombres que, para salir de la cotidiana rutina, se juntaban muchas noches en El Arroyo y se divertían. Uno de ellos, Serafín, había pasado, por la mañana, cerca del viejo castaño; les hablaba a otros seis hombres, que se habían acercado rápidamente a preguntarle en cuanto le vieron entrar en la taberna. Sabían que fue uno de los primeros en ver el cuerpo de Felisa. Tras su segundo vaso de vino, continuó:

—… y bajé del burro para ver por qué estaba gritando; pobre chica. Vio el cadáver cuando se acercó a mear detrás del castaño. Estaba… muy nerviosa. «¡Está muerta…, está muerta…!», gritaba… Me acerqué y se puso detrás de mí. Buffff…, he visto más de un muerto, pero al verla… me asusté. Estaba congelada y tenía los ojos muy abiertos. Os lo aseguro, no fue agradable… —Bebió más vino—. Casi… casi me jiño encima.

Los demás le miraban sin parpadear, ajenos al jaleo del local. Serafín los miró a los ojos. Esperaban impacientes que continuara…

—Estaba más tiesa que la pata de un santo. Traté de cogerla. No podía levantarla…, de modo que me acerqué aquí, y le pedí ayuda a Nemesio.

Los hombres giraron sus cabezas y miraron al dueño del local. El gigantón estaba limpiando la barra con un trapo.

—La cogió como si fuese un fardel de paja. Cuando la vio la cara, se quedó quieto, me miró y me dijo: «Mierda…, ¿cómo le cuento esto a Manuel…?», y se la llevó.

—Pero… ¿la mataron… o…? —preguntó uno de ellos.

—No lo sé —le dijo Serafín—. Te aseguro que no lo sé. Con los nervios… ni miré a ver si había sangre o algo…, nunca antes había visto a un muerto con los ojos tan abiertos.

Poco después se deshizo el corrillo, y fueron otros dos hombres los que invitaron a Serafín a que les contara de nuevo lo que había visto por la mañana.

Los comentarios, referentes a los restos del cadáver encontrado hacia el mediodía, eran bastante confusos. Decían que el perro de un aldeano se había acercado al lugar y luego había llegado a casa con el hocico manchado de sangre. El hijo mayor, extrañado, salió después con el perro y encontró los restos, en los Melgos. Otros decían que había sido un muchacho que se acercó allí a beber agua. Algunos decían que era también una mujer. Otros que eso no se podía avanzar, dado el estado del cuerpo. Pero sí estaban todos de acuerdo en que aquello no era ni medio normal. ¿Dos muertes en la misma zona en aquellas circunstancias tan extrañas? ¿Dos muertes… allí? ¿En un lugar donde ya era noticia si el cura se tiraba un pedo? Hacía años que no pasaba nada en Güeñes. Nada. ¿Y ahora esto? Por si fuera poco, el hecho de que se comenzara a comentar que los restos eran también de una mujer, no ayudaba para nada a tranquilizar a los hombres…, pero menos aún a las mujeres. ¿Dos mujeres muertas casi a la vez? Eso tenía que ser obra de algún hijo de puta, eso pensaban ellas. Hasta las rameras.

Sin embargo, después del enfado inicial de las féminas del lugar, y sin saber aún a ciencia cierta que los restos fueran de una mujer, llegó el miedo. A eso de las cinco de la tarde, y faltando menos de una hora para anochecer, las mujeres se recluyeron en las casas y obligaron a sus hijas a que hiciesen lo mismo. Total…, que en un solo día, el pueblo se había puesto patas arriba, y sin saber siquiera si las muertes habían sido violentas, o si se trataba de dos mujeres…, o de un hombre y una mujer. Años. Habían pasado años desde que el lugar se había revolucionado, desde el «milagro de San Lorenzo». Y estos sucesos, lamentablemente, no tenían nada que ver con aquellos. Los primeros les habían excitado espiritualmente. Los más recientes les habían instalado el miedo en el cuerpo.

Nemesio atendió al hombre:

—Su vino. —El hombre asintió y le pagó.

Siguió con sus quehaceres. De vez en cuando, durante los siguientes minutos, miraba a ese hombre. Paseaba por el local con el vaso de vino en la mano. Lo tenía aún entero. Se lo pidió por señas y no le dijo ni «gracias». No había bebido nada. Normal, llevaba un pañuelo en la cara…

El extraño se acercó a uno de los corrillos y se sentó prudencialmente en la mesa de al lado. En la semioscuridad, se subió el pañuelo y bebió el vino de un trago. Se volvió a colocar el pañuelo. A Nemesio le gustaba ser cauto, de modo que cuando alguien que no solía ir por allí entraba en su local, estaba alerta unos minutos. Sin embargo, con el jaleo de esa noche y con lo que había sucedido por la mañana, pensó que se trataría de un viajero más, y dejó de mirarle. Cuando, un minuto después, trató de buscarle, entre los allí reunidos, no le vio.

Toc, toc…

Manuel estaba atareado, terminando la última habitación para los huéspedes de esa noche. Se incorporó. Se dobló hacia atrás, con las palmas de las manos sobre sus doloridos riñones, y se dirigió a abrir la puerta. Pensó que sería Nemesio, para azuzarle a que terminara de una vez. Cuando la abrió, se extrañó un poco al ver que no era Nemesio.

—Nnnn… nnnn… no shhh… shhhe… prrr… prrr… prreo… cupe. La hab… hab… habit… ta… ta… ción… est… est… tará… enshhh… shhh… eguid… guid… da.

El hombre se le acercó. El pobre Manuel no le había visto todavía la cara. La lámpara de aceite le alumbraba hasta el pecho. El flaco porquero le veía acercarse. El hombre cogió la lámpara y la elevó hasta que la luz invadió su rostro. Sonrió, y le habló:

—Hola, porquero…

A Manuel se le cayó al suelo el trapo que tenía en las manos. Aterrorizado, miraba el rostro de ese hombre. Sonreía enseñándole una boca con apenas una docena de dientes negros y corroídos.

Guillermo, el mayor de los Bisagra.

—No has sido prudente, porquero.

—Nnnnn… nnnn… no…

—¡Shhh…! ¡Habla solo cuando te pregunte!

Posó la lámpara en una mesita y se sentó en la cama, invitando a Manuel a que hiciera lo mismo.

Manuel estaba muy nervioso. Se mesaba los cabellos y su sarmentosa barba, mientras comenzaba a gemir. Se sentó temeroso en la cama.

—No tengo mucho tiempo, de modo que, contéstame asintiendo o negando con la cabeza. Si me mientes, mañana, Nemesio limpiará los cerdos.

Manuel no era tonto. Sabía lo que aquello significaba. Si al día siguiente, Nemesio limpiaba los cerdos…, lo que quedara de él estaría mezclado con la mierda.

—Nnnn… nnn… no…

Guillermo le cogió con fuerza del cuello. Se acercó a su cara y le susurró:

—¿Te he dicho yo que hables…? ¿No te he dejado claro que tengo prisa?

Manuel asintió como pudo y el Bisagra le soltó el cuello. Este, complacido, también asintió. Se puso de pie y habló paseando por la habitación. El pobre porquero gemía y le miraba con miedo, mientras trataba de acurrucarse, sentado en la cama.

—¡Hay que joderse lo mal que hueles…! ¡Jodó…! Parece mentira que tengáis esto tan bien apañado dos animales como vosotros… —Miraba por la habitación observándolo todo—. Bien, empecemos…, esta mañana has subido a San Lorenzo…, ¿sí?

Manuel asintió.

—Te acuerdas de nuestro trato, ¿verdad? Si mantienes los ojos bien abiertos, y nos comunicas lo que sepas o lo que oigas sobre esa ramera, tu bolsillo siempre tendrá unas monedas.

El pobre tartamudo asintió de nuevo.

—Supongo que no se te habrá olvidado que te dije que si hablabas con alguien de esto…, verás…, no nos importa que subas allá arriba, pero que lo hagas hoy, el día que aparece… el cuerpo de la zorra de tu hermana…, bueno, ¿no se te ha olvidado…, no?

Negó con la cabeza.

—¿Has hablado con alguien? ¿Has hablado con el superior? ¿Con alguno de los otros…?

Negó con la cabeza de nuevo. Miraba nervioso y compulsivamente a ambos lados. Tragó saliva. Guillermo vio cómo su prominente nuez subía y bajaba, por su garganta, y sonrió. Los nervios le habían traicionado.

Pobre Manuel. Se derrumbaba siempre ante la más mínima presión. Era débil. No había hablado con nadie, pero sí que subió allí arriba con esa intención. Al ver el cuerpo de su hermana sin vida, sintió tanto miedo que subió a pedir consejo a los frailes. Confiaba en ellos. En el pasado se habían portado siempre bien con él. Ellos nunca le negaron un poco de sopa, una manta para el frío…, incluso un poco de vino. Era José quien se lo ofrecía. Manuel nunca supo que el fraile se lo daba para tratar de aplacar un poco los temblores con los que solía llegar allí. Después de beber, siempre le animaba a que hablara con él de algo. Siempre. A pesar de su tartamudez, José atendía todo lo que le decía con paciencia y amabilidad. Jamás notó un atisbo de sorna en él. Nunca un comentario despectivo acerca de su incapacidad para hablar bien. Bueno…, una vez, sí que hizo un comentario, sí…, cuando se juntaron con tres vasos de vino, José, Elías y él. José les miró a ambos y les dijo:

«Bueno…, me temo que tendré que llevar yo el peso de la conversación…, ¿no?».

Manuel y Elías se miraron y luego los tres se estuvieron riendo durante un buen rato.

Oyeron algo de jaleo en la calle. El Bisagra miró por la ventana y decidió seguir fuera, para evitar que entrara alguien allí.

—Está bien, porquero, está bien… Demos un paseo…

El pobre Manuel se incorporó despacio de la cama y le acompañó encogido y asustado a la salida. Bajaron hasta la calle y observaron cómo dos hombres discutían acaloradamente, jaleados por varios más. Dieron la vuelta al edificio. Llegaron hasta la porqueriza. Apenas si se veían sus alientos por la helada mientras respiraban. Entraron, procurando no hacer ruido. Al abrir la vieja puerta de madera de la entrada, preguntó:

—¿Tendrás una lámpara aquí, no?

Manuel se apresuró a encender una vieja lámpara que tenía colgada en la pared, sujeta con un clavo. No la colgó de nuevo, se quedó con ella en la mano.

—Bien, mucho mejor… —Le pasó un brazo por los hombros y le llevó hasta la altura de los cerdos—. Y dime…, ¿eso es… verdad…? ¿No has hablado con nadie? ¿No querrás acabar como tu hermana…? ¿Sabes…? No fuimos nosotros. Ni mi hermano ni yo. Lástima…, la hubiésemos hecho lo mismo que a la zorra de las tetas grandes… ¡Ja, ja, ja…!

Manuel agachó la cabeza mientras comenzaba a llorar. Sabía de sobra quién había sido. Los Bisagra pasaron un par de días en las habitaciones de El Arroyo, con sendas rameras a las que frecuentaban, cuando mataron a su hermana. Tuvo que ser entonces, porque fue desde aquel día, cuando ella faltó de su taberna. Luego vino él y se los llevó a toda prisa de allí. Asesinos. De modo que ese cadáver, que habían encontrado en el monte por la mañana, también había sido obra suya.

Eso es lo que eran todos: unos asesinos. Él y Nemesio solían decir: «Peca igual el que mata, que el que tira de la pata…», en referencia a quien clava el cuchillo y quienes sujetan al cerdo en la época de matanza. ¿Qué más daba quién hubiera sido de ellos, si el resultado final era que su hermana había acabado muerta? Pensaba en esto y miraba a los cerdos. Se habían comenzado a mover un tanto nerviosos, pero no hacían ruido. Apenas unos leves gruñidos. Se giró y miró a Guillermo a los ojos. Le acababa de confesar que el hombre que los mandaba había matado a su hermana. Y él ahora era un cabo suelto. Era el fin.

Guillermo sacó una pequeña cuerda anudada a dos trozos de madera. Cogió los trozos de madera con ambas manos y tensó la cuerda dos veces. Le dijo:

—Bueno…, esto se acabó. ¿Unas… últimas palabras…, Manuel?... ¡Ja, ja, ja…! No, mejor déjalo… ¡Estaríamos toda la noche… ja, ja, ja…!

¡Plaf!

Guillermo cayó redondo. Manuel se sobresaltó, y del susto se trastabilló, quedándose sentado en el suelo. Aún tenía la lámpara en la mano. Extendió el brazo y alumbró el suelo. Veía la cabeza del Bisagra a sus pies. Sangraba. Distinguió unas botas. Se le heló el corazón. El hombre se puso de cuclillas y le miró. Se puso el dedo índice en la boca…, bueno, supuso que a esa altura tendría la boca, porque no se la veía. Llevaba la cara tapada. Cargó con Guillermo y se fue de allí.

Manuel se levantó asustado y salió a la puerta de la porqueriza. Distinguió al hombre subiendo al Bisagra, inconsciente, a su propio caballo. Una vez lo subió, le ató las manos y los pies con la misma cuerda, pasándola por debajo de la panza del animal. Seguido, lo amordazó. Luego montó él y se lo llevó de allí.

Unos minutos después, y muy nervioso aún, aunque aliviado por no haber acabado siendo comida para los chones, apagó la lámpara y la colgó de nuevo. Cerró la puerta de la porquera, y se dirigió a la habitación que había estado limpiando. Apagó la lámpara que dejaron encendida con anterioridad, y también cerró la puerta. Salió a la calle. Los hombres de antes habían pasado de las palabras a las manos. Allí, no había pasado nada.

Entró en El Arroyo y Nemesio le recibió gustoso.

—Joder, Manuel, ya era hora… Estos cabrones me están volviendo loco.

Manuel, sin embargo, no le oía. Se sirvió una jarra de vino y, muy nervioso, se bebió la mitad de un trago. Nemesio, que sabía de su adicción al vino, le miró extrañado. A pesar de ello, hoy, no le abroncaría. Desde que le acogió, hacía ya bastante tiempo, en El Arroyo, Manuel siempre había cumplido con sus quehaceres y apenas bebía vino. Nunca le vio beber en el trabajo desde que le dejó clara su postura. Solo le dejaba beber un poco con las comidas y si se iba a visitar a su hermana…

Felisa… No. Hoy no. Hoy no le recriminaría que bebiese vino. Podía incluso emborracharse. No sería él quien hoy le dijera nada al respecto. Que bebiese lo que le viniera en gana. Pobre Manuel. Le dio tanta pena por su reciente pérdida…, se sintió tan mal por haberle hecho trabajar en un día como aquel… que se dijo a sí mismo que Manuel, lo que necesitaba de verdad para poder sobrellevar algo así, era solamente un poco de vino. ¿Y qué hombre no? Nemesio se le acercó y le miró condescendiente.

El vino no solo es una bebida con la que acompañar comidas. El vino no solo es algo con lo que celebrar buenas noticias. El vino no solo es aquello que puede quitarnos, o al menos mitigar, las penas, en un momento de debilidad. El vino es algo más que eso. Forma parte de una manera de vivir. Forma parte de una manera de entender la vida. Forma parte de la vida en sí misma, nos guste o no. La cultura del hombre, desde que es hombre, ha estado ligada al vino. Desde hace milenios. Fijémonos sino, en los grandes imperios de la antigüedad. Poseían divinidades para muchas cosas, las cosas que consideraban realmente importantes. Y el vino era una de ellas. Pero incluso, desde antes de que los hombres le otorgaran una divinidad, nos sociabilizábamos y nos relacionábamos con él. Por ello, tendemos a pensar que la vida y el vino están unidos. Lo hacemos sin darnos cuenta, de forma subliminal, ignorantes muchas veces de lo que decimos y de cómo actuamos. Nadie entiende una vida sin vino, incluso quienes no lo prueban. No beberlo no significa que no forme parte de la vida, como no saber francés, no significa que no haya gente que lo hable.

De este modo, ligamos todo al vino: desde una gran celebración, en la cual no puede ni debe faltar, hasta justo en todo lo contrario. Del mismo modo que en algunos momentos la felicidad nos invade, y lo celebramos con vino, en los momentos duros, un vaso de vino puede ayudar a sobrellevar una pesada carga.

De modo que, Nemesio, le puso una mano en el hombro, y le dijo:

—Tranquilo, ya se pasó el mal trago.