Capítulo XXV

12 de diciembre de 1693, Madrid.

Era una mañana muy fría pero despejada. Una carreta con cinco personas, tras un largo y tortuoso viaje atravesando media España, llegaba por fin a su destino. Dos hombres y una mujer se bajaron de ella. Llevaban consigo dos bebés. Un hombre muy mayor les vio, y se quedó harto sorprendido cuando se dio cuenta de que los hombres eran dos frailes, y que con ellos iba una mujer, además de dos recién nacidos. José se acercó hasta él.

—Buenos días.

—Buenos días, padre… —el hombre le contestó descubriéndose la cabeza—. ¿Puedo… puedo hacer algo por usted?

—La verdad es que sí, quisiera que me dijera hacia dónde me he de dirigir, si quiero una habitación para dormir, cerca de la corte. He venido a ver a un superior mío, y estaré unos días.

Una rápida mirada a la carreta y a los que aún aguardaban allí, le hizo contestarle algo receloso:

—¿De verdad…? Mire, amigo, los frailes tienen siempre donde quedarse, nunca faltan lugares donde sus hermanos les admitirán con los brazos abiertos…

—Oh, sí, sí…, claro, por supuesto, pero me refería a una habitación para ella y sus hijos. Mi hermano y yo estaremos bajo el cuidado de nuestros hermanos…

A José le tembló, incluso, un poco la voz. Mentir no era algo que hiciera por costumbre en modo alguno. El viejo se mesaba la barbilla, con barba de una semana, y le miraba con cierta suspicacia.

—Bueno…, sí…, hay una pequeña posada a solo veinte minutos del palacio real. No es precisamente barata, pero las camas están limpias y la comida es buena… —Se giró y le indicó con un dedo bastante negro—. Sigan todo recto, no tiene pérdida. Se llama La Paloma…, pero todo el mundo la conoce por El Colorao

—¿El Colorao?

—Sí…, ya verán por qué cuando lleguen…

—Le estoy agradecido.

—De nada, padre. —El viejo se les quedó mirando hasta que les perdió de vista.

José se acercó hasta la carreta y les dijo que tenían que seguir hacia adelante para llegar hasta la posada. Menos Elías, que iba montado en ella, Irene y él, con los niños en brazos, prefirieron llegar hasta allí andando. Tenían las posaderas y la espalda bastante doloridas. El viaje había sido de todo menos cómodo.

Un agradable paseo más tarde, llegaron hasta La Paloma. Una señora de unos ochenta años o más, se afanaba en barrer la entrada con una escoba, hecha de urces atadas con unas cuerdas pequeñas. Cuando dejó la escoba para mirarlos, se quedó casi tan encorvada como lo había estado mientras limpiaba.

—Buenos días, señora, quisiéramos posada y comida —José, para no hablarla desde las alturas, se agachó.

—Pasen… pasen, seguro que están cansados y hambrientos, entren y pónganse cómodos, llamaré a mi hijo para que les atienda…

La vieja casi les empujó a la pared de al lado de la puerta. Parecía ansiosa de que entraran. Les invitó a tomar asiento. Luego fue a buscar a su hijo. Cuando estuvo a solas con él, antes de reunirse con ellos, le ordenó que tanto si se quedaban como si no, les tratase con respeto, pues dos de ellos eran hombres de Dios: aquella anciana era tremendamente devota. Su hijo asintió y fue al encuentro de los posibles huéspedes. Entró en la estancia donde se encontraban, y se dirigió a ellos con afecto. No era un afecto formal, de esos que buscan sacar provecho de una situación. Aquel hombre quería que se sintiesen bien de verdad allí. Que se sintiesen bien allí… y que se quedaran, pero más por la ilusión que podría hacerle a su madre, al tener bajo su techo a unos hombres de Dios que por otro motivo.

—Buenos días, señores, pero siéntense, por favor, estarán cansados…

—Sí, así es…, pero de estar sentados. Le pido, por favor, que no se tome a mal que nos quedemos de pie un momento. Me llamo José. —Le tendió una mano que el hombre estrechó con bastante fuerza—. Este es el hermano Elías —también se estrecharon la mano—, y esta es Irene. Los pequeños se llaman Dimas y Gestas.

—Yo me llamo Lorenzo. —Los viajeros se miraron los unos a los otros, mientras les estrechaba la mano a todos y les decía su nombre—. Perdonen… ¿les ocurre… les pasa algo…?

José y Elías, sobre todo, rieron complacidos, al oír el nombre del dueño. Aquello no podía ser una casualidad: tenía que ser una señal divina.

—Verá, venimos de un lugar llamado San Lorenzo… —José le dijo aquello riéndose, mientras Elías meneaba la cabeza de un lado a otro riéndose también—, por eso nuestra reacción al oír su nombre…

—¡Oh! Vaya, je, je, je… —Lorenzo entendió todo—. Y…, díganme… ¿quieren comer…? o ¿quieren… quieren quedarse a dormir…? ¿Están de paso…?

Lógicamente, cuando Lorenzo les preguntó aquello, y José le contestó que, con toda probabilidad, se quedarían allí bastante tiempo, le encantó.

La Paloma era una posada un tanto humilde, pero muy limpia. Cuando vieron a Lorenzo, supieron al momento por qué la llamaban El Colorao: tenía pinta de beber una cántara de vino al día, y eso se reflejaba en su cara. En cuanto al propio local, lo encontraron del agrado de todos ellos, pero sin duda, lo que más les gustó fue saber que muy pocos paraban allí. La mayoría de los clientes que tenían no eran como ellos, eran viajeros que estaban de paso y, que a lo sumo, en una semana, proseguían su camino. Por eso les gustó tanto a Lorenzo como a Candela, su madre, que se quedaran más tiempo. Les dijeron que no entendían por qué casi nadie, a no ser los viajeros, se hospedaban allí. Solo tenían tres habitaciones y bastante a menudo vacías. A pesar de ello, Candela no era amiga de bajar el precio para llenarlas: no quería gentuza en la posada. Además, no era el dinero lo que realmente les hacía falta, aunque tampoco lo tuvieran en demasía.

Cuando hubieron visto el local, el cual fue del total agrado de los frailes, bajaron de la planta de arriba, la de las habitaciones, para seguir conversando con ellos. Esta vez lo hicieron sentados a una mesa:

—¿Saben…? A pesar de que no tenemos muchos clientes, no tendrán problema para comer. Hay quien vela por nosotros —Candela miró con orgullo a su hijo—… porque mi pequeño le salvó la vida…

—Madre, por favor…

A Lorenzo no le gustaba que su madre contara a todo el mundo aquello. Se sentía un tanto avergonzado. Los frailes y la propia Irene, les miraban con curiosidad.

—Déjate de bobadas… —le recriminó, de broma, Candela a su hijo.

—Estos señores y esta señora, seguro que están cansados y…

Cuando Irene oyó que Lorenzo la llamaba «señora», la gustó mucho. Sí señor, cambiar de aires seguro que había sido muy buena idea.

—… seguro que no tienen ganas de historias, madre…

Candela no le hizo caso y siguió hablando. Irene, Elías y José la escuchaban divertidos.

—Mi hijo salió una tarde a buscar unas piñas para encender el fuego. A eso de las cuatro, después de dormir la siesta. Hay varios sitios buenos para cogerlas no muy lejos de aquí, en el camino que lleva a Burgos. —Elías recordó que sí, que había varios lugares casi a la entrada de Madrid donde poder coger las piñas, pues había pinos a ambos lados del camino que ellos mismos habían seguido para llegar hasta allí—. Cuando estaba llenando el segundo saco, oyó que una carroza se acercaba con los caballos corriendo como alma que se lleva el Diablo. Vio que el cochero estaba dormido, pero no era así en realidad: le debió dar algo y, al ser bastante mayor, se había muerto. Estaba recostado hacia atrás, y a pesar de los vaivenes, no se caía al suelo. Los caballos se salieron un momento del camino y la carroza se estrelló contra un árbol. Dentro de aquella carroza había un hombre sin sentido, por el golpe. Mi hijo lo sacó de allí y lo trajo hasta aquí. Cuando lo tumbó encima de esa mesa… —la anciana les señaló la mesa de al lado—, fue corriendo a buscar a un médico para que le ayudara. Estaba muy sucio y lleno de polvo, de modo que no nos dimos cuenta, hasta que lo limpié.

—No se dieron cuenta… ¿de qué, señora? —José, sin saber por qué, comenzaba a estar intrigado de verdad.

—De a quién tenía sobre la mesa.

Candela hizo un pequeño alto mirando a todos. La encantaba ese momento, cada vez que contaba la hazaña de su hijo. Cuando incluso Irene estuvo a punto de preguntarla, la anciana habló:

—Mi hijo trajo rápido al médico. Cuando llegaron, yo ya le había limpiado lo mejor que pude. Es curioso, se había marcado con algo, por más que froté, no conseguí quitárselo. Tenía tres puntitos negros en su mano...

José y Elías se irguieron sobre sus asientos al oír aquello. Inconscientemente, escondieron sus manos derechas. Nadie se dio cuenta. De pronto, aquella historia les estaba empezando a parecer algo más que una anécdota ocurrida en un lugar cualquiera, contada por una mujer cualquiera.

—… y cuando el médico le vio, supo también, al momento, de quién se trataba: era Portocarreño.

Los dos frailes se miraron asombrados, mientras la anciana se regodeaba con ella misma por la fantástica hazaña de Lorenzo.

—Señora… —José la hablaba despacio y bajito—. ¿Está segura de lo que dice…?

Candela le miraba divertida.

—¡Pues claro, hombre! No solo me di cuenta yo, mi hijo también le reconoció. Y el médico. En cuanto le trató un momento, se marchó, y en menos de una hora, vinieron los de la Guardia Real a llevárselo a curarlo; ya saben… los ricos tienen mejores médicos…

Irene miraba a aquella anciana y a su hijo. También miraba a Elías y a José. No entendía nada. ¿Cómo era posible que una historia contada por aquella mujer, a la que acababan de conocer, mantuviera tan en vilo a los dos frailes? Siguió sin preguntar nada. Quizá la explicación la llegara antes de que terminara aquella conversación.

—Candela… ¿sabe usted lo que me está diciendo? —José estaba tratando de asimilar aquello.

—¡Por supuesto! ¡No le miento, padre! ¡En mi vida lo he hecho! ¡Mi hijo salvó la vida al confesor de la reina!

«¿El confesor de la reina?», Irene pensó que aquello se estaba poniendo interesante…

—Y, desde entonces, Portocarreño nos ha procurado dinero siempre que lo hemos precisado. Está muy agradecido por lo que mi niño hizo por él…

Candela miraba a su hijo henchida de orgullo.

—Por favor, madre… —A Lorenzo no le gustaba que, a pesar de pasar sobradamente de los cincuenta, su madre le siguiera llamando niño.

Candela miraba intrigada a José. Le habló:

—Padre, le veo un tanto asombrado…, he contado esta historia a mucha gente…, y si bien, no se lo esperan, usted parece un tanto afectado… ¿se puede saber por qué?

José se revolvió un poco en su asiento. La contestó:

—Verá, señora, pues… porque resulta que el superior nuestro, a quien venimos a ver, es Portocarreño.

Candela, Irene y Lorenzo miraron asombrados a José y a Elías. De los tres, la que más sorprendida se quedó fue Irene. ¿Habían venido hasta la corte a hablar… con el confesor de la reina? ¿De qué? ¿Elías y José la ocultaban algo? ¡¿Cómo era posible, que unos humildes frailes tuvieran que reunirse con el mismísimo confesor de la reina?!... ¡Pero si era el arzobispo de Toledo, por Dios! ¿Qué tendrían que ver dos frailes cualesquiera, y de un lugar tan lejano, con las más altas, altísimas esferas de la Iglesia en España? Estaría alerta por si se enteraba de algo, no obstante, pensó que debía de preguntárselo.

Mientras Irene y Candela, un par de minutos después de la conversación, se embelesaban con los dos niños, una con cada uno, Elías y José no paraban de darle vueltas a aquello. De modo que habían dado con un lugar donde el dueño se llamaba Lorenzo, y contaban con la protección de Portocarreño. Pensaron que no podían haber empezado mejor su misión.

—De modo que vienen a verle, ¿no?... —Lorenzo se dirigía ahora a los frailes mientras las mujeres hablaban de los niños—. Yo, si no les importa, les puedo concertar una reunión. No tienen siquiera que ir a la corte. Si me dan su permiso, yo mismo le iré a buscar mañana… y le diré que ustedes le están esperando aquí. No voy mucho a verle, la verdad, un hombre tan ocupado… No le quiero molestar. A pesar de ello, me ha dicho más de una vez que si necesito algo más, lo que sea, que no dude en visitarle y decírselo, que no en vano, le salvé la vida.

—Bueno…, pues nos harías un gran favor, la verdad. Oye, Lorenzo, ¿y puedes verle y decírselo de manera que cuando venga aquí, lo haga sin que le siga nadie…? ¿Es decir, que venga solo…?

A José, la idea de poder reunirse cuanto antes con su superior, y atender y dejar como Dios manda a los niños y a la propia Irene, hasta que se tuviesen que ausentar por motivos de fuerza mayor, le atraía bastante. Escrutaba el rostro de Lorenzo mientras le hablaba. Le vio bastante dispuesto, de modo que le pidió que fuese pronto:

—¿Qué tal… en un par de días…?

—¡Por mi vendría aquí mañana! Si está en la corte ahora… y me puede recibir… ¡seguro! —Se levantó y le ofreció de nuevo la mano a José—. ¿Trato…? Yo le voy a buscar y le traigo para que puedan hablar con él… y a cambio… ¿se quedan aquí…?

A José y a Elías les hizo bastante gracia aquello. De modo que Lorenzo había tratado de ser amable con ellos, de una manera más que jovial, a cambio de conseguir que se quedaran allí un tiempo. José pensó que estaría bien que Lorenzo, El Colorao, sintiese que él se había ganado a pulso que tuviese las habitaciones ocupadas. No en vano, a los hombres, fueran de la condición que fueran, les gustaba sentirse útiles. Les gustaba saber que ciertas cosas o logros, habían sido posibles gracias a ellos y a su esfuerzo. Lástima que la humildad de quien valoraba más el esfuerzo de algún otro, aunque hubiese hecho la décima parte, no fuera una práctica habitual entre los hombres.

José le tendió la mano.

—Trato. —Y se la estrechó.

Luego, Lorenzo hizo lo mismo con Elías. Le tendió la mano y le preguntó:

—¿Trato?

Elías, por toda respuesta, solo le estrechó la mano. Extrañado, Lorenzo le dijo:

—¿Eh…? ¿Qué le pasa, padre, ha hecho votos, no?

—No, hijo… —José le contestó—. No ha hecho voto de silencio. Elías no puede hablar.

—¿Por qué…? ¿Le ha comido la lengua el gato?

Elías, que aún le estaba estrechando la mano, le dio un buen apretón y le obligó a cercarse a él. Cuando le tuvo lo suficientemente cerca, abrió su boca. Cuando Lorenzo vio aquello, se echó a temblar.

—Padre, lo… lo… lo siento…, no sabía…

—Fue en la guerra… y no le gusta hablar de ello… —le dijo José.

—Sí, sí…, claro…

Lorenzo estaba visiblemente avergonzado, tanto que ni se dio cuenta del chiste que había hecho José; a Elías le hizo bastante gracia a pesar de que se mantuvo serio. Les soltó su comentario sin ninguna malicia y había salido trasquilado. Miraba un tanto nervioso a Elías. Luego soltó despacio su mano.

Unos minutos después, frente a un poco de vino y unas migas, la nueva conversación, que ya no tenía que ver con Portocarreño, acabó de nuevo con él como eje:

—Oye, una pregunta Lorenzo… ¿cómo es que el carruaje del arzobispo viajaba… sin escolta? —preguntó José.

—¿Cómo dice…?

—Sí, bueno…, tu madre ha comentado que cuando le sacaste de allí, solo estaba el cochero, ¿y sus hombres?

Irene no pudo morderse la lengua por más tiempo:

—A los hombres… les gusta meterla sin mirones.

Todos se rieron por aquel comentario. ¡Pues claro! ¿A dónde podía ir Portocarreño solo, sin su escolta? A ver a su amante, era una opción algo más que real, por supuesto.

Mientras se reían y se miraban entre ellos, divertidos y cómplices, a pesar de que en la mesa había dos frailes, José trataba de disimular lo avergonzado que estaba por haber sido el único que no se había dado cuenta. Irene sí, faltaría más. Una mujer de mundo como ella y con su extensa experiencia con los hombres y con sus costumbres en la cama, no había pasado por alto para nada que si su superior iba solo en su carreta alejándose de la corte, era para satisfacer sus ansias sexuales, lejos del entramado que habría al lado de los perros fieles del rey. Lejos de aquellos que, tal vez, pudiesen ver, en sus apetitos, la forma perfecta de chantajearle, llegado el momento. José miró a Irene y asintió sonriendo un poco avergonzado. ¡Parece mentira, hombre! ¡Con la de burdeles que frecuentó con Elías en el pasado! Volvió a mirarla, y la dijo para sus adentros:

«Perfecto, Irene, gracias…, al final, haberte traído no ha sido solo una buena idea…, sino una magnífica oportunidad de saber lo que las mentes de algunos hombres ocultan…, vaya…, que… que guapa te noto hoy…».

Irene, a pesar de tratar de atender a la conversación que mantenía con Candela, se sintió de pronto muy nerviosa. Incluso la pareció ruborizarse un poco.

Apenas había hablado con José durante el viaje. Si bien la pareció que durante el mismo, podría sobradamente disculparse ante él y tratar de que José la viera de forma que ella no se sintiera incómoda, no quiso hacerlo delante de Elías, y eso que le apreciaba muchísimo. Ya se sabe: hay palabras y sentimientos que solo fluyen cuando están dos personas solas, entre cuatro paredes.

Para atormentarla aún más, José lo había vuelto a hacer. Sin darse ni cuenta, seguro, pero lo había vuelto a hacer: la había mirado como un hombre mira a una mujer. No como si un hombre esperase ansioso a que se abriese de piernas, ni como si quisiera calmarla el espíritu:

Como a una mujer.

Aquel ínfimo rayo de luz en la oscuridad hizo que su corazón se desbocase.

Asintió el resto de la conversación a Candela, sin saber a penas de qué era de lo que estaban hablando. Mientras, le lanzaba fugaces miradas que no duraban prácticamente nada.

Tal vez… y solo tal vez…, no estaba todo perdido con él…