Capítulo XLIII
José despertó, al día siguiente, con una lucidez asombrosa y sonriendo. Lo hizo un poco más tarde de lo habitual y comprobó que Irene ya se había levantado. Respiró profundamente y su olor, aún presente en la cama, le hizo sonreír de nuevo. Miraba al techo de la habitación y se congratulaba de estar en casa por fin, y no en la corte. Tras unos días, ajetreados, eso sí, se estaba convenciendo del todo de que era cierto: estaban todos en casa, amaba a una mujer que le adoraba y los niños le miraban como un padre. Lástima que aquello debía de mantenerlo en secreto. ¿Y qué? Elías y las mujeres ya le habían dejado claro que era algo que no importaba en absoluto.
Se vistió y comió un poco de pan con queso. Salió a la calle sin buscar a Elías y se dispuso a caminar un rato. Tampoco se había cruzado ni con las mujeres ni con los niños. No importaba. Algo le decía que necesitaba estar solo…, pensar un poco…, a pesar de los dolores de cabeza que ello le acarrearía con toda probabilidad.
Se encaminó en dirección al Salcedón y anduvo sin rumbo junto a él. Había helado un poco por la noche y la mañana estaba fresca, más aún al lado del río. Sin embargo, tuvo la sensación, mientras caminaba, de que la fría brisa de la mañana le estaba despejando la mente, más de lo que ya la tenía, de una manera similar a respirar en la calle después de llover. No la notaba embotada ni nada parecido, todo lo contrario, y se sentía fenomenal. La brisa en la cara le hizo creer que su adorada tierra le estaba dando por fin la bienvenida. Sonreía solo mientras caminaba con las manos a la espalda, los pensamientos y las ideas comenzaron a fluir con soltura en su cabeza.
Primero pensó en los años que de niño pasó en aquel lugar. Los recuerdos nítidos se mezclaban con los más oscuros, no por malos, sino porque no los recordaba con claridad. Pensó que fueron años maravillosos, emponzoñados con la muerte de su madre. Luego, el trabajo…, los primeros escarceos con el amor… y como un relámpago, pasaron por su mente, en apenas unos segundos, los sucesos desde que se alistó con su inseparable Elías en el ejército, hasta lo ocurrido, tan recientemente, con la Inquisición en el valle. Había hecho tantas cosas…, estado en tantos lugares…, conocido a tanta gente…, y todo con apenas cuatro décadas entre los hombres. Cuatro décadas en las que se había codeado con gente de la más alta alcurnia y con gente de la más baja condición. Curiosamente, vino a su mente el pensamiento de que él había comenzado sin ser más que un humilde muchacho de aquel lugar… y ahora… tal vez… y solo tal vez… se le podría considerar como… ¿el hombre más poderoso del mundo?... ¡Bufff…!
¿Y cómo no pensar en eso si era el hermano mayor? ¿Cómo no pensar en esa posibilidad, ahora que él, y solo él podía dirigir los designios, y la vida y la muerte, de aquellos con los que se cruzara?
Poderosos o no, los hombres sentían un absoluto terror y respeto, muchísimo respeto, a cruzarse con la hermandad si las condiciones… para ellos, no eran propicias.
Esa idea le llegó a marear y se tuvo que sentar. Gracias a Dios que aún no le dolía la cabeza.
Poder. Tenía poder. Y no se trataba de un poder cualquiera: tenía poder absoluto. Tal vez no en el cielo…, pero sí en la Tierra.
Respiró profundamente y decidió que debía de seguir caminando. Se puso de pie, casi temeroso por la certeza de lo que le había venido a la mente, era tan real como el aire que respiraba. Siguió caminando.
Un poco más lejos, en la otra orilla, vio a un hombre sobre un burro. No le reconoció, pero vislumbró en él a un hombre cualquiera, que seguramente trabajaba sin descanso para poder sustentar a su familia. Un hombre temeroso de Dios, y que vomitaría sus cabreos a puñados si no conseguía terminar su labor al finalizar el día. Un hombre, en definitiva, como tantos otros. Sin estudios ni conocimiento de nada que no fuera trabajar la tierra y esperar a que, tras su muerte, Dios se apiadara de su alma y le admitiera junto a él. Porque… creería en Dios…, ¿no?
Un nuevo pensamiento brotó de su mente:
Los hombres habían vivido desde siempre en el paguis, o campo, y las creencias que mamaron desde muy niños, tenían siempre que ver con él. Con él, y con ellos mismos. Desde que el hombre comenzó a rezar al sol, por ser la divinidad más grande que conocía, las creencias de todo tipo fueron surgiendo con el paso de los años. Muchas de esas creencias arraigaron con tanta fuerza en el hombre, que siguió practicándolas a pesar de que nuevos cultos, impuestos, les obligaban a seguir otra serie de doctrinas. Ello, unido a la incultura que desde siempre persiguió al hombre, pues los libros y con ellos la sabiduría siempre estuvieron al alcance de solo unos pocos, hicieron que el culto ancestral que el hombre había seguido no desapareciese, a pesar de las posibles consecuencias.
Las creencias seguidas por los hombres del campo, del paguis, chocaron frontalmente con las ideas de los hombres de Dios, y este culto pagano, llamado así, precisamente, por venir del campo, no solo no podía ser borrado de manera definitiva de la mente de la mayoría de los hombres, sino que la propia Iglesia chocó con una barrera difícilmente superable: los clérigos que ejercían su labor en el campo solían ser también, lógico por otra parte, hombres con un nivel cultural muy bajo, al igual que sus vecinos y congéneres. ¿Cómo hacer llegar la Palabra de Dios al hombre, sin hacerle dudar, si la Iglesia contaba entre sus miembros con clérigos que nunca llegaron a abandonar del todo el culto pagano? ¿Cómo erradicaban las ancestrales creencias de los hombres si tenían al enemigo en casa? ¿Cómo convencer a los hombres de que lo que les ofrecías era el verdadero camino a seguir, y no otro? Solo había un modo: por el corazón. Con el poder que surgía de la palabra, si esta era dicha con el corazón, se podía hacer cambiar, incluso de fe, a los hombres.
José pensaba que existía un problema de base en ese razonamiento: el hombre había intentado, desde siempre, convencer por la fuerza. En raras… rarísimas ocasiones no había sido así, olvidándose de manera rápida de la convicción mediante las buenas formas y los buenos actos. Ahí radicaba el problema que José veía en la relación entre la Iglesia y los hombres. Para él, la Iglesia actuaba, muy a su pesar, la mayoría de las veces, bajo la directriz de:
Cree en mí. Si no lo haces, arderás dos veces: en la hoguera… y en el Infierno.
Para José, Jesús de Nazaret podía considerarse, sin género de duda, como el mejor hombre que había pasado por la Tierra. Un hombre que murió convencido de sus creencias y de su fe. Un hombre que pregonó, sin miedo, que solo en la bondad y en el perdón, en los buenos actos y en la fe sin fisuras, podría el hombre encontrar el verdadero camino a la verdad… y a Dios. Los hombres le mataron por ello.
Se podía adorar a más de un dios. Se podía creer con tanta convicción en más de un Altísimo…, ¡con tanta!... que ningún hombre vería, en ese hecho, que se comete mal alguno.
El hombre primitivo creía en el Sol, pero también en la Luna y en las estrellas. Más tarde, buscaron la forma de creer y hacerse ver a sí mismos, que el «hacedor», bien podía tener su forma humana. ¿Por qué no, si todos eran hacedores en potencia? ¿No construían sus propias viviendas? ¿No criaban su propio ganado? ¿No brotaban de la tierra los frutos, tras el arduo trabajo realizado por ellos, en forma de trigo o cebada? ¿No eran ellos mismos capaces de crear vida?... Vida… humana, en la forma de sus hijos. Por ello, dotaron de forma humana a sus hacedores.
Claro está que, si les habían creado a ellos, los dioses debían de poseer, por fuerza, poderes con los que el hombre siempre soñó: el poder sobre el viento, sobre el sol, sobre la lluvia, sobre las tempestades…, y para adorar a todas esas cosas como se merecían, idolatraban a muchos dioses, uno por cada cosa que consideraban importante. Un dios para las cosechas, un dios para el amor, un dios para la guerra…, y sentían que debía ser así, es decir, que había más de un dios, y que a todos se les tenía que dignificar a su manera. De modo que el hombre, desde que era hombre, había creído siempre en más de un dios. Había creído, cree y creerá. Ni siquiera las grandes religiones monoteístas estaban por encima de esa creencia de los hombres. Y si no…, preguntemos a cualquiera qué opina sobre el dios más valorado y adorado de los hombres sin discusión: el dinero.
Hay algo en lo que todo el mundo, moralmente, creía a pies juntillas:
El dinero no da la felicidad.
José siempre iba un poco más allá:
El dinero no me dará la felicidad…, pero con él puedo comprar pan.
Se paró. Miró una piedra en el suelo y pensó que los hombres, hiciesen lo que hiciesen, se acabarían yendo de ese lugar. Acabarían bajo tierra con una lápida sobre sus cuerpos. Eso, si eran afortunados. Cuando sus hijos también murieran, y con el paso del tiempo, los hijos de sus hijos, ya no quedaría de ellos nada. Ni siquiera el recuerdo.
Y, sin embargo, aquella piedra seguiría allí. No sentiría ni padecería nada…, pero seguiría allí.
Ni siquiera el recuerdo…
¿Seguro…? Bueno, era posible, pero si un hombre moría y se le recordaba, solo era por dos motivos: por pertenecer a buena cuna… o, si no lo era, por haber sido alguien a los ojos de los hombres.
Pero… ¿y si aún sin haber sido alguien, habías vivido tu vida de forma que nada ni nadie te pudiera reprochar jamás que no hiciste lo correcto, no ya a los ojos de todos los demás, sino a los tuyos propios?... ¿Dónde estaba escrito que la vida de un hombre había de ser insulsa, insípida y triste? ¿Cómo hacer que tu vida y las de los que te importan, sean unas vidas plenas y llenas de entusiasmo? ¿Cómo convencerte a ti mismo de que caminar junto a los hombres, dejes o no un legado en forma de descendencia, había merecido la pena?
José era un hombre fervientemente convencido de que si él dejaba este mundo, no sería sin haber hecho todo lo necesario, todo aquello que pudiese hacer, para vivir su vida de forma lo más plena y satisfactoria posible. ¿No lo hacía ya? ¿No vivía él, un fraile, en pecado con una mujer?
No. No lo hacía. Amar a Irene, con la inmensa dicha que le producía, haber adoptado a Dimas y Gestas, y haber procurado siempre hacer el bien, no le acababan de colmar las expectativas que tenía para su efímero paso entre los hombres. Él no era ningún dios, pero también podía crear. Y sobre la Tierra tenía todo el poder que desease. Todo.
Se dio la vuelta y caminó hacia Aranguti. Aunque de manera tenue, la cabeza le estaba comenzando a doler de nuevo. Regresó convencido de que tenía que actuar, pues si un hombre tenía el poder de hacer algo, y ese algo era bueno, no hacerlo era en sí una forma enmascarada de maldad. Llegó hasta su casa y entró.
Y José…, tratando solo de ser un buen hombre, intentando siempre, algunas veces sin conseguirlo, hacer solo lo correcto…, comenzó a escribir aquella carta, sin lugar a dudas, digna de un dios:
Mis queridos hermanos:
Hoy, barruntando el final de una época y el comienzo de otra, más por el final de un nombre que por el inicio del siglo que apenas acabamos de iniciar, me dirijo a vosotros con el convencimiento de que si leéis estas letras, muchos de vosotros, espero que cuantos más mejor, optéis por hacer lo correcto. Mirad en vuestro corazón y tratad de oíd lo que os está diciendo. Mirad en vuestro corazón y tratad de ser unos hombres, con todo lo que ello conlleva…, con todo… y seréis unos hombres de verdad… y daréis con ello, una oportunidad a la justicia. A la verdadera justicia.
No necesito hacer ninguna presentación, hermanos, no a vosotros. Todos, que conocéis los hechos ocurridos en el pasado en los cuales me vi inmerso, algunos de estos hechos hace años ya…, otros producidos de manera bastante reciente, y siempre de la mano de mi inseparable hermano Elías, al cual quiero como si de la misma madre hubiésemos nacido, si no más, conocéis de sobra la capacidad que un hombre, en este caso yo, puede tener para acatar las órdenes que les impongan sus superiores. ¿Por qué os digo esto? Porque todos sabéis que la palabra dada, si se es un hombre, merece y debe ser cumplida. Pero si una promesa es capaz de hacernos cometer actos terribles, actos de los que nos arrepentiríamos en nuestro lecho de muerte, tal palabra carece de valor a los ojos de Dios, no os quepa duda.
Por cumplir mi palabra, la palabra dada a la hermandad, y con ella a todos y cada uno de vosotros, a lo largo de mi vida he cometido y he permitido actos horribles. Actos de los que nunca me sentiré orgulloso, pues ellos llevaron a muchos hombres a la tumba. Orgulloso, no. Culpable, tampoco.
Mi conciencia, y Elías, pues se funden en mi cabeza llegando a ser la misma cosa, me arrastraron a quitar la vida a hombres que consideré que no deberían de caminar junto al resto de los mortales. Tales actos me atormentan de noche en mis sueños. Pero ahí, veo también que mis actos llevaron justicia. Y creo, hermanos, que ningún hombre del mundo ha de resignarse a vivir con miedo. Creo también que enviar el alma de un hombre al cielo no es un acto de piedad…, pero si con ello llevé la justicia a los más desfavorecidos, algo que siempre busqué, mi alma y mi cuerpo estarán a disposición del Altísimo cuando me reclame a su lado. Y si por lo que hice, y me temo que en el futuro, sin duda volveré a hacer, he de arder en el Infierno por toda la eternidad, pues así lo ordena Dios, lo haré. Y lo haré con gusto, además, pues nadie, hermanos, nadie, ni siquiera Dios en su infinita bondad y sabiduría, podría decirle al corazón de un hombre si lo que hace está bien o no lo está. Eso es algo que debemos discernir nosotros mismos. He aquí la grandeza de nuestro ser.
El trabajo, el esfuerzo y el sacrificio que muchos de vosotros habéis hecho para llevar a hacer tan grande como se merece la hermandad, recogiendo el legado de los anteriores hermanos, nos ha otorgado a todos y cada uno de nosotros el respeto de todo el mundo. Por recóndito que sea el lugar donde viva un hombre, ese hombre nos conoce. Ese hombre tal vez no sepa si somos o no un hermano, pero sí que sabe de nuestros actos. Y nos teme.
Si un hombre teme a otro, lo respetará, pero nunca…, jamás lo amará. Y el temor que nos tienen es tan grande, hermanos, tan grande… que hemos de tratar de aliviar ese temor del corazón de los hombres.
Hagamos que nos respeten sin temor.
Si un hombre ve morir a su hijo de hambre, no existe oro suficiente en el mundo para que ese pobre padre pueda pagar por un pequeño trozo de pan que alivie a su vástago. Si un hombre ve morir a su hijo de hambre, no existe actuación ni pecado lo suficientemente grande como para que piense que al cometerlo está obrando mal…, si con ello alivia la necesidad de su hijo. Cualquier hombre cometería la mayor atrocidad… si su hijo está en peligro.
Evitemos estas actuaciones en los hombres. Evitemos que piensen que están solos. Evitemos que crean que no existe la esperanza. Otorguémosla, nosotros que podemos. Evitemos el sufrimiento de los más desfavorecidos en la medida que podamos… y seremos unos verdaderos hombres.
Y nuestra alma, la quiera Dios o no… será libre.
Por ello, conmino a todos los hermanos de bien a que vean en mi petición, no en mi orden, pues no lo es, a que liberen a cuantos hombres puedan de este mundo del sufrimiento que atormenta sus vidas y sus almas:
Pido a todos mis hermanos que luchen contra la tiranía de los poderosos, a que luchen contra la barbarie del hambre que asola los estómagos de innumerables niños, y a que eliminen las putrefactas y corrompidas normas que obligan a los hombres a ser quienes no son.
Ningún hermano, adopte o no esta petición, será señalado por ello ni tendrá que abandonar sus actuaciones para con la hermandad. Ni uno solo.
Solo… seguid vuestro corazón… y veréis cuán grande es la capacidad que poseéis de hacer lo correcto, de otorgar justicia.
Por último, hermanos, deseo recordaros que nuestro paso es tan efímero, tan leve y tan tristemente corto entre los hombres, que quisiera que comenzarais a considerar un desperdicio de tiempo, aquel que le dediquéis a otra cosa que no sea hacer el bien.
Cuantas más lágrimas de dolor cambiéis por lágrimas de dicha, más grandes y más abiertas estarán para vosotros las puertas del cielo, más grandes y más abiertas encontraréis las puertas de los corazones de los hombres, y más grande será el respeto y admiración que sentirán los hijos de la tierra por vuestros actos…
… y… viváis o muráis pronto, no os quepa duda…
… poned una sonrisa en las caras de los hombres y los niños del mundo…
… y conseguiréis la Eternidad.
Hermano mayor
Lacró la carta y marcó en la lacra tres puntos formando un triángulo equilátero, hechos con una pluma sin tinta. Respiró profundamente y se recostó en la silla. En ese momento entró Elías. Le preguntó con la mirada dónde había estado. Por toda respuesta miró la carta. Elías vio un poco de tinta en sus dedos y supo que la había escrito José. La cogió, interrogándole con la mirada de nuevo. José le respondió:
—Es… mi sentencia de muerte. Es lo correcto, hermano.
Elías se apresuró a abrirla y la leyó. José no le dijo nada. Cuando terminó de leerla, se sentó junto a su hermano y escribió una nota:
Eres grande, hermano, el más grande que vi jamás… ¿Tu sentencia de muerte?…, ya veremos…
José le miró, y Elías sonreía mientras acariciaba la pequeña lágrima de hierro que colgaba de un cordón de cuero de su cuello. Ambos sonrieron recordando cómo había llegado allí y se dispusieron a ir a la cocina a beber un vaso de vino.
Elías estaba convencido de que José había hecho lo correcto. A pesar de que a partir de ahora tendría que andar con cien ojos por ahí para protegerlo. A él, a las mujeres y los niños. No le importó en absoluto. La capacidad que ahora poseían de poder ofrecer justicia a los hombres debía de ser usada.
Si un hombre tenía poder, estaba obligado a usarlo para hacer el bien. Y si lo poseía… y no lo empleaba para el bien, su humanidad se marchitaría hasta dejar su alma tan yerma como la piedra que José vio a la orilla del río. Su recuerdo permanecería…, pero no sería valorado por los hombres. Su alma se asemejaría a la de un campo maravilloso al que hubiéramos sembrado con sal. Lástima que muchos hombres no pensaran así.
Una pena.