Capítulo XI

José subió por el camino mirando a ambos lados. No sabía muy bien por qué, pero las palabras de Urbana, en las que afirmaba que el bosque tenía ojos, le habían dado que pensar.

De modo… que era sorgina. Tenía que haberlo intuido: poseía remedios para casi todo, había asistido a varias mujeres en los partos, algunas noches la había visto bailar alrededor de la hoguera…, ¿cómo no se lo había preguntado antes? A parte de ese hecho, todavía estaba el padre de los bebés y sus sicarios. Estarían, con toda seguridad, buscando a Ángela y a los niños. Y no precisamente con buenas intenciones. Con todo esto, era normal que pensara que el bosque tenía ojos. El fraile se descubrió a sí mismo mirando por encima del hombro un par de veces, sin pensarlo, mientras subía de nuevo con sus hermanos.

Llegó a San Lorenzo, y después de poner al corriente a Elías, al cual, la verdad, no le sorprendió mucho lo que le contó sobre Urbana, decidió acercarse a la pequeña capilla y rezar, pidiendo consejo al santo y a Dios. Pocos minutos después de que empezara, entró Remigio. Rezó con él y, al acabar, salieron y hablaron:

—Vaya, hermano, te veo algo mejor que esta mañana…

—Sí, José, estoy un poco mejor. Elías me acercó a la cama un poco de pan untado con vino. Me ha sentado bien.

—Je, je, je…, me alegro, Remigio, me alegro…

—Mientras estabas fuera, ha subido Manuel a hablar con Francisco. Como le he dicho que estaba indispuesto, me pidió que le llevara hasta ti.

—¿Manuel…? ¿Qué Manuel…?

—El porquero de Nemesio. Ese al que le gusta el vino más que a una vieja los chismes…

—El… —A José le dio un vuelco el corazón—. ¿El hermano de Felisa, la tabernera?

—Sí, el mismo, por cierto…, ¿sabes que Felipe, el monaguillo, se acercó esta mañana y me dijo que la han encontrado muerta?

—¿Dónde…?

—En el viejo castaño…

—No, Remigio, no lo sabía… —José levantó un poco la voz—. ¿Dónde está Manuel?

—Pues no lo sé…, marchó al no poder hablar ni con Francisco ni contigo. Bajaron juntos de aquí…

—¿Quiénes…?

—El porquero y el monaguiiiiiiiillo… Ya te he dicho antes que estuvieron aquí esta mañana… Oye, ¿te pasa algo…?

José no le siguió escuchando. Salió corriendo a toda velocidad en busca de Elías y le dijo que iba a bajar al pueblo. Intentó parecer bastante sereno, pero a Elías no le podía engañar: algo le había puesto nervioso. De modo que le contó que el hermano de Felisa había estado allí.

—¿No lo entiendes, Elías…? Han matado a su hermana, trabaja en El Arroyo…, y ha subido aquí a hablar con Francisco o conmigo… ¡Manuel sabe algo, seguro! Él sabe quién es el padre de los niños…, o si no lo sabe, seguro que conoce a los mercenarios que tiene a sueldo…, que son, según Urbana, los que mataron a Felisa… —José tenía la boca seca—. ¡Seguro que frecuentan El Arroyo!

Elías se acercó a la mesa, escribió algo y se lo dio a José:

Que ni se te pase por la cabeza bajar a El Arroyo. Te conozco. Francisco está en la cama. Quédate. Puedes ir mañana…, y un poco más tranquilo.

—¡Elías…!

Elías le miró desafiante y negando con la cabeza. Si bajaba, no sería con el beneplácito suyo. Lo pensó un momento…, tenía razón…, otra vez…

Estaba de acuerdo. Sería mejor esperar al día siguiente. Con Francisco postrado, él allí era necesario. Además, ya había estado toda la mañana fuera de casa… y, sí, era verdad…, estaba un poco nervioso… Esperaría al día siguiente, a estar un poco más calmado. Bajaría por la mañana temprano, de ese modo, Nemesio y Manuel estarían prácticamente solos y podría hablar con el porquero, sin molestarle en las horas nocturnas, sin duda las de más ajetreo. Respiró hondo y asintió a Elías. Este sonrió, y le dio otra nota en la que le invitaba a que aseara a los bebés mientras él limpiaba un poco el pórtico. Al deshelarse la nieve, poco a poco, en algunos lugares se formaban pequeños charcos de agua; molestaban bastante para poder pasar a la entrada de la capilla.

De modo que José, se quedó con los niños. Pensó que estaría bien relevar un poco, con los bebés, al bueno de Elías. Antes de cambiarlos, se acercó a la cocina a coger el utensilio, que días atrás había preparado Elías, para poder dar leche a los niños: un pedazo de cuero cuadrado, bien limpio, girado sobre sí mismo hasta formar un cucurucho. Por fuera lo había atado con unos cordeles de lino. La punta del cucurucho la cortó con un cuchillo. La esquina, que sobraba por detrás, podía doblarse de modo que cubría la parte superior. Una vez lleno de leche, esta solo podía salir por el corte de la punta. Genial. Elías: un hombre de recursos. Recordó, jocoso, cómo le había recriminado, más de una vez, el hecho de que le acompañara, de jóvenes, al ejército. José siempre pensó que con su ingenio, si hubiese tenido la oportunidad de estudiar, hubiera llegado a ser alguien importante. Y Elías solía refrescarle la memoria, diciéndole:

—Al contrario que a ti…, me llaman algo más las faldas que los libros…

Poco después de la última conversación que mantuvieron sobre el tema, cambiaron la espada por el hábito.

Mientras José se quedaba atendiendo a los niños, Elías salió a la calle. Sin embargo, no se detuvo en el pórtico. Siguió caminando hasta su celda y se quitó el hábito. Lo colgó detrás de la puerta, sacó su bolsa de cuero y la puso sobre una manta, en el camastro. Mientras lo hacía, pensaba:

«No, hermano, no dejaré que vayas. De noche, allí, no está Dios».

Abrió la bolsa. Dentro, descansaban sus cosas, y muchos recuerdos. Sacó una vela, una imagen de la Virgen del Carmen, un pañuelo roto pero bastante grande, una camisa de lino, un pantalón ajado, una chaqueta, unas botas, un cinturón ancho con una vaina, todo ello de cuero de vaca… y el viejo cuchillo de hierro que le regaló su padre antes de partir a Flandes. Era grande. Sin la empuñadura, le llegaba desde el codo hasta la muñeca. Tragó saliva al tocarlo de nuevo. Casi se corta. Todavía estaba tremendamente afilado. Y negro, muy negro. De manera fugaz, pasaron por su cabeza diversos momentos vividos con la empuñadura en su mano derecha. Algunos buenos, como cuando su pobre padre se lo regaló. Fue la última cena antes de marcharse de casa…

—¡Mujer…! Deja de llorar…, que tu hijo recuerde un hogar feliz y lo lleve consigo en la memoria —dijo su padre.

—Gracias, padre, es… es magnífico.

—¿Te gusta…? Más de dos dedos de ancho. La ley no acaba hasta el final de la empuñadura… y termina en un pomo de hierro. Pensé que sería mejor forrarla de cuero, a que fuese solo de madera. Mira, fíjate…

—Sí, ya lo veo… —Lo blandía en su mano con habilidad.

—Le he dejado una tira trenzada al final con un nudo corredizo. Así, podrás meter la mano por ahí… y, aunque te tiren al suelo…, no lo perderás…

—Gracias…, padre… —Se le humedecieron un poco los ojos.

—De nada, hijo, recuerda…, el sol siempre detrás de ti…

Su padre se esforzaba por no llorar. Le miraba orgulloso. Al día siguiente, el muchacho partiría para la guerra: el niño, ya era un hombre.

O como cuando cortaba pan con sus compañeros, en el frente, mientras esperaban bebiendo vino a que se acabara de asar aquello que ese día hubiesen podido arrimar a las ascuas…

—Corta el conejo, Elías, je, je, je…, tengo que comer algo antes de la faena… —Jorge esperaba impaciente un buen trozo.

—¿Qué faena…? —preguntó José. Jorge respondió:

—Digamos… que el postre de hoy es también… conejo…, pero sin desollar…

José se atragantó con el vino y le puso la cara perdida a Miguel…

Parecía que todos los compañeros se partirían por la mitad, debido a un violento ataque de risa.

Otros, sin embargo, no eran tan agradables. Si las cuentas no le fallaban, cientos de hombres habían caído bajo ese cuchillo. En varios países. En varios frentes. No estaba orgulloso. Estaba triste. Si su pobre madre supiera aquello, la daría un ataque. Acongojado y apenado, también se acordó de lo que le dijo su padre al volver:

—No puedo ni imaginarme lo que habrás pasado, hijo, habría dado mis dos piernas por estar a tu lado. —Suspiró—. No es necesario poder hablar para ser un hombre. Tampoco es necesario que hagas esto…, ¿meterte fraile? No soy un hombre muy religioso, pero si es lo que quieres… Anda, hijo, ve un poco con tu madre…, la pobre está… Ve con ella…

El recuerdo de su madre llorando feliz por tenerle de vuelta en casa, sin importarle lo más mínimo su estado, y su padre apoyándole, hiciese lo que hiciese, eclipsaba todo lo demás. Aun siendo ya fraile, pensó muchas veces que sería capaz de renegar de todo, si fuese necesario, si alguien de este mundo osara hacerles cualquier tipo de mal.

Como a los bebés.

Elías sabía que era uno de los hombres más viscerales, si no el que más, de los que conocía. Con doce años le rompió todos los dientes a un chico mayor que él, de unos quince años, de una patada en la boca. Y todo porque le había quitado una manzana a una niña del pueblo. En una taberna del puerto de Valencia, sacó las tripas, con su inseparable cuchillo, a dos hombres que intentaban propasarse con una muchacha borracha. Les dejó vivos con las entrañas esparcidas por el suelo. Luego, llevó a la muchacha a dormir y no se separó de su lado en toda la noche. Así era él. Así quería pensar que había sido. Así quería pensar que ya no era. Pero, ahora, mucho después de aquellos recuerdos, dos criaturas, que el único crimen que habían cometido había sido nacer, morirían si su padre los encontraba.

No, señor. Eso no pasaría. Él le encontraría antes.

Además, debía hacerlo antes que José. Ambos habían sido realmente letales, pero él poseía una capacidad única para arrebatar vidas, y José, sin ser manco, era menos diestro que él. No podía dejar que hiciera aquello solo. Bastante había indagado ya. Bastante se había torturado con la negativa inicial de José, a que él tomara cartas en el asunto:

«Elías, tienes que prometerme que no harás nada. Te conozco. Hemos de intentar arreglar esto de la forma más humana posible. Olvida los años del Segador. Ahora, los dos, somos hombres de Dios».

Aquellas palabras las pronunció José después de llegar con Ángela a San Lorenzo. Sabedor, como era, de la efervescencia de la sangre de Elías cuando se trataba de defender a los más débiles frente a los despiadados, José le pidió que no hiciera nada. Que ocupara todo su tiempo en cuidar a los bebés, algo que él hacía encantado. Pero esto estaba yendo demasiado lejos. Ya no podía mantenerse al margen. ¿El Arroyo? ¿Un lugar donde los hombres se jugaban a sus mujeres a los dados? No. José no iría de noche allí sin él, a pesar de saber que estaba Nemesio. Si estaba ocupado, no podría echarle un ojo. Y si no aparecía, mejor. Él entraría en escena. Lo tenía decidido.

«… arreglar esto de la forma más humana posible…».

Elías sonrió para sí, al recordar las palabras de José. Los hombres, desde siempre, arreglaban todo a base de cojones. Sin pensar. Tarareó nasalmente los versos que cantaban algunas veces en el frente:

curiosos los hermanos

que por costumbre han de hablar,

aferrándose con las manos

pasando siempre a gritar…

…y de las manos al acero

solo hay un parpadeo…

Muy bien. Él lo arreglaría. El hombre que segaba vidas como un aldeano siega hierba. El sobrenombre se lo puso Del Santo.

Era su turno. La hora del Segador.

Colocó la imagen de la Virgen en la mesita y se arrodilló ante ella. Encendió la vela a su lado. En su espalda tatuada, bajo el cuello y entre los hombros, se leía:

Messorem

Priusquam Proditor Martyris

Rezó con los ojos cerrados:

«Madre, sé clemente conmigo. Sabes que no soy un mal hombre. Sabes que daría la vida por ti, por la Iglesia… y por cualquier ser desgraciado de este mundo. Sabes que he renunciado a la violencia…, al menos, de momento. Sabes que me convertí en un hombre piadoso, leal a ti y a Dios. Sabes de todas las vidas que he arrebatado y que todas ellas fueron justificadas. Nunca agredí a quien no se lo mereciera. Lo sabes, madre…, lo sabes porque me conoces…, me conoces y sabes que no fallaré a esos niños… Lo sabes porque me conoces más y mejor que yo a mí mismo... —Abrió los ojos y miró a la Virgen—. Por ello…, porque sabes cómo soy, también sabes que no dejaré que esos niños sufran. Y si para evitar su dolor, he de sufrir…, sufriré. Si para preservarlos del mal, he de morir…, moriré…, y si para asegurarme de que esos niños vivan, he de matar…, mataré».

Se santiguó y se puso de pie.

Guardó la imagen de la Virgen en la bolsa, después de besarla.

Comenzó a vestirse. Se colocó el pañuelo como pocas veces antes lo había hecho: ocultando su rostro, no su cabeza. Una vez vestido del todo, pasó los dedos con delicadeza por los lóbulos de sus orejas. Subió por la ternilla, hasta casi abarcar la zona superior con la yema de los índices. Volvió a bajar los dedos hasta los lóbulos.

No se notaban. Ni uno solo. Ninguno.

Los agujeros que quedaron en sus orejas, tras años luciendo varios aros, habían cicatrizado. Oyó el ruido de las olas. Volvió a oler la pólvora. Sintió la brisa y el sol en su rostro. Notó sal en su boca.

«Son solo recuerdos…», pensó.

Metió la mano por el cuero trenzado de la empuñadura de su cuchillo. Lo ajustó a su muñeca. Observó los tres puntos tatuados en su palma derecha formando un triángulo. Cubrió los puntos con el mango y cerró la mano con fuerza. Se dio la vuelta. Cerró los ojos. Pensó en los niños.

Se giró rápidamente, haciendo que la hoja de hierro cortara el aire en dirección a la vela, y salió de la celda. Marchó sin mirar atrás.

El pabilo de la vela, ahora apagada, descansaba sobre la misma, flotando entre la cera derretida. Una ínfima columna de humo se elevaba en el aire.

Las volutas se diluyeron en un abrir y cerrar de ojos. Eso solo podía significar una cosa: esa noche moriría alguien.