Capítulo L

—¿Estás bien?

Irene se había arrodillado a su lado. José estaba sentado junto al fuego y miraba las llamas sin verlas.

—Sí… —sonrió—, solo un poco cansado. Esta noche no he dormido muy bien, eso es todo.

—Subís cada poco tiempo a ver la tumba de Gestas… y cuando bajáis…, ni tú… ni él… —apuntó con la cabeza a Elías, que estaba sentado, afilando de nuevo a su amigo negro—, sois los mismos…

José la miró. Irene se le acercó hasta que estuvo muy cerca de su oído, y le habló en voz baja:

—José, nosotras también le echamos de menos… —le dio un beso en la mejilla—, y podemos sobrellevar su ausencia por vuestra promesa…, José, lo estáis haciendo bien, no te tortures…, hay cosas que un padre no puede perdonar…

José se separó un poco y la miró. La sonrió. Una vez más, le había demostrado que creía en él con los ojos cerrados. El amor tiene esas cosas. La contestó:

—Una madre tampoco.

Irene sonrió. Sí, tenía razón. Le dio otro beso y le dijo que la cena estaría en un rato, que se quedara ahí, junto al fuego, y que no se preocupase por poner la mesa. José se giró y siguió mirando las llamas. Siguió recordando...

En 1714, y tras descifrar la cuarteta de Nostradamus, José comenzó a pasar horas interminables sin salir de la cocina. Buscaba que los obreros de Baltasar dejaran su trabajo, sí, pero quería que fuera de una forma lenta y que además llevara a los que pudiesen sustituirles a no querer aparecer por ese lugar. Buscaba algo que los desanimase a siquiera subir allí. Sonriendo, pensó que, incluso su tierra, le estaba dando la solución.

Primero haría que los obreros se sintiesen físicamente indispuestos para trabajar: un hombre motivado y con ganas de hacer su trabajo podía ser extremadamente eficiente, y con ello, el palacio podría terminarse en unos pocos años. Él buscaba que sus facultades físicas mermaran conforme pasara el tiempo…, para llegado el momento, actuar de otra manera.

Afortunadamente, los obreros traídos por Baltasar desde Transilvania, en 1711, habían venido solos. Ni un solo familiar. Eso limitaba mucho los problemas. Haber tenido que ocuparse de mucha otra gente habría sido casi imposible. Eran veinte. El resto, venidos de otros lugares del valle.

Y comenzó el plan que, junto a Elías, había urdido unas semanas atrás. Plan que, justo es reconocer, había germinado en la cabeza del fraile mudo.

Se dejaron ver, de manera habitual, por la obra. No era muy raro, ya que subían muy a menudo hasta San Lorenzo, y los trabajadores se acostumbraron a verlos. Además, les dijeron que vivían cerca de allí, en Aranguti, y ni uno solo de los obreros transilvanos se preguntó siquiera cómo era que dos frailes vivían apartados de su congregación. Es más, si alguno de ellos se lo llegó a plantear, esas ideas se borraron con rapidez de su cabeza, pues les subían con frecuencia algo que llevarse a la boca.

Cuando un hombre trabajaba al aire libre, nada era tan bienvenido como algo que poder comer a deshoras… y algo para mojar el gaznate. Elías les llevaba el pan y el vino a los obreros del valle. Ellos tampoco les hicieron preguntas. Sabían su situación desde hacía años. José acercaba las viandas a los obreros de Transilvania.

Solo les subían pan y vino, pero para ellos era más que suficiente. Por si fuera poco, el vino, cuando hacía frío, era caliente y acompañado de azúcar: ¿quién daba más?

Sin embargo, en el vino para los transilvanos, José diluía también una generosa ración de plantas que les… aletargaban. Preparó una bebida a base de tila y otras hierbas calmantes como manzanilla, que hicieran tranquilizar el cuerpo. Y como el vino era un tanto afrutado, no se daban cuenta de lo que tomaban. Para ellos solo era vino. Ninguno se preguntó cómo era que, tras beberlo, se sentían un tanto galbanosos.

Esa era la primera parte de su plan. Tranquilizar su cuerpo, adormilar sus estómagos. Una vez conseguido esto, daba comienzo la segunda parte del plan: el pan.

José había machacado alubias secas hasta hacer harina. Su plan, unido el vino con las hierbas y el pan con harina de alubias, era bastante sencillo.

Con el estómago aletargado, la ingesta del pan les proporcionaba a todos los obreros una desazón interna bastante molesta: si el estómago no trabajaba bien, y las legumbres molidas llegaban a él, dentro del mismo, fermentarían. No lo habían hecho al hacerse el pan porque le añadía la harina de las alubias al final, en generosas dosis, espolvoreándola por encima. Además, la harina de las alubias… no iba sola…

En pequeñas dosis, pues la consideraba un tanto peligrosa y no quería ocasionar ninguna muerte, José añadía al pan unas txakur-mihi, la lengua de perro, convenientemente machacadas una y otra vez. Añadía incluso la savia que brotaba al aplastarlas, pero con tiento, pues solo pretendía hacerles pasar un mal rato.

Alguno pasó varios días en cama. Otros pasaban el día entre los arbustos, tirando de pantalón, asegurando que, tras varias deposiciones, lo que echaban era tan negro como los pétalos de una margarita. No todos, pues, entre ellos, había alguno con una fortaleza física envidiable, pero para los objetivos de los frailes, con tres o cuatro que hubiesen padecido los malestares, era más que suficiente. En mayor o menor medida, seis sintieron molestias al principio. Los más fuertes, después.

Conseguido provocarles esas molestias, que no tenían antes de comenzar a trabajar allí, daba lugar el siguiente paso: el miedo.

José les contaba a los obreros transilvanos algunas historias de su tierra. Los obreros, agradecidos al fraile por la comida y la bebida, y deseosos de caerle bien, le atendían gustosos. Por si fuera poco, las historias, lejos de ser mentira, eran todas ciertas: todas.

Les contó cómo, hacía años, una mujer muy mayor y muy conocida en el valle, Urbana, pereció bajo las llamas, no muy lejos de allí. Les dijo que no hacía tanto tiempo, una montonera de huesos de más de una docena de hombres, aparecieron bajo los restos de un fuego allí mismo, donde se encontraban. En el valle no echaron en falta a ninguno de sus vecinos. Y les contó también un suceso que, mientras lo narraba, Elías le miraba como si quisiera borrar aquello de su mente: el cuerpo de un extranjero apareció allí, en un estado tan lamentable, que hizo vomitar incluso a dos hombres que se pasaban el día matando ganado y sacando las tripas de los animales para aprovechar la carne.

Esta última historia, tenía incluso que ver con el señor para el cual trabajaban. También con José y con Elías, pero omitieron de forma prudente hacerles partícipes de aquello. Aquella historia empezó hacía muchos años ya… en las mazmorras del rey de Inglaterra…

A mediados del siglo anterior, el XVII, coincidieron en prisión dos hombres. Uno era alto y con cómicos galanes de refinado. El otro era un enclenque bastante dado a la bebida. Los dos, eso sí, eran más feos que pegar a un padre con una alpargata sudada. Ambos convivieron con sus demacrados rostros, por la viruela, durante la mayor parte de su vida.

El más pequeño de ellos, un tal Richard, había sido arrestado y condenado a pasar varias semanas allí por haber pegado a una prostituta. El más alto de ellos, bastante joven e impresionable, le dijo que continuara contándole cosas. El pequeñajo siguió.

Como ya le había dicho, estaba allí por pegar a una prostituta, pero como era uno de los tres verdugos oficiales de Londres, le metieron en prisión, más como escarmiento que como condena. Odiaba a todo el mundo. Se reían de él diciendo que era enano, feo y demacrado. Richard le contó al hombre con el que compartía la celda, que estaba de continuo tan humillado y dolido con la gente, precisamente porque veían en él a una media mierda, que quiso pagar con ellos su propio resentimiento: entró a trabajar de verdugo. Ahora ya podían reírse de él todo lo que quisieran, pero si había que ajusticiarlos por alguna falta, y el veredicto impuesto fuera la muerte… Él estaría esperándoles…

Richard continuó contándole a aquel hombre que disfrutaba realmente con su trabajo: era un sádico. Anunciaba con mucha antelación sus ejecuciones y celebraba las mismas varios días antes de que se produjesen, generando en el cadalso ciertas… actuaciones no profesionales, en base a que siempre estaba… bajo el agua. Este, el alcohol, también estaba presente en las fases previas con las que se obsequiaba a los condenados, a los que torturaba de las maneras más inimaginables.

Por lo general, en su oficio, ejercía su labor de varias maneras, pero cuando ajusticiaba a algún noble, cosa que incluso le confesó que le llegó a provocar erecciones, lo hacía mediante dos formas: la horca y la decapitación. Estas, por lo general, eran las maneras de ajusticiar a cualquiera que tuviese apellido. Para el resto, como si les mataban a pedradas. Un pobre, para los ricos, lo era hasta en la forma de matarlo.

Varias veces, cuando usó la horca, tuvieron que ayudarle hasta para introducir la soga en el cuello del ajusticiado, pues incluso, en un par de ocasiones, se la puso él mismo, generando las risas de los reunidos, y un alargamiento de la agonía de quien debía de morir, que no deseaba más que aquello terminara de una vez. Siempre apestaba a vino.

Si para los condenados a la horca fue cruel…, para los condenados a morir bajo el hacha…, bueno, no existen calificativos.

Richard se congratulaba de poseer el hacha peor afilada de toda Inglaterra. Si a ello unimos su mermada capacidad física para actuar como un verdugo normal, estos, por lo general, hombres bastante fuertes, y también lo enclenque que era y que le gustaba más el vino que a un padre en el día de la boda de su hijo, en algunas ocasiones, se llegaron a contar más de veinte golpes para separar la cabeza del cuerpo de sus víctimas. Un par de ejemplos:

Lord Rusell fue decapitado por él. ¿Su delito? Instigar el secuestro del rey de Inglaterra. Cuando el lord inglés supo quién le iba a ajusticiar, Richard ya empezaba a ser conocido por sus métodos en muchos lugares, ordenó a su secretario que le diera diez guineas si le cortaba la cabeza de un solo golpe.

El duque de Mounmouth siguió el mismo camino que el lord: se le condenó a muerte por querer invadir Inglaterra. Cuando supo que su verdugo sería Richard, actuó como lord Rusell, ofreciéndole seis guineas si le cortaba la cabeza a la primera. Hubo, incluso, quien propuso comprarle un hacha nuevo.

Richard sonreía al hombre de su celda con sadismo, mientras le contaba que a ninguno de los dos le cortó el cuello con menos de doce hachazos.

Cuando ambos salieron de la cárcel perdieron la pista el uno del otro, pero el hombre alto y desgarbado se había sentido tan intrigado, por las actuaciones en las torturas y en las ejecuciones, que Richard le contó cuando convivieron juntos, tras los barrotes del rey, que quiso buscarle un tiempo después, pues se empezaba a sentir atraído por esa mezcla de poder y desprecio hacia otro ser que poseía un verdugo… o mejor aún, un torturador. Unos meses después, su moneda cayó de cara.

La fama de Richard se había extendido tanto, que él mismo redactó un panfleto en el que contaba sus actuaciones. Una de las copias llegó a manos de su anterior compañero de celda, e incluso sonrió cuando aquel compañero, Richard Jacket, conocido ya como Jack Ketch, lo tituló: Apología de Jack Ketch. Fue a su encuentro y bebieron vino a rabiar mientras Richard le decía al flaco cómo había que proceder con rigor para que el trabajo fuese algo más que un trabajo, para que fuese una manera de descargar la ira que poseía en su interior sobre cada reo que cayese en sus manos. Los que más le gustaba de torturar: los ricos. Tras enseñarle innumerables formas de proceder, de palabra, le dijo que como mejor se aprendía era practicando, de modo que le invitó a que le acompañase durante un tiempo, que a su lado aprendería el oficio mejor que al lado de cualquier otro.

Tras veinte años de servicio como verdugo, Jack Ketch fue arrestado de nuevo por haber caído en los errores que le llevaron a conocer a su alumno: pegó a una prostituta, pero esta vez, la mujer acabó muerta. Lo condenaron a la horca.

Tardó varios minutos en morir, ya que pesaba muy poco y su cuerpo se balanceaba de un lado al otro, mientras que los que le vieron exhalar, comprobaron con deleite cómo se había hecho justicia: Jack murió tras una agonía terrible, como sus víctimas, incapaz de ahogarse de una vez, pues pesaba menos que un hatillo de humo.

Entre los presentes se encontraba su alumno, una copia de Jack, por lo feo y desgarbado, a pesar de las ínfulas que se daba, aunque bastante más alto. Este hombre presenció una actuación de su maestro en la que hubo una cosa que le llamó la atención…

En 1679, Jack tardó un día entero, desde el alba hasta el anochecer, en cortar la cabeza a nada más y nada menos que treinta nobles. La sola noticia de saber que serían tantos, le hizo beber hasta perder el sentido durante varios días con sus correspondientes noches. Llegado el día de las ejecuciones, tras cortar… o más bien desgarrar, las cabezas de veintinueve de ellos, el verdugo pidió permiso para posponer la sentencia hasta el día siguiente: estaba agotado. El hijo del hombre que quedaba vivo, un noble del país de Gales, le dijo que si no ajusticiaba a su padre de manera inmediata, le despellejaría vivo, que no le alargara su agonía durante más tiempo. Con sus últimas fuerzas, le cortó el cuello… tras más de treinta golpes.

Su alumno, maravillado e incrédulo, por lo que acababa de ver, le preguntó si aquello era algo habitual. Cuando Jack le contestó que era fruto de su tremendo cansancio, este le dijo que no le había entendido: le preguntaba si era habitual conseguir que otros hicieran cosas inauditas, como la del noble Galés que amenazó con asesinar a un verdugo del rey delante de tanta gente, hasta tal punto de poder llegar a cometer auténticas locuras. Jack le dijo que sí, que ante el temor del sufrimiento, el hombre era capaz de hacer lo que fuera para tratar de evitarlo.

Tras esta corroboración, y la muerte de Jack, aquel hombre se enfrascó en una aventura que le llevó por toda Europa al servicio, como verdugo, de quien pudiera pagar sus artes. No importaba que fuese pagado con dinero español, francés o inglés: era dinero. Se sentía un hombre afortunado y le pagaban muy bien haciendo lo que más le gustaba: torturar y matar.

Y la casualidad… o no tanto…, llevó a aquel hombre a llegar en barco a Bilbao, para llevar un mensaje de la corte española, la cual le había contratado.

Pasó una noche, solo una, en El Arroyo. Fue en la primavera de 1710. Y esa misma tarde…, Gestas estaba en la taberna.

Gestas había bajado para llevar a las prostitutas un recado de Irene: en un par de días haría los años y las invitaría allí mismo, en la taberna, a comer un asado que le encargaría a Nemesio. Bueno…, más bien a Asunción, pues el pobre dueño del local estaba ya en las últimas. La muerte de Manuel le había sumido en una dejadez absoluta. Si no hubiese sido por Asunción, y por las demás mujeres, habría muerto un mes después que su hermano tartamudo. Pasaba días enteros, sentado en una silla sin moverse, sin hacer nada más que beber. Ni José le consoló.

Las rameras le recibieron encantadas, como siempre que iba allí. Todas le daban besos y le abrazaban, y eso a él, con unas más que notables deformidades en su cuerpo, que espantaban a todas las chicas del lugar, le gustaba. ¿A qué joven, con dieciséis años, no le gusta que las mujeres le digan cosas bonitas, cuando por otras es rechazado?

Sentado en una esquina estaba el verdugo inglés. Pasaba por allí de camino, desde Bilbao, a llevar, curioso, un recado para un hombre que, más curioso aún, era de allí mismo: tenía que encontrarse con Baltasar Hurtado de Ametzaga para decirle, de nuevo, pues ya lo había hecho el propio rey en persona, que estaba loco si pensaba que el monarca español acudiría a aquel valle a visitar el lugar donde el marqués de Riscal de Alegre había nacido. Eso, a Baltasar, seguro que le pondría rabioso, pero en fin…, órdenes eran órdenes.

Cuando el inglés vio a Gestas, despreciable como era, comenzó a decirle que no se acercara a ninguna de las mujeres, o no tocaría a ninguna de ellas por la noche. Para su sorpresa, las mujeres se pusieron de parte de aquel cojo, jorobado, medio manco…, de aquella ridícula caricatura de hombre, eso, le enfadó de verdad. Tuvo incluso que contemplar cómo las mujeres le besaban, hasta dos y tres a la vez, mientras le decían que esa noche se tendría que frotar el miembro contra la cama, que ninguna le ordeñaría. Un hombre incluso le dijo, desde la otra punta del local, que se tranquilizara, que no le convenía molestar a aquel muchacho. El inglés, sin embargo, se fue cabreado de la taberna, con una idea muy clara: aquel montón de carne desordenada lo iba a pagar.

Cuando salió a la calle, ni siquiera se escondió para seguirle. Lo hizo para abordarle a su salida y acabar con él. Y lo hizo: Gestas salió a la calle y, al lado de la porquera, le clavó un cuchillo en la espalda. Cayó de rodillas al suelo mientras contemplaba cómo ese hombre agarraba una cuerda y le ataba de los pies a la silla de su animal. El caballo corrió por la calle, atravesando medio pueblo, hasta que llegó a la bifurcación de la subida a San Lorenzo, donde, asustado por la llegada del carruaje del señor del valle, inició la subida a galope en vez de seguir por Aranguti, camino que conocía de sobra el cuadrúpedo. En la subida, a escasos metros de la construcción del palacio de Ametzaga, los últimos restos del cuerpo desmembrado de Gestas quedaron allí. Sin peso ya, el caballo se paró también, extenuado por la carrera.

Una hora más tarde, José y Elías se enteraban de lo sucedido. Aquel hombre ni siquiera se había marchado de El Arroyo. Tras atar a Gestas al caballo, entró de nuevo en la taberna y cenó como si nada. Ni uno solo de los parroquianos, ni de las mujeres, se enteraron de lo que había pasado, excepto una prostituta joven. Ella fue hasta Aranguti.

José y Dimas habían ido a por el caballo. Cuando, por la subida, vieron los restos de Gestas esparcidos por el camino… Dimas tuvo que contener a José como pudo. Afortunadamente, era un muchacho fuerte… o eso creía él. Pero solo le contuvo cuando José le mandó a dos metros de distancia de un golpe, ofuscado, y se arrodilló ante él llorando pidiéndole que le perdonara. Luego José se sentó, y se quedó mirando al vacío mientras Dimas rezaba porque Elías subiese allí cuanto antes. El pobre muchacho sintió más terror por lo que vio que rabia, pero esta no tardaría en aparecer. Elías tardó media hora en subir.

Cuando Elías llegó hasta la taberna, las mujeres le miraban asustadas: nunca le habían visto así. Vestía su indumentaria sin el hábito, y a ellas las acongojó aquello. Subió a las habitaciones y abrió, una a una, las puertas sin importarle lo más mínimo si despertaba a alguien o no, si molestaba a alguien o no. Le encontró. Estaba medio dormido. Luego, Elías se le acercó despacio, renegando de Dios y de todas sus creencias mientras pensaba por dónde iba a empezar con aquel maldito desgraciado…

Sin embargo, lo que ocurrió…, dejó a Elías aterrorizado: como no lo había estado desde hacía mucho tiempo.

El hombre de la cama se dio la vuelta, aún dormido… y le vio la cara. Había envejecido, bastante además, pero no había ninguna duda, era él: Peter.

El hombre que los torturó en la pequeña iglesia hacía tantos años ya…, el hombre por el cual varios de sus amigos en el frente murieron desmembrados ante sus ojos…, el hombre ante el que se cercenó la lengua para no darle el gustazo de que lo hiciera él…

Había vuelto a aparecer en sus vidas, y lo había hecho, de nuevo, arrebatándoles algo. Les había arrebatado a Gestas… Al volver a pensar en Gestas, Elías volvió a ser él mismo…, pero decidió no matarlo allí. Hacerlo, era demasiado humano para ese ser…

Lo dejó sin sentido de un golpe seco. Lo ató y lo echó a la parte de atrás de un carro de la taberna. Montó en el carro y subió hasta los terrenos del señor de Ametzaga.

Cuando llegó, Dimas estaba tan asustado que ni se dio cuenta de que Elías no llevaba el hábito. Comenzó a llover. Elías bajó del carro y bajó también a Peter de él. Se había despertado y blasfemaba y perjuraba, sin entendérsele nada. La mordaza, no le dejaba. José, iracundo y sin ver nada más que lo que traía Elías en el carro, se acercó dispuesto a arrancarle el corazón con sus manos…, pero para su sorpresa, Elías le contuvo: le dijo que no… y le señaló su rostro una y otra vez. Por fin, tras unos segundos de dudas…, José lo reconoció. Le pasó como a Elías, por un momento le invadió el terror. Lo que sucedió después, cuando se le pasó…

Dimas observaba cómo Elías se quitaba la parte de arriba de la vestimenta, despacio, quedando desnudo de cintura para arriba. A pesar de la edad, aún parecía que su cuerpo había sido esculpido en piedra. El fraile miró al cielo con los brazos elevados, y cerró los ojos. El joven vio por primera vez en su vida las palabras tatuadas en la espalda de su padre. La conversación que tuvo Elías con Dios, se quedó entre ellos dos.

José había desmontado una rueda del carro y le había atado a ella los brazos y las piernas. Luego cogió una gran maza de la obra, que estaba justo allí. Aquel día, no había nadie. Elías se acercó hasta Dimas y le dijo que se arrimara a él. Quería que le viera bien la cara, la cara del hombre que había matado a su hermano. Dimas, al contrario que los frailes, no solo no sintió miedo al verle, sino que le tuvieron que sujetar. Si por él hubiera sido, le habría arrancado la carne a mordiscos allí mismo.

Peter miraba a los tres, preguntándoles una y otra vez quiénes eran, exigiendo que le soltaran, que un hombre que trabajaba para el rey no podía ser tratado de aquella manera. Elías se había puesto de espaldas a él y miraba tragando saliva al suelo, a algunos restos de carne de su hijo. Pasó la mano por un poco de sangre del suelo y se la restregó por el rostro y el pecho. Se santiguó. Se dio la vuelta y se acercó hasta el rostro de Peter. Abrió la boca y le enseñó lo que era su lengua. Mientras lo hacía, José le habló al inglés. Le dijo que intentara acordarse de una iglesia… hacía muchos años ya…, trabajaba como torturador para los franceses… y un hombre que prefirió morderse la lengua él mismo, a dejar que se la cortara…

Dimas oía todo y miraba cada vez más confuso a Peter y a sus padres. No entendía nada.

A Peter le cambió la cara por completo. Cuando se dieron cuenta de que les había recordado, le dijeron que por aquello, al fin y al cabo era su trabajo, cruel y despiadado, pero su trabajo, le habrían desmembrado poco a poco hasta que les hubiese suplicado. Entonces, tal vez le hubiesen matado. Pero, tras haber matado a aquel muchacho…, a su hijo… y de la forma que lo había hecho…

Le harían sufrir de golpe todo lo que él había hecho sufrir a los demás.

Le arrancaron la ropa. Con la maza, y entre los tres, le rompieron las muñecas, los codos, las rodillas y los tobillos. Elías le cortó la lengua y la nariz. También le hizo unos pequeños cortes por el cuerpo, soltando después parte de la piel que había cortado con la punta del cuchillo. Luego tiró de esos pequeños trozos de piel, despellejándolo vivo, mientras Peter era incapaz de moverse ni protestar. Solo gritaba. Les suplicaba que lo dejasen…, hasta les pidió que lo matasen de una vez… y se dio cuenta… de que no podía hablar…

Pero no lo mataron. No iban a ser tan buenos con él…

José trajo una estaca bastante buena de la obra, de unos dos metros. Introdujeron la estaca en el eje de la rueda y la clavaron allí, con la rueda y Peter en alto.

—Que los cuervos terminen el trabajo.

Tras las palabras de José, le dejaron moviéndose con pequeños espasmos a un lado y al otro… mientras veía cómo un cuervo ya comenzaba a revolotear cerca de allí.

En casa, explicaron a unas desoladas mujeres lo que había ocurrido. Todos sufrieron con aquello, pero Eva y Elías sentían un especial cariño por Gestas. Su deformidad le había acercado a ellos un poco más que a los demás, sin por ello dejar, ni mucho menos, de verlos como a su familia. El hecho de que a Eva la faltara una mano y a Elías la lengua, parecía que los había unido de una manera especial.

José explicó, entonces, quién era la madre de los niños que recogieron años atrás, les explicaron todo con pelos y señales. Dimas se marchó muy enfadado de la conversación: demasiadas emociones, fuertes y duras, para el corazón, en un solo día.

Enterrarían a Gestas junto a la mujer que lo había parido. Las mujeres no pusieron objeciones.

Los pocos restos que recuperaron del joven descansaban ya bajo tierra, cuando los frailes de la congregación, los vecinos que habían querido subir a despedirse y las prostitutas (no faltó ninguna), se marcharon. Entre sollozos y rezos, Irene, tras quedarse solos, habló:

—Eva y yo hemos hablado…, tal vez… la pobre Ángela los trajo a este mundo…, pero nosotras somos sus madres… Prometednos que el culpable caerá… y no nos referimos a ese perro que le mató…

—Irene…, Eva… —José las habló. Elías y él no querían más que olvidar cuanto antes aquella experiencia tan dolorosa—, ese hombre estaba aquí de paso, buscando al señor de Ametzaga…

Las mujeres se miraron y Eva asintió con los ojos rojos a Irene, que le contestó furiosa:

—¡Nos es indiferente, arrebatádselo todo!

Ninguna de las dos esperó una contestación. Bajaron de allí con Dimas hasta casa, sin mirar atrás.

Cuando los obreros del palacio oyeron todas aquellas historias que hablaban de hombres muertos, unos amontonados y quemados…, otros como festín para los cuervos… y todos muertos allí, se miraron los unos a los otros y se santiguaron según el rito ortodoxo.

Sabían que allí había ciertas creencias que no podía explicar Dios. Las supuestas brujas que hacían y deshacían a su antojo, y que mucha gente, de aquellas creencias, había perecido en hogueras, pero eso era algo que no les pareció más inquietante que lo que en su tierra solía pasar. Pero si allí mismo, donde estaban trabajando, habían matado a gente que nadie en el valle había echado de menos… Ellos, que eran tremendamente supersticiosos, empezaron a creer que sus males corporales tenían que ver con aquel lugar… y con aquellas muertes…

El plan de Elías funcionó a la perfección. Los primeros que se fueron marchando de la obra fueron los transilvanos. Estos comprobaban con alegría que en cuanto volvían a sus casas, terminaban sus dolores y malestares corporales. Los obreros del valle que seguían en el palacio recibieron unas notas en sus casas, en las que se les decía que si abandonaban la obra se les daría el sueldo de tres años de una vez. Una nimiedad para las arcas de la hermandad, la única vez que cogieron dinero de las mismas los dos frailes, y por alejar el mal del valle. Todos los obreros lo aceptaron gustosos.

Baltasar siguió trayendo obreros de fuera a su palacio, pero, tras unas semanas, recogían sus cosas y regresaban a Transilvania. Allí se comenzó a extender la creencia de que el palacio del señor de Ametzaga estaba maldito.

Cuando los obreros regresaban a su casa en Transilvania, contaban sus experiencias a sus familiares y amigos. Una mujer que aseguró haber servido en el castillo de Cachtice, afirmó, sin género de duda, que Baltasar Hurtado de Ametzaga y Unzaga había vivido en él durante un tiempo. En el mismo castillo donde sabían que, en el pasado, habían desaparecido más de seiscientas mujeres jóvenes a manos de Erzsébet Báthory, quien se bebía la sangre de esas muchachas y se bañaba en ella con la intención de mantenerse eternamente joven, mientras su marido Ferenc estaba en la guerra, empalando hombres. De modo, que con todo lo que les había pasado con anterioridad trabajando en el palacio del señor de Ametzaga, creyendo como creían en los revinientes, y sabiendo como sabían ahora que su señor había vivido en el castillo de Cachtice, era normal que cada vez llegaran menos obreros al Valle del Salcedón, y con menos ganas aún de hacer nada.