Capítulo VI
Ángela se despertó con los leves sollozos de los bebés. Apenas unos segundos después, Elías entró en la habitación. Posó su mano sobre el hombro de José, que había dormido allí aquella noche. Estaba sentado en una pequeña silla de madera y se sobresaltó un poco cuando notó la mano de su amigo en el hombro. Elías cogió a los bebés, sonrió un poco a Ángela, y se los llevó de la habitación.
—Buenos días, José —dijo ella, al cerrarse la puerta.
—Buenos días, ¿has dormido bien?
—La verdad es que tardé un poco, pero bueno..., conseguí descansar algo. No he pasado muy buena noche.
—Lo sé. Te oí sollozar y entré a dormir contigo y los niños. No te diste cuenta de cuando lo hice. Les llevé a darles un poco de leche, un par de veces. Tampoco los oíste.
—Gracias...
—¿Por darles leche? Mujer... son unos niños muy buenos: en cuanto les das de comer, se duermen.
—No. Gracias por haberles tenido esta noche a mi lado —matizó Ángela.
—Un bebé tiene que estar al lado de su madre.
—Sí, bueno…, verás, José, quería decirte algo… Estoy muy mal, me encuentro débil, muy débil. Tengo mucho frío y no consigo entrar en calor. No retengo la comida, mis pechos no producen leche y me cuesta respirar…
Ángela hablaba en voz baja, y estaba más blanca que la nieve que se entreveía por el ventanuco de la pequeña estancia. Sus ojos se habían hundido en las cuencas.
—…tal vez…, en unas pocas horas, el Señor me reclame a su lado...
—Ángela, por favor...
—No, José, no..., déjame hablar...
José se sentó en la cama con ella y la cogió de la mano. Ángela cerraba los ojos, y mientras un par de lágrimas caían por sus mejillas, sentía el calor de la mano del fraile. Era mareantemente agradable. Abrió los ojos y le miró la mano. Su mirada fue subiendo por el brazo, poco a poco, hasta que llegó a su barba. Un poco más arriba, los ojos de José la hablaban. La decían que estaría allí con ella hasta que fuese necesario. La decían que no la abandonaría. La decían que él, no la iba a fallar. El fraile se agachó y la besó en la frente. Un beso cálido y sincero que, por un levísimo instante, la transportó muy lejos de allí. Con él, la verdad, no iban ciertos convencionalismos propios de los ropajes que vestía. Con Elías tampoco.
Ávida de amor, al final, lo había encontrado bajo el hábito que tantas veces trató de evitar. No por miedo. Tampoco por respeto. Ella lo consideraba una especie de recato. Intentó siempre guardar las formas cuando los hombres de Dios estaban cerca de ella, o de alguno de sus posibles clientes. Gonzalo, su padre, la había tratado de inculcar el afecto y el respeto a Dios, y aunque no tuvo mucha fortuna, siempre quedó en ella una niña que asistía embelesada a los cuentos con los que su padre la trataba de hacer dormir en paz tiempo atrás. En esos cuentos, los ángeles siempre salían victoriosos del mal. En esos cuentos, Lucifer había perdido antes de empezar. Y sobre el Maligno, surgía siempre la figura de un ángel victorioso que, entre las nubes, la sonreía.
Tiempo después, pensó que el ángel que sonreía a su padre cada noche, reposaba en el fondo de una jarra de barro. Curioso lugar para que descansara la sangre del Señor. Curioso destino, el gaznate de los hombres.
Pero, en ese momento, sentía que ese ángel triunfante que la cuidaba, era la única semilla de amor incondicional que un hombre la había regalado desde hacía años. Amor fraternal, sí, pero si hubiese tenido un poco más de tiempo, habría sido capaz de cometer una locura por tener el calor de ese hombre una sola noche en su camastro.
Regresó al oír de nuevo su voz:
—No quiero que pienses que te va a pasar algo malo.
—José, necesito decirte algo…
—Está bien… —El fraile accedió, sonriendo, a escucharla durante unos minutos—, pero solo hasta que Elías vuelva con los niños. Luego, dormirás un poco.
Ángela no escatimó en detalles. Le contó con pelos y señales todo aquello de lo que se acordaba de lo sucedido en los días pasados: el parto, el encuentro con Urbana (aquí, sí que omitió ciertos pasajes, como todo lo referente al milagro de San Lorenzo, con el crucifijo incluido), Ana y su asesinato, la quema de su casa, los lobos, la huida, lo que la sucedió a su llegada a Santa María, y su posterior violación a cargo del mendigo.
—Luego, desperté en tus brazos… y el resto lo sabes tú mejor que yo —finalizó Ángela.
José estaba aturdido. Atónito. No daba crédito a lo que acababa de oír. Respiró hondo y la preguntó:
—¿Quién es el padre?
—Eso, José, no te lo diré. Si lo sabes, tal vez te haga daño a ti también, o a Elías… o… Dios no lo quiera… —Pensó en sus hijos.
Toc, toc, toc…
La puerta se abrió, era Elías con los bebés. José le miró a los ojos y le invitó a quedarse.
Elías entró en la celda, exhibiéndose como un pavo real. Lo había hecho. Las había terminado. No era ni mucho menos diestro con la aguja, pero, tras varias horas de arduo trabajo, lo había conseguido; dos prendas de lana, una para cada niño. Y no solo eso. Además, les había bordado a cada una de ellas las iniciales de los bebés: D. y G., José se sorprendió al ver aquello.
—¡Elías, pero bueno…!
Asombrado, José pasaba una y otra vez las manos acariciando las ropas de lana. El pobre Elías, una vez terminadas, la parte delantera y la trasera, las había cosido lo mejor que había podido, dejando unas pequeñas aberturas laterales para que pudiesen meter los bracitos por ahí. Les cubrían desde el cuello hasta debajo de los pies. Ideales para el frío. Como dos saquitos. Incluso con unas pequeñas capuchas que les cubrían las cabecitas.
Pusieron a los niños junto a su madre: dormían. Ángela miraba embelesada a sus bebés con las ropas nuevas y asentía agradecida y emocionada, a un más que henchido Elías.
Ángela, tras unos momentos en los que atendió a los niños, miró a ambos frailes. Elías observaba a los dos, sin entender muy bien qué pasaba allí, pero intuyendo que, fuese lo que fuese, le pondrían al corriente. ¿De qué habrían estado conversando ese tiempo? Ángela habló:
—Necesito… necesito pediros algo… algo que sé que podréis hacer por mí. Algo que sé que os da miedo, pero que no le puedo pedir a nadie más, la verdad es que no tengo a nadie más… —gimió un poco.
La noche anterior, había estado pensando, durante horas, cómo podría decirles algo así, sin que resultase lo más mínimamente violento. Se había rebanado los sesos buscando la forma de encontrar las palabras correctas, para hacerles ver que, ellos dos, y nadie más, eran lo único que tenía en ese momento a su lado. Bueno, a ellos y a los bebés, pero era por estos últimos por los que Ángela estaba haciendo aquello. Tragó saliva. Aunque hablaba con un hilillo de voz, lo soltó de un tirón:
—Necesito… necesito que me prometáis que… que… que vais a cuidar de mis hijos cuando yo no esté. Ni ellos ni yo tenemos a nadie más y… necesito irme, sabiendo que quedan en buenas manos: las vuestras.
Los frailes trataron de digerir aquello.
—Ángela…, verás…
A José le temblaba la voz. Sabía que tener que cuidar a los niños, en San Lorenzo, era impensable. Él también le había dado vueltas. No era un iluso, y sabía que el hecho de que Ángela pereciera en breve, era algo real y cercano en el tiempo. Pero… ¿ellos?..., no. Allí arriba, rodeados de frailes y con alguien tan estricto como Francisco, menos aún. Un niño había de crecer rodeado de otros niños. Rodeado de la familia. El pasado les demostró que no eran ni una cosa ni otra. No serían los primeros niños en San Lorenzo…, pero… ¿bebés?
—Míralos. No me puedes decir que no, José… —Ángela miró directamente a los ojos de Elías—. Elías, míralos tú también. —Tosió y volvió a tragar saliva—. No pueden crecer ahí fuera. El hombre es malo, malo por naturaleza —intentó parecer serena y fuerte—, creedme, sé de lo que hablo. Los hijos de una ramera, no tienen futuro entre los demás. Con vosotros, y sólo con vosotros, podrán crecer y convertirse en unos hombres de bien. No podéis quitarles esa oportunidad. —Volvió a toser. José y Elías se miraron.
—¡Me… muero! Y solo la idea de que mis hijos queden a vuestro cargo, me dará la paz que necesito para descansar —Ángela suplicaba, llorando, a los dos frailes—. No podéis fallar a una madre en su lecho de muerte…, no podéis decir que no…
Una pequeña lágrima bajó por la mejilla derecha de Elías. Volvió a mirar a José. El fraile mudo, le devolvió la mirada. Elías asintió con la cabeza. José la miró. Ángela volvió a toser. Imploraba una respuesta de José que no acababa de llegar. Elías, poniéndose detrás de él, le posó las dos manos en los hombros. Al estar de pie, su cabeza sobresalía por encima de la cabeza de su amigo. Le apretó muy fuerte en los hombros.
Aquel apretón de Elías era lo que necesitaba José para acabar de decidirse, para bien o para mal, sobre lo que debía hacer. Elías… siempre a su lado. Siempre ahí. Siempre apoyándole. Fiel.
Pensó por un momento en las palabras de la pobre Ángela. Tenía razón. No podían decirla que no. No así. No por cómo se habían desarrollado los acontecimientos, que Elías ignoraba, pero que él no. José sabía que si las criaturas quedaban solas, su padre acabaría encontrándolas. Esa, desde luego, no era para nada una opción. Después, sopesó las dificultades con las que se encontraría a la hora de criar allí a los bebés. ¿Cómo lo explicarían, no ya a los demás frailes o a Francisco, sino a cualquiera que apareciese por allí…? ¡Dios! Pero ¡qué dilema! Elías volvió a apretarle los hombros. Se giró de nuevo para mirarle y Elías asintió cerrando los ojos.
José levantó un poco la cabeza y miró a Ángela. Suspiró y comenzó a hablar en voz muy baja:
—No… —Ángela contuvo el aliento—, no tenemos la posibilidad de convencer a los demás frailes de que los niños se críen aquí…
Ángela se acongojó todavía un poco más. José se giró y le dijo a Elías:
—…pero… me temo que tendremos que buscar esa forma como sea… —suspiró de nuevo.
Ángela se derrumbó por completo y, aunque trataba de darles las gracias, no podía hablar. La emoción de haber oído aquellas palabras de boca de José, no la dejaban emitir ningún sonido que no fuese un gimoteo agradecido.
Un par de minutos después, un poco más calmada, les dijo que la gustaría que mantuviesen a sus hijos en la cesta, al menos, hasta después de su entierro. Una vez pasado este, cuando los demás frailes empezaran a impacientarse sobre el hecho de que tenían que buscar otro lugar para las criaturas, les dijo que para que sus hijos tuviesen cabida en San Lorenzo, lo mejor era convencer a los demás de que venían con un pan debajo del brazo, de modo que les instó a que buscasen entre los trapos de la cesta, los pocos ahorros que tenía, para que, de ese modo, intentasen calmar durante un tiempo a los demás frailes. A José no le convenció mucho la idea. Le parecía más bien infantil y poco crédula. ¿Cómo iban a convencer a los demás frailes de que los bebés se quedaran allí con un poco de dinero? Allí arriba tenían prácticamente todo lo que necesitaban, y el dinero no era ni una necesidad, ni una prioridad. Cuando José debatía con ella sobre este tema, y su voz se elevó un poco, ella dejó de hablar. Los dos frailes la miraban apenados y contrariados. Y con un tenue hilillo de voz, les dijo:
—Creedme…, encontraréis el modo de conseguir que los bebés se queden aquí, y no solo eso, sino que lo haréis con el beneplácito de los demás frailes. Prometedme que los cuidaréis, prometédmelo.
—No sabes lo que dices, Ángela…
—José…, Elías. —Ángela miraba a ambos hombres con los ojos casi cerrados.
Asintieron a una más que agradecida Ángela.
—¿Cómo lo haremos?
—Tened fe. Tenedla por mis hijos, tenedla también en lo que os digo. Ahora, me gustaría dormir un poco…, solo un poco…
Elías y José salieron fuera de la estancia con los niños. Buscaban que el rato que Ángela estuviese dormida, lo hiciera plácidamente y sin ruido. Deliberaron, durante una hora, la manera de hacer que los bebés estuviesen allí arriba con ellos. José hablaba; Elías escribía la réplica. No terminaban de ponerse de acuerdo. Elías se quedó con los niños cuando José le dijo que se acercaría un momento a ver a Ángela. Abrió la puerta despacio. No se oía nada. Se acercó, sin hacer ruido, al camastro. La observó. La dulzura que desprendía su rostro, relajado y en paz, contrastaba con el gélido ambiente que, de pronto, le pareció sentir al fraile en ese lugar. Volvió a mirarla. Paz... paz absoluta. Escuchó llorar a los bebés. Lo hacían con fuerza. Su pequeño, herido y marchito corazón… había dejado de latir.
Y de sufrir.
Unos pocos minutos más tarde, José, junto con los demás frailes, entraron en la habitación. Estaban todos menos Elías, que se había encargado de cuidar a los niños. Se quedaron, respetuosamente, a los pies del camastro. Francisco la dio la extremaunción. Se negó a hacerlo antes de que falleciera, si se daba el caso. Al terminar, los frailes, los dos que estaban ahora en San Lorenzo, además del propio Francisco, de José y de Elías, se inclinaron a los pies del camastro y abandonaron la estancia. Al salir, Francisco, le invitó por señas a José a que saliese un momento fuera con él. Se quedaron junto a la puerta de la celda.
—No se preocupe, Francisco, yo la amortajaré —le dijo José a su superior.
—No te he hecho salir por eso —le contestó serio.
—¿Entonces?
—No se la puede enterrar con la cantidad de nieve que hay fuera. ¿Qué vamos a hacer con ella?
—Hace ya horas que no nieva. Espero poder salir mañana y enterrarla.
—¿Dónde? Ni se te ocurra darla sepultura en el camposanto. Los hermanos que yacen allí, no merecen compartir lugar con una ramera.
—Padre, yo había pensado…
—He dicho que no. Entiérrala en el monte, en un claro, bájala al pueblo en un carro y sepúltala allí, pero aquí no. Creo que he sido bastante indulgente con el hecho de que la hayas metido aquí. He sido consecuente con la situación y, a pesar de mi negativa inicial, he dado mi brazo a torcer y se ha quedado estos últimos días con nosotros.
—Querrá decir, que la nieve le ha obligado a tomar esa decisión por usted, padre.
Francisco le miró furioso y desafiante. Le apuntó con el dedo.
—¡No me repliques! Ayer vi al hermano Tomás realizándose tocamientos impuros aquí mismo, donde estamos, tras la puerta de donde dormía esa ramera. A decir verdad, casi me alegro de que ya no esté aquí con nosotros…, al menos, en espíritu…
Ahora era José el que le miraba furioso. Francisco, a pesar de darse cuenta, prosiguió:
—Mañana, si el tiempo lo permite, y parece ser que así será, la sacas de ahí y la entierras. Puedes incluso elegir una de las piedras pulidas del corral para hacerle una lápida, no me importa. Cuando hayas terminado de amortajarla, quiero que tú y Elías vengáis a verme.
—Padre…
—He terminado por el momento. Os espero. —Francisco se giró y se fue de allí.
Se tomó su tiempo. La amortajó despacio. La sangre seca que quedó en el camastro, fue el único atisbo de que ella había permanecido allí en esos últimos días. Lo hizo solo. Insistió en hacerlo solo. Tomás se brindó a ayudarle, sabedor de que Elías cuidaría a los bebés. José se tuvo que contener de darle un mamporro con sus enormes manos. Le mandó que limpiara la nieve de la entrada en la medida de lo posible, para tratar de acceder, con la leve ayuda del sol, al exterior. La verdad era que limpió bastante. José quiso creer que lo hizo atormentado por la culpa. Por fin, terminó con Ángela. La dejó en el camastro y cerró la puerta con llave al salir. Se reunió con Elías y se fueron a ver a Francisco.