Capítulo IV

Un mendigo salió del templo antes de la finalización del oficio religioso. A Ángela la pareció raro. Dolorida y magullada hasta en las pestañas, se recogió aún más en el soportal de la iglesia. Asustada, vio cómo el mendigo se acercaba a ella. Al principio, no se percató. Era el mismo mendigo que hacía un rato la había pedido pan. Llegó hasta su altura y se paró. La miró fijamente. Luego a los dos niños de la cesta. Después otra vez a ella. Ángela empezó a temblar y no era por la heladora mañana. Tenía algo pérfido en la mirada. Se agachó y comenzó a acariciarla la cara. Un escalofrío la cruzó la espalda hasta la nuca y no era de frío: era pánico. Muchos hombres la habían acariciado así. Trataban de parecer sensibles y amables para hacer que ella se mostrase más complaciente en la cama. Luego la poseían durante unos minutos. Cuando terminaban, soltaban unas monedas y se iban. Pero aquel hombre no buscaba lo que otros. No. Había visto demasiadas miradas de hombres ansiosos de apagar su fuego entre sus piernas, como para no saber si la miraban así o no. Y por si fuera poco aquel hombre la había pedido… pan. Ya no se trataba solo de que no pudiese pagarla, sino de que un hombre desesperado por conseguir algo de comida, era capaz de cualquier cosa. Lo sabía bien. Los conocía bien. Sí. Lo eran por un poco de vino. ¡Qué no harían, hambrientos… por un poco de pan!

La agarró de pronto del cuello y la empezó a tratar de despojar de su ropa, haciendo jirones la chaqueta que tenía encima del vestido. Ella empezó a patear y pegar como fuese a aquel hombre, como un rato antes lo había hecho con el monaguillo, pero fue inútil. El costado la dolía demasiado. En la pelea, un golpe tumbó la cesta de lado. El mendigo la tenía fijamente cogida por el cuello con una mano, y pronto comenzó a asfixiarse. Sus golpes eran cada vez más débiles, si es que alguna vez fueron fuertes. Y mientras sentía cómo aquel hombre seguía arrancándola la ropa, oía el llanto de sus bebés, incapaz de hacer nada. Se hizo la oscuridad.

El desgarrador dolor la despertó. Pero sólo hizo eso, despertarse. No podía mover un músculo. Veía a sus niños fuera de la cesta uno al lado del otro, llorando, pero no los oía. No podía ver a aquel hombre, que ahora pasaba su lengua por su cuello mientras la penetraba una vez… y otra… y otra…, sentía cómo la llenaba de saliva allí por donde pasaba su lengua… y sentía cómo su intimidad se desgarraba cada vez más. Pero aún no había llegado lo peor.

Comenzó a lamerla por el cuello cada vez más abajo… y más abajo…, hasta que llegó a su pecho izquierdo. Hizo varios círculos con la lengua y se centró en su pezón. Lo mordía delicadamente. Lo apretaba suavemente con sus dedos mientras la seguía penetrando. Notó su espasmo cuando terminó. El mendigo se centró de nuevo en el pezón. Se lo chupó. Comenzó a succionar con fuerza. Paró y lo apretó de nuevo delicadamente con sus dedos. El blanco líquido surtió con fuerza, dejando una estela de cuatro hilillos de leche en la heladora mañana. Volvió a colocar su boca en el pezón y succionó… y succionó…, sin separarse…

«¡Dios mío! Era eso…, no, por favor, no… no…», ese era el único pensamiento de Ángela.

El mendigo, volcado sobre ella, siguió succionando hasta que le pareció que ya no sacaría más leche… y se pasó al otro pezón. A pesar de la poca cantidad del nutriente elemento que consiguió, no en vano hacía solo un rato que Ángela había dado de mamar a sus bebés, el hombre sonreía complacido. Ángela sólo podía elevar débilmente sus brazos y tratar de golpearle donde pudiese, pero sus fuerzas sólo la permitían dar pequeños golpecitos inocentes con las manos. Cuando el mendigo terminó, se puso en pie, se la guardó, y llevó a Ángela dentro de los soportales. La intentó poner de manera que pareciese dormida. Metió a los niños de nuevo en la cesta, seguían llorando, y se marchó de allí, sin mirar atrás.

Ángela no era capaz de pronunciar palabras inteligibles. De su boca partida sólo brotaba un casi inaudible:

—Dios…, ¿por qué…? ¿Por qué…? ¿Por qué…?

Giró un poco la cabeza y vio la cesta con los pequeños dentro. Se acurrucó un poco más, si cabe, de lo que estaba, y trató de no pensar en nada que no fueran sus hijos. Bajo ella, la sangre hizo de nuevo acto de presencia. Trató de alcanzarlos con la mano, pero no pudo.

De nuevo, oscuridad. Los bebés seguían llorando.

Despertó en un ligero vaivén que la hacía dudar de quién era y de dónde estaba. Sólo tenía muy claro que sus bebés lloraban. Giró un poco la cabeza, y pudo ver que el empedrado suelo se movía bajo ella. Estaba mareada. Estaba tremendamente dolorida. Estaba congelada. Giró la cabeza al lado contrario y vio a un hombre encima de ella. El hombre la miraba. No decía nada. De sus orificios nasales salían sendas nubes de aliento enormes que se perdían en el aire. Había dejado de nevar. Sintió incluso algún rayo de sol en la cara. Intentó abrir un poco más los ojos y no pudo distinguir el rostro de aquel hombre. Solo que poseía una enorme barba y que, encima de su cabeza, un halo precioso y brillante emergía con fuerza. Era un hombre y lo que veía por encima de su cabeza sería ¿el sol? Comprendió que la llevaba en brazos. La habló con una cálida voz que la tranquilizó:

—¿Estás bien? Te llevaré a que te den un poco de comer… y a tus hijos, y a que entres un poco en calor y te curen.

Ángela intentó hablar, pero no pudo. Giró la cabeza de nuevo y vio a sus hijos dentro de la cesta. Veía cómo sus boquitas se abrían con fuerza llorando, pidiendo algo de comer. El hombre la llevaba en brazos y con la mano, de cuyo brazo llevaba su cuerpo, asía la cesta a la vez que la sujetaba a ella. Intentó llegar a ellos. Fue en vano. No adivinaba a ver el rostro del hombre, pero sí percibir su bondad. Era algo que no veía. Era algo que sentía.

Volvió a intentar mirarlo y sólo pudo ver el maravilloso halo de luz que poseía sobre su cabeza. Él la volvió a hablar, con aquella voz tan cálida y reconfortante:

—Tranquila…, yo os cuidaré.

Cerró los ojos, llorando. Se acurrucó contra su pecho. No era un hombre: era un ángel.

Ángela se despertó, tendida sobre un camastro mullido, en una sobria pero acogedora estancia. Apenas podía moverse. Aun así trató de incorporarse y, después de lo que la pareció un suplicio, vio la cesta al pie del camastro. Estaba vacía. El terror la inundó. Quiso gritar, pero de su garganta no salía nada. Oyó un ruido en la puerta. Alguien estaba abriendo la cerradura. Un hombre entró. Le reconoció en cuanto le vio: era su ángel. Cuando entró y la vio medio incorporada, se acercó a la cama rápidamente y, con delicadeza, la hizo acostarse de nuevo.

—Tranquila… tranquila…, túmbate, anda…, estás demasiado débil como para siquiera moverte. —La vio mirar la cesta vacía—. Sé lo que estás pensando, no te preocupes, el hermano Elías está bañando a tus bebés. Enseguida te los traerá, tranquila.

—No… no… pue… do… pa… pa… garle… —acertó a decir Ángela, con un hilillo de voz—, Jo… sé…

José sonrió.

—Vaya…, me has reconocido… Eso significa que estos dos días te han sentado bien. Hazme un favor, no te preocupes por el dinero, Ángela, estaréis aquí hasta que te puedasvaler…—se puso un dedo en la boca—Sssshhhhh…, no intentes hablar, por favor.

Se abrió de nuevo la puerta. Era el hermano Elías que traía a los bebés.

—¡Pero mira quién ha llegado!... —dijo José—, Elías, pongamos a los niños un poco junto a su madre. Querrás verlos, ¿no? —dijo, mirando a la madre.

Los frailes cogieron un niño cada uno y los pusieron con cuidado sobre el pecho de su madre. Ángela los recibió con lágrimas: vio que dormían plácidamente. Besó a cada uno de ellos ante la atenta y tierna mirada de los dos frailes. Luego, cada uno de ellos volvió a coger a un niño y los dejaron en la cestita. Elías se disculpó, levantando la palma de la mano derecha y agachando la cabeza, y les dejó solos. José, mientras la daba unas cucharadas de caldo, que había traído al llegar, la hablaba:

—Te seré sincero —comenzó a decir José—. No eres del todo bien recibida por aquí. Al padre Francisco no le hace ninguna gracia que una mujer…, y más aún en tu caso, se quede aquí. Dice que no deberíamos acoger a ninguna mujer y a las fulanas menos, pero le he convencido para que te quedes aquí hasta que te recuperes. La verdad, sólo a Elías y a mí, no nos ofende tu presencia… y… sí…, sabemos quién eres Ángela y me has tenido preocupado desde que se quemó tu cabaña. Espero que no te sientas ofendida porque haya visto tu intimidad…, verás…, he tenido que limpiarte y volverte a coser, y no te voy a engañar, no está muy bien, pero lo que me preocupa es la sangre que has perdido desde que nacieron tus hijos. Por fortuna, lo del costado creo que solo es un golpe y tu labio solo está partido. Los morados del cuello y de la cara se irán pronto.

—Gr… gra… gra… cias… —acertó a decir Ángela.

—No, no hables, por favor, duerme un poco.

Se levantó y la dejó sola para que descansara. Al marcharse, se giró en la puerta y la dijo:

—Por cierto, muy buena idea la de forrar a los bebés con hojas de libros.

—Ur… Urba… na… —dijo Ángela.

José sonrió al oír aquello y asintió con la cabeza.

—Descansa. —Y cerró la puerta tras de sí.

La joven madre trató de descansar…, pero no pudo. Las palabras que había dicho el fraile, la habían recordado los hechos acaecidos desde que salió de la cabaña de Urbana, con Ana y los niños, hasta que decidió acercarse con estos a la iglesia de Santa María en busca de comida. Lloró de nuevo al recordarlo.

Un par de días después de la visita a Urbana, Ángela despertó muy tarde y no muy bien. Otra noche sin apenas dormir, pero era lo que la esperaba a partir de ahora y durante un tiempo. Un bebé no sabe de horarios. Sus tempos se basan en las horas de las comidas. Se levantó despacio y comprobó un momento a los niños. Dormían. Debería de haberse marchado ya de allí con los bebés, pero Ana la convenció de que esperase a que su herida cicatrizara del todo. Se acercó a la cacerola y sonrió al ver que Ana había dejado haciéndose la comida.

—¿Tocino...? —dijo extrañada pero agradecida.

—¿Qué…? Vamos, di algo…, hoy me lo he currado, ¿eh? —Ana había regresado.

Ángela se sorprendió al oírla. Luego, con una mirada inquisitoria, esperaba una respuesta. Ana, se levantó la falda y la dijo:

—¿Lo ves bien…? ¡Este pocho mío vale diez veces más que la cruz que te dio Urbana! ¡Ja, ja, ja…!

Ángela se reía moviendo la cabeza a un lado y al otro mientras tapaba la cacerola. Luego se puso de frente a ella y, con los brazos en jarras, la contestó:

—No… no quiero saber cómo lo has conseguido, ¡cacho puta!

Como respuesta, Ana hizo como que chupaba algo con la boca, sacando los labios hacia afuera, y acercando y alejando la mano con algo aferrado en ella, ficticio, y moviendo la cabeza arriba y abajo, siguiendo el compás de la mano. Sacaba de vez en cuando la lengua y lamía el aire. Tras hacer esto, la dijo:

—El hijo de Beltrán, el molinero, ese que también vende algo de pan hecho… Pues nada…, que se ha estrenado y le dije que le haría algo que no olvidaría. Se la chupé tan bien que me dijo que me pagaría el doble, ¡que no le importaba…! Ja, ja, ja…, y yo le dije que se dejara de tonterías y que me diera una pieza de tocino que tenía colgando en la cocina. Accedió.

—¿En la cocina?

—Sí, bueno…, se la chupé en su casa. Sus padres no estaban, ¡ja, ja, ja…!

—¿El hijo del panadero?

—Sí. Menudo rabo de mierda que tiene el muchacho…

—¡Ana!

—¡¿Qué?! ¡Se la he visto a más de medio valle, y hay chavales con catorce años que la tienen más grande que él!

—Ana, vamos a dejarlo, anda…

Las dos mujeres reían divertidas mientras veían cómo se cocinaba el tocino. Solo de verlo se las hacía la boca agua. De pronto, Ana se metió las manos bajo la faldriquera y sacó un trozo pequeño de pan que acababa de partir. Untó un poco en el caldo y lo comió. Se chupaba, con deleite, los dedos. Pan recién hecho. Se giró para ver la cara de Ángela. Esta no acertaba a decir palabra.

—¿Te he dicho ya, que esta mañana he estado en casa del panadero? —Ana se sacó el pan entero de debajo de la falda, partió dos buenos trozos y le dio uno a Ángela.

Las dos mujeres abrieron el pan y metieron dentro el tocino. Antes de darse cuenta, se lo habían zampado. Lo hicieron hablando animadamente entre ellas. Por unos breves momentos, se sintieron liberadas de todo tipo de preocupaciones. Cuando terminaron, Ángela se ofreció a ir a buscar un poco de agua. Ana se opuso. La dijo que irían ambas, si no, nada. Se tumbaron un rato a dormir y despertaron a eso de las cinco de la tarde.

—Vamos, Ángela, si quieres venir conmigo, a buscar un poco de agua, debemos irnos ya. En un rato anochecerá —dijo Ana.

—Sí, vamos.

Poco más tarde, estaban en el riachuelo. Como ese día no había nevado mucho, existían zonas que no tenían prácticamente nieve. Caminaron por la mayoría de ellas hasta el pequeño regato. Ángela se quedó un poco por detrás con la cesta de los niños. Justo cuando Ana se agachó con el cubo para coger agua, Ángela la zarandeó asustada.

—¡Ana… Ana…! —su voz gemía de terror.

Ana se giró, aún agachada, y vio que Ángela señalaba en dirección a la cabaña mal hecha que era su hogar. Una negra columna de humo emergía de entre los robles. Se veía un tanto difusa desde donde estaban. Además, la noche comenzaba a imponerse. Ana tiró el cubo hacia un lado y le dijo gritando a su amiga:

—¡Quédate con los niños! ¡No te muevas de aquí, ahora vengo!

Ana se arremangó la falda y salió corriendo lo más deprisa que pudo en dirección al humo. Ángela, asustada, cogió la cesta, y tan rápido como su cosida intimidad se lo permitió, se escondió con ella en el hueco de un gran tronco de castaño, caído y medio podrido, que estaba cerca. Quedaba justo por debajo del camino que llevaba de su cabaña al regato.

Ana llegó exhausta al fuego. La pobre cabaña ardía de abajo arriba y, por más que lo intentó, fue inútil tratar de acercarse a ella. El calor era insoportable. Tuvo que alejarse un poco. Triste, miraba en qué se iba a convertir el hogar de Ángela y los niños. Se consoló pensando en que, de todas formas, pronto se iban a ir de allí.

Oyó un relincho detrás de ella y se giró asustada: tres hombres a caballo. Uno, el mejor vestido, se encontraba adelantado a los otros dos. A estos, a pesar de estar algo más retrasados, los reconoció. Eran esos dos hermanos…, los Bisagra. Los tres iban con la cara cubierta. El caballero elegante desmontó y se acercó a ella. Ana, aterrada, dio unos pasos hacia atrás. El hombre se descubrió la cara.

—Tú… —susurró Ana, con los ojos muy abiertos.

En ese momento, comprendió muchas cosas. Todas, en realidad. Fugazmente, pasó por su cabeza el recuerdo de un hombre elegante que se acostaba con Ángela. El hombre que la había preñado. El hombre que había amenazado a su amiga con matarla a ella y al niño que llevaba en su vientre. El hombre que, en aquel momento, desapareció. El hombre que no los mató antes porque creería que la criatura podría morir al nacer…

«Maldito, maldito seas una y mil veces —pensaba Ana—, el hombre del que no quiso hablarla Ángela. El hombre del que la previno Urbana. Sí, era verdad. Todo lo que la dijeron, era verdad… Un hombre de su posición nunca dejaría que se supiese que tenía un hijo con una cualquiera. No podía permitirse tener un bastardo..., —maldito… maldito seas por siempre…».

Cuando estuvo a su altura, la habló:

—¿Dónde están? —la preguntó mientras endurecía su mirada.

—¿Quiénes? —contestó ella, desafiante, levantando la cabeza.

El hombre prosiguió mientras se ponía a un palmo de su cara:

—Ya sabes de quién te estoy hablando. —Sacó su espada mientras retrocedía un paso—. No me hagas perder el tiempo, ¡zorra! ¡Sé que sois amigas! —La golpeó de un modo muy brusco, con la empuñadura del arma, en la parte izquierda de la cara.

Ana cayó al suelo. Se incorporó como pudo, ante la atenta mirada de aquel hombre, y se quedó a cuatro patas escupiendo sangre. Comenzó a reírse. Empezó con una risa floja, una risa malvada. Cada vez se reía más. Giró la cabeza y vio encima de ella al hombre con una mirada furibunda. Este se agachó, la tiró muy fuerte del pelo hacia atrás, y mientras ella se seguía riendo, la gritó:

—¡¿Dónde están?!

Ana seguía sonriendo mientras la caía sangre por la boca, cuando le dijo en voz baja:

—¡Nunca los encontrarás… je, je, je…, se fueron… je, je, je…, se fueron lejos de ti… je, je, je…, ella y… tus hijos!... Je, je, je…

El hombre la miró contrariado y confuso. La soltó el pelo y se incorporó. Anduvo unos metros hacia el camino. Parecía nervioso. Se giró y la habló de nuevo:

—¿Hijos?

—Dos…, malnacido…, tienes dos hijos… je, je, je…

Aquel hombre se quedó por un momento paralizado. Incluso pareció asustado. Luego, volvió a la realidad y, acercándose rápidamente a Ana, la propinó una tremenda patada en la cara. La mujer cayó, sin sentido, de espaldas. El hombre envainó su espada, se dio la vuelta, y les dijo a sus acompañantes:

—Que sea rápido. —Montó en su caballo y se marchó.

Los dos hombres desmontaron, riéndose entre dientes, saboreando lo que se avecinaba. Cogieron a Ana por las extremidades y la llevaron hasta unos árboles caídos cerca de allí. La desnudaron y la ataron a uno de esos troncos las manos. La noche lo invadió todo. Ataron una cuerda a cada uno de sus tobillos, luego ataron estas a sendos bortos separados, de forma que su intimidad quedase bien al descubierto. Mientras la ataban bromeaban entre ellos:

—Ja, ja, ja…, ¿quién va a ser el primero…? Ja, ja, ja…

—¡Creo que debería de ser yo, ja, ja, ja…! La cuerda es mía, ¿no? ¡Ja, ja, ja…!

—¡Ja, ja, ja! ¡Hablarás, zorra, hablarás…, ja, ja, ja…! ¡Veremos cuánto tardas en cantar, puta, ja, ja, ja…!

—¡Mira… mira…! Se está despertando… Je, je, je…

—Puedes gritar, puta: no te oirá nadie.

No fue rápido. No habló.

Se divirtieron, durante horas, protegidos por la noche. Nadie pudo ver el humo del fuego, ya que la cabaña estaba un tanto escondida. Ninguna persona se percató de las llamas, no ya del pueblo, sino de quien se encontraba relativamente cerca de allí. Urbana no estaba y los frailes de San Lorenzo no podían ver nada desde allí arriba. Si hubiese sido de día, sí, pero no de noche. Cuando terminaron con ella, la llevaron un poco lejos del lugar. La tiraron al lado del camino, cerca de un riachuelo. Así, si venía alguna alimaña a beber agua, se desharían del cuerpo con facilidad. Volvieron hasta donde estaban sus caballos, montaron y se marcharon.

Ángela permaneció escondida y aterrada, durante horas, dentro del tronco de castaño. Los únicos ruiditos que se oyeron, donde estaba ella, eran los bebés cuando demandaban algo para comer. Ella les trataba de calmar con rapidez para que no les descubriesen. ¿Por qué tardaba tanto Ana? Hubiera querido ir para ver qué era lo que había pasado, pero el pavor que la producía dejar solos a los pequeños la obligaba a no moverse de allí. Y de ir con ellos… ni hablar. De noche cerrada ya, salió fuera de su escondrijo y se subió hasta el borde del camino para tratar de ver algo. No se atrevió a llegar hasta él, cuantas menos huellas dejara, mejor. Nada. Y eso que al estar el suelo relativamente nevado parecía que se veía algo más, ya que la blancura de la nieve reflejaba los tímidos rayos de luna.

Un buen rato después, oyó a alguien venir hacia ella y la dio un vuelco el corazón. Lo más rápida que pudo se agazapó como un gato en el castaño, y rezó para que los niños no llorasen. El ruido era cada vez más cercano. La temblaba todo. Al llegar encima de ella, escuchó la conversación:

—¿Aquí, decías…?

—Sí, venga… ¡A la de una…, a la de dos…, y a la de… tres!

¡Plofff!

Un cuerpo inerte cayó justo delante del castaño. Ángela tuvo que taparse la boca con las dos manos para no emitir ningún sonido. Uno de los bebés se removió en la cesta.

—Venga, vámonos antes de que empiece a nevar otra vez —dijo un hombre.

Escuchó cómo se alejaban. Se asustó. Se asustó mucho. Había reconocido esa voz: uno de los Bisagra. Si ellos andaban por aquí…, solo había una explicación: la buscaban a ella. A ella y a los bebés. Esos buitres llevaban un tiempo a las órdenes de él. Un minuto después, se centró en lo que habían tirado delante de ella. El miedo no la dejaba pensar con claridad, pero poco a poco se fue dando cuenta de que lo que tenía delante era un bicho muerto. O casi, porque la pareció que gemía. Un tímido rayo de luna llegó hasta allí. No era un bicho. Era un hombre desnudo.

«¡No… no… no!».

Distinguió perfectamente unos pechos grandes… o lo que quedaba de ellos. ¡No era un hombre!… ¡Era… era una mujer!...

«¡Dios! ¡Dios! ¡No…! ¡NO…!».

Se acercó rápidamente, se arrodilló y la dio la vuelta hasta hacer que la cara quedase en su regazo. Ana gemía un poco, de forma tan débil que apenas la oía. Ángela lloraba tratando de comprender qué la había pasado.

—Ana…, Ana… —susurraba la pobre madre mientras lloraba—. ¿Qué te han hecho…, Ana…?

Una lágrima de Ángela cayó sobre la mejilla de Ana. Esta, abrió los ojos de forma muy débil. La vio. Sonrió.

Después… se apagó.

Ángela, arrodillada aún y con la cabeza inerte de su amiga sobre los muslos, se encogió sobre ella llorando desconsoladamente. A pesar de ello, su garganta no emitía ningún sonido. Comenzó a balancearse sobre sus rodillas, hacia adelante y hacia atrás, sin soltar la cabeza de Ana. La nieve se hizo omnipresente, otra vez.

Un jadeo la hizo parar. Escuchó aturdida. Miró a un lado, luego al otro. Se la heló la sangre. Dos puntos luminiscentes se distinguían en la oscuridad. Un aullido en la silenciosa noche. Más puntos luminiscentes a lo lejos.

—No… no… —susurraba asustada, mirando en todas direcciones.

Bajó la mirada. Miró a su amiga muerta.

—Ana… Ana…, lo siento, Ana —susurraba gimiendo y llorando.

La dio un beso en la frente y posó con cuidado su cabeza en el suelo. Se levantó, cogió a sus hijos y se perdió corriendo en la oscuridad, tan rápidamente como su cosida intimidad se lo permitía.

Corrió y corrió hacia ninguna parte hasta que fue lo bastante lejos, o eso la pareció. Se detuvo. Tenía que pensar. Estaba en medio de ninguna parte. Se obligó a pensar. El miedo la había despejado la mente de una manera considerable. Curioso, hacía unos minutos ese sentimiento la había embotado. Se esforzó por tratar de borrar de su cabeza lo que acababa de pasar. Ana…, no podía alejarla de su mente. Violada y torturada. Gimió para sí, de nuevo. Los lobos estarían ahora dando cuenta de ella. Se agachó y vomitó.

La pareció que al hacerlo había despabilado un poco más su cabeza. Casi tanto como lo había hecho el miedo. Miró la cesta. Sus hijos. No podía haberse quedado allí y que las bestias los hubiesen matado. No había tenido elección. Se obligó a creerlo, pero eso no la acababa de consolar. Se aferró a la cruz que aún colgaba de su cuello. La apretó con fuerza, con mucha fuerza. El futuro. La esperanza. La soltó y metió su mano bajo la falda.

Sangre.

«¡Piensa…, maldita sea…, piensa!».

No tenía a dónde ir. No tenía un hogar, se lo habían quemado. No lo había visto, pero lo sabía. No había duda. Ni hablar de aparecer por allí. Ni hablar de acercarse para ver si se había salvado algo. El fuego lo habría arrasado todo.

Urbana no estaba. Se había marchado unos días.

Más arriba, en el monte, se encontraba San Lorenzo. Tampoco podía aparecer por allí. Los frailes no eran amigos de cobijar fulanas. Había oído que alguno, de allá arriba, sí que era más dado a obviar ciertos pecados, de lo que lo eran sus hermanos. Pero eran hombres de Dios. Y según su experiencia, con alguno de ellos, solo trataban con mujeres, si estas eran mujeres de Dios, o si se acercaban ellos a las prostitutas a quitar el requesón. No, subir allí, no era una opción. Además, era muy tarde…, por no hablar de que si descubrían que tenía el crucifijo de oro, la emparedarían.

Tenía que bajar al pueblo. Era la única opción momentánea. No la hacía precisamente gracia, pero era lo único que se la ocurría por ahora. La estaban buscando. A ella y a sus pequeños. Se convenció a sí misma, de que si llegaba a los soportales de la iglesia de Santa María, y se mezclaba con los mendigos, pasaría desapercibida. Sí, eso era. Nadie la buscaría allí. Y, una vez en la iglesia, trataría de buscar algo para comer. Tenía que hacerlo. Si no ingería comida con regularidad, mal podría alimentar a sus pequeños.

Luego buscaría la manera de llegar a Valmaseda. Si tenía que ser andando, pues andando. Tenía que llegar hasta la casa de algún prestamista, y así obtener vía libre para su futuro y el de sus hijos.

El crucifijo de oro. Volvió a apretarlo con la mano. Si lo llevaba encima, corría el riesgo de que se lo robaran. Tenía que quitárselo. No podía perderlo de ninguna manera. Miró a sus hijos en la cesta y enseguida lo tuvo claro. Les movió con cuidado y, bajo ellos, entre varios trapitos, metió la reliquia. Antes, con la cruz, hizo cuatro agujeritos, dos a cada lado de la cesta, cerca de la base. Ató las cuatro esquinas, del trapito que puso encima, a las aberturas. A ella tal vez la podían robar o registrar, pero una cesta con dos niños, no era precisamente un lugar donde buscar algo. Ahí estaría seguro. Besó a los dos niños y, tratando de no pensar en lo cansada que estaba y en que dejaba gotitas de sangre en la nieve cada cierta distancia, se abrió paso entre la espesura del monte hasta llegar al camino.

Miró a un lado.

Hacia arriba: San Lorenzo, los frailes.

Miró al otro.

Hacia abajo: Güeñes, el pueblo. Y Santa María.

Hacia abajo.