EPÍLOGO 2
Morrigan, hija de Ernmas, una de las más poderosas diosas celtas, a la que la diosa Danu le había otorgado los títulos de diosa de la Muerte y de la Destrucción y conocida también por muchos como Dama de la Oscuridad, siguió, con desconfianza, al hombrecillo enjuto y con un fuerte acento galés, que se había presentado como el maître, hacia el interior del comedor.
El último favor que le había pedido Dagda la había llevado hasta Crickhowell, una pequeña y pintoresca localidad del condado de Powys, ubicada en el este de Gales. Concretamente, hasta un encantador restaurante de las afueras, situado en lo alto de una pequeña colina y con una gran cristalera dentro de la zona de comedor que ofrecía unas vistas impresionantes del Parque Nacional Brecon Beacons.
El hombre, rubio y con un refinado bigote un tono más oscuro, la condujo hasta una mesa en el fondo del local y le retiró la silla con ceremonia para ayudarla a sentarse.
Morrigan observó a su alrededor mientras él le tendía la carta. El ambiente era relajado y agradable y, por sus expresiones, los comensales parecían muy satisfechos con la comida. Ojeó la carta y se decidió por una ensalada de brotes tiernos con nueces y queso de cabra y por la recomendación de la casa como plato principal: trucha salvaje a las finas hierbas, acompañada de setas silvestres.
Aceptó la sugerencia del chef de un vino blanco para acompañar la comida y, mientras lo degustaba, esperó con paciencia a que le sirvieran. No tuvo que aguardar demasiado. En cuestión de minutos, una bonita camarera apareció con el primer plato. La ensalada, aunque sencilla, estaba deliciosa y la disfrutó despacio. En cuanto acabó, la misma camarera le retiró el plato y le sirvió el siguiente.
La presentación le pareció muy cuidada y, al probar el primer trozo de trucha, cerró los ojos para disfrutar de todos los matices que acudieron a su boca al saborearla. Estaba exquisita.
—Señorita, ¿todo es de su agrado?
Morrigan abrió los ojos al escuchar la voz solícita del maître. Su sonrisa era amable. Sin duda, era una pregunta de cortesía, pues se notaba que tenía la seguridad en que la respuesta era afirmativa.
—A decir verdad, no.
La cara del hombre mudó al instante, dando paso a la sorpresa.
—Me gustaría hablar con el chef.
La observó, azorado, pues no parecía acostumbrado a aquel tipo de reacción.
Se excusó con ella y desapareció por las puertas que daban acceso a la cocina. Poco después, apareció seguido por un hombre con mirada ceñuda.
Morrigan lo observó con atención. Tenía cierto parecido al padre O’Malley, no se podía negar. Cabello oscuro, cejas negras y bien definidas en un arco anguloso, y unos ojos de un azul muy claro con el iris enmarcado en negro, lo que dotaba a su mirada de profundidad. Sus facciones eran duras y muy masculinas. No tenía la musculatura demasiado desarrollada, no como los fomorianos, pero sí lo bastante para resultar atlético. Con todo, el conjunto resultaba atractivo, muy atractivo.
La mirada de la diosa brilló de interés. Después de todo, puede que aquella misión no fuese tan aburrida como había supuesto.
En cuanto los ojos del chef repararon en ella, su mirada ceñuda fue sustituida por una cautelosa y su expresión de fastidio se borró para dar paso a un rostro inescrutable.
—Soy Sean O’Malley, el chef. ¿Hay algún problema con la trucha? —inquirió al llegar hasta su mesa. Su tono distaba de ser humilde, parecía bastante ofendido por la posibilidad de que tuviera alguna queja con su comida.
Morrigan sonrió para sus adentros.
—Ya lo creo que sí —respondió con voz suave y, mirándolo entre las pestañas, añadió—: Creo que necesita un toque de magia.