CAPÍTULO 11

Ser el dios del Sol era vivir en una constante monotonía: amanecer por el este y atardecer por el oeste. Siempre el mismo recorrido. Siempre igual. Para toda la eternidad.

Lugh se sentía hastiado, esa era la verdad. Razón por la que, cada vez más a menudo, dejaba los confines de Tir na nÓg y se paseaba por la superficie de la tierra. Al menos allí, el tiempo parecía avanzar y se sentía útil.

También había otra razón: adoraba aquella isla. Las extensas praderas verdes, los ríos y los lagos que nutrían la tierra, las suaves colinas y los frondosos bosques. En aquel lugar, podías respirar el poder de la naturaleza. Pero, sobre todo, lo que más le gustaba eran los momentos en los que el sol conseguía imponerse a las nubes que se recreaban en aquellos cielos y convertían el día en una celebración para todas las criaturas que allí habitaban. Un instante que era efímero porque, en aquella tierra, las nubes y la lluvia acechaban sin piedad.

Aquel parecía ser uno de esos días especiales: el sol brillaba en todo su esplendor y el cielo estaba teñido de un vívido azul.

Guio a su semental, con soltura, entre los árboles, sin un rumbo fijo, tan solo disfrutando de los cálidos rayos sobre su piel. Estaba llegando al lago cuando Albho, así se llamaba su caballo, alzó el hocico y movió las orejas.

—¿Qué te ocurre, amigo?

El animal, que entendía a la perfección sus palabras, corcoveó y cambió el rumbo hacia la orilla, guiándolo hacia aquello que le había llamado la atención.

Lugh se dejó llevar hasta que, unos metros después, divisó un ciervo de majestuosa cornamenta a orillas del lago Muckross. Eso no era de extrañar, aquellos animales eran usuales por la zona. Lo curioso era que se había acercado a una muchacha pelirroja y le olisqueaba la mano. Los ciervos no se acercaban a los siadsan.

Intrigado por aquella chica, se aproximó.

—Parece que le gustas —observó en voz alta, para hacerse notar.

Al oír su voz, el ciervo salió corriendo, espantado, al mismo tiempo que la pelirroja daba un brinco. Sin embargo, al instante, se giró hacia él y lo miró con fastidio.

—Ahora entiendo el por qué —murmuró Lugh al tiempo que observaba de forma apreciativa el cabello cobrizo, los intensos ojos verdes y la figura delgada de la chica.

—¿El por qué, de qué? —preguntó ella, con el ceño fruncido.

—Por qué le gustas. Eres preciosa —aclaró, con una sonrisa seductora.

Su monótono día acababa de tomar un giro inesperado. Retozar en el bosque con una preciosa pelirroja sería una buena manera de animarlo. Pero, para su sorpresa, ella bufó, incrédula.

—Y según tu teoría los ciervos se acercan solo a las chicas supuestamente bonitas, ¿no?

—La verdad es que no —respondió Lugh, tomándose su pregunta con seriedad—. Lo que me lleva a una importante pregunta, ¿quién eres tú?

—Ah, no. Si quieres saber quién soy, dime primero quién eres tú —soltó la chica, con los brazos en jarras.

Lugh se apeó del caballo con un salto ágil y se acercó a ella. Era bajita, mediría poco más de un metro y sesenta centímetros, pero lo encaraba con coraje.

—Me llamo Lugh —musitó, con una juguetona reverencia y cogió su mano para besársela de forma seductora—. ¿Cuál es tu nombre, preciosa?

Aquella galantería solía provocar diferentes reacciones en las mujeres: la mayoría se derretían, otras se ruborizaban, algunas balbuceaban, recordaba una que se había enroscado a él como una hiedra al tronco de un árbol, besándolo con fervor, incluso otra que había tenido un pequeño desmayo. Pero nunca, hasta entonces, lo habían mirado con indiferente diversión.

—Soy Diana.

Solo para probar lo que ya sospechaba, le hizo una descarada proposición.

—Si te dijera que te deseo y que me gustaría hacerte el amor aquí mismo ¿qué me dirías?

Cualquier siadsan le hubiese dicho «sí». De aquella extraña chica, esperaba alguna duda, incluso un «no», por insólito que fuera. Lo que no esperaba fue la sonora carcajada con la que fueron recibidas sus palabras.

—Sí que eres diferente —aseguró, y la miró con intensidad.

No era una Tuatha dé Danann, de eso estaba seguro. Tampoco una fomoriana; todos ellos eran morenos y de ojos oscuros, a excepción de Elatha, su rey. Tal vez, fuese una milesiana, aunque ellas también eran vulnerables al poder de seducción de los danianos. ¿Quién sería?

—Diferente, ¿por qué? ¿Porque no caigo rendida a tus pies nada más verte? —preguntó Diana, con una sonrisa escéptica.

Lugh asintió ya que su conclusión era evidente.

—No soy la clase de chica que se acuesta con un tío a la primera de cambio —explico la pelirroja, al tiempo que se encogía de hombros—. Estás muy bueno, pero no para tanto.

Aquel comentario hubiese supuesto una mella en la autoestima de cualquier otro hombre, pero no en la de Lugh. Él estaba seguro de su valía. Así que decidió seguirle el juego a aquella chica y se llevó la mano al pecho con dramatismo, como clavándose un cuchillo.

—Acabas de herir de forma mortal a mi ego masculino. Hasta ahora me había considerado totalmente irresistible para todas las mujeres.

—Ahí se acerca mi amiga. Si quieres te la presento y pruebas suerte con ella.

—Ese es uno de los peores insultos que le puedes hacer a un hombre. Primero me rechazas y luego intentas encasquetarme a tu amiga —rezongó Lugh, simulando indignación, porque, a decir verdad, se estaba divirtiendo con aquella muchacha—. Y seguro que tu amiga resultará ser un orco de esos que…

En cuanto sus ojos captaron la figura que se acercaba pedaleando en una bici azul, perdió el hilo de lo que estaba diciendo. Su voz fue bajando de tono, hasta que enmudeció por completo.

¡Por Danu! ¿Quién era aquella exquisita criatura?

Su corazón ralentizó el ritmo y su cuerpo se tensó. Eran los mismos efectos que sentía cuando se preparaba para una batalla, salvo por un detalle: la excitación que estaba endureciendo su miembro.

La observó acercarse como a cámara lenta, y disfrutó de los detalles que iba descubriendo de ella, cada segundo: el cabello largo y rizado, de un intenso tono castaño oscuro, que ondeaba a su espalda como una estela; la piel de un ligero tono bronceado, inusual en aquellas tierras; el cuerpo, delgado pero curvilíneo, capaz de satisfacer las fantasías de cualquier hombre… o dios.

Cuando ella puso sus ojos en Lugh, perdió el equilibrio de la bicicleta y casi se salió del camino.

«Eso sí que es una reacción normal al verme por primera vez» pensó al tiempo que esbozaba una sonrisa socarrona. Sonrisa que se amplió al ver cómo ella bajaba de la bici, trastabillando, y se acercaba con la vista clavada en él, completamente embelesada, hasta quedar a tan solo un paso de distancia.

Entonces Lugh pudo apreciar toda la belleza que había intuido en la distancia: el rostro en forma de corazón, la nariz respingona y los labios gruesos y carnosos; pero, cuando por fin se detuvo en sus ojos, oscuros y coronados con un abanico de tupidas pestañas negras, sintió como si una fuerza invisible le diese un puñetazo en el estómago.

No supo cuánto tiempo se quedaron así, observándose en silencio, hasta que oyó un fuerte carraspeo.

—Será mejor que os presente —masculló Diana—. Alana, este es Lugh, un rubio imponente que parece estar acostumbrado a que las mujeres se vayan desnudando a su paso y le besen los pies. Lugh, esta es mi amiga Alana, una exótica española que espero que no sea tan tonta de quitarse el suéter en cuanto le lances esa sonrisa seductora tuya.

—Perdona, ¿qué has dicho? —inquirió Lugh, al tiempo que recuperaba la compostura—. ¿Cómo has dicho que se llama esta belleza?

—Hace un momento has dicho que era un orco —apuntó Diana, con una ceja levantada.

—Me llamo Alana —farfulló ella y le tendió la mano, esperando a que se la estrechase, tal y como se saludaban los irlandeses.

Pero Lugh no pensaba desaprovechar la oportunidad que le acababa de ofrecer. Se acercó despacio hacia ella y tomó su mano. Una corriente eléctrica los recorrió, haciéndolos contener el aliento a la vez. Sin apartar la mirada de ella, posó los labios sobre el dorso de su mano.

Era deliciosa. Su olor, su tacto, su sabor… Sí, su boca se demoró más de la cuenta, recreándose en su piel, hasta sentir como ella se estremecía.

Lugh sonrió. Ya era suya.

—Vaya, eres impresionante —murmuró Alana, totalmente hipnotizada por él.

Y así era como él, el dios del Sol, deslumbraba a las mujeres.

Solo para estar seguro de que había ganado la batalla, preguntó con voz ronca:

—¿Me llevarías a tu casa y me dejarías hacerte el amor?

—Por supuesto —respondió Alana, sin vacilar.

La sonrisa de Lugh se ensanchó y miró a Diana de reojo, con gesto de triunfo. Esa era la respuesta que siempre le daban las mujeres.

—Pero, antes, aclárame una cosa —pidió Alana, de repente, a su amiga, al tiempo que alzaba una ceja de forma arrogante—. ¿Cuándo debo de quitarme el suéter? ¿Antes o después de besarle los pies?

Lugh vio entre azorado e incrédulo, cómo las dos muchachas estallaban en carcajadas. Tardó un segundo en darse cuenta de que Alana acababa de tomarle el pelo. Soltó un bufido indignado y se cruzó de brazos, con el ceño fruncido.

—No le veo la gracia —rezongó, ofendido—. Es la primera vez que me pasa esto con mujeres como vosotras.

Ese comentario crispó a Alana.

—Mira guapito, espero que con lo de «vosotras» te refieras a las turistas en general y no sea ningún tipo de comentario racista hacia las españolas en concreto, que insinúe que somos fáciles, porque, sino, soy capaz de pegarte tal patada en el culo que te lance de cabeza directamente dentro del trasero de tu bonito caballo —soltó la chica a la carrera, encarándose a él con los brazos en jarras.

Albho, que estaba pastando con tranquilidad a un lado, levantó la cabeza de golpe y soltó un relincho de protesta, pero Lugh no le prestó atención, solo tenía ojos para Alana. Estaba espléndida, con los ojos castaños entrecerrados de pura furia y el hermoso cabello rizado flotando a su alrededor y él sintió un ramalazo de deseo recorrer todo su cuerpo.

—No soy racista —aclaró, con el ceño fruncido al entender la insinuación.

—Más te vale —advirtió Alana, recalcando cada palabra con una estocada de su dedo índice sobre el pecho masculino.

Aquella forma de plantarle cara no hizo más que incrementar su deseo.

—Me gustan las mujeres hermosas y con carácter.

—Pues a mí no me gustan los hombres creídos —afirmó Alana, al tiempo que alzaba el mentón.

Se giró, ignorándolo, y volvió a montar en la bici.

—¿Nos vamos ya, Diana?

—Sí, claro —balbuceó la pelirroja, y se subió a la bici con cierta torpeza por las prisas—. Bueno Lugh, ha sido un placer. Ya nos veremos.

—Por supuesto que nos volveremos a ver —respondió Lugh, pero sus ojos estaban fijos en la figura de Alana.

Sí, se volverían a encontrar, él se aseguraría de ello. Y, por primera vez en mucho tiempo, el dios del Sol se sintió entusiasmado con algo.