CAPÍTULO 45

Estoy en Avalon».

«Estoy en Avalon».

«Estoy en Avalon».

Alana no podía dejar de repetir esa frase, como un mantra, mientras observaba embelesada a su alrededor. Si incluso había visto a dos unicornios pastando en un prado que había junto al castillo. Era increíble.

Al traspasar las grandes puertas de Avalon, accedieron a un descansillo elevado que daba al Gran Salón y Alana contuvo el aliento ante la belleza que se presentó ante sí. Diana se lo había descrito en una ocasión, pero en su imaginación no le había hecho justicia.

Era un espacio de un blanco resplandeciente cuya techumbre era un reflejo del cielo, en aquella ocasión, oscuro y estrellado. Había sido decorado con guirnaldas de flores frescas, que desprendían un aroma dulzón. Una gran hoguera situada en el centro de la estancia, con motivo del solsticio de verano, bañaba la estancia con su cálida luz: un fuego mágico que nunca se consumía y que no emanaba calor, tan solo emitía un agradable resplandor. Varios músicos hacían brotar de sus instrumentos una alegre melodía celta que inundaba cada rincón.

—¿Qué te parece? —susurró Lugh en su oído, sabedor de que estaba asombrada.

—Es casi tan impresionante como tú vestido así. Casi —enfatizó, mientras le guiñaba un ojo.

Su respuesta arrancó una sonrisa arrogante en Lugh.

Era la verdad. Vestido con pantalones claros, una camisa blanca con el cuello de pico y ribeteada con un pequeño volante y una chaqueta abierta de cuello mao, estaba guapísimo. Parecía salido de otra época.

—Me he tenido que esmerar para ser un digno acompañante de tu belleza —comentó Lugh mientras le cogía la mano y se la besaba con galantería—. Siempre estás hermosa, pero esta noche… Resplandeces.

Había adoración en su mirada y Alana se preguntó qué podía pasar aquella noche para que aquello cambiara y Lugh intentase matarla según la predicción de Eli.

—Ven, te presentaré a alguien que seguro que te encantará conocer.

Lugh la condujo hacia un anciano alto y fornido, vestido con una túnica larga de color blanco con adornos dorados, que aguardaba a los pies de la gran escalinata. Lo reconoció al instante por la visión que había tenido cuando fue a Muckross House por primera vez. Era Dagda.

En aquellos momentos, estaba dando la bienvenida a Diana y Mac Gréine, pero luego se giró hacia ellos y la observó con curiosidad.

—¿Quién es esta encantadora dama que te acompaña, Lugh?

—Es Alana —respondió él, mientras se erguía orgulloso—. La muchacha española de la que te hablé.

Sin saber cómo actuar, la joven se inclinó en una elegante reverencia, como si estuviese ante alguien de la realeza. En cierta forma, así lo era. Dagda era el líder de los danianos. Por el momento.

—Así que eres española —musitó Dagda y cogió una mano entre las suyas, en señal de bienvenida.

En cuanto se tocaron, la mente de Alana se nubló. Pudo ver llamas danzando en la noche. Una hoguera. La mirada de dos personas que se cruzaron en la distancia. Ojos marrones y ojos azules. Tierra y cielo. El hombre era alto y fornido, con un vibrante cabello pelirrojo. La mujer… Tardó un segundo en reconocerla: era Eleonora, su madre.

Abrió los ojos con un respingo y se encontró con la mirada profunda del anciano. Por un segundo, en su mente dejó de ser un anciano y se transformó en un apuesto hombre de cabello pelirrojo.

No lo entendía. Su visión coincidía con la historia que le había contado su madre de pequeña en innumerables ocasiones. La noche en que Eleonora conoció al padre de Alana.

Su corazón se saltó un latido cuando por fin lo entendió: Dagda era su padre. Aquella certeza la sacudió.

¿Pero cómo podía ser posible? En su visión, el anciano no tendría más de cuarenta años y ahora aparentaba más de ochenta. No había podido envejecer tanto en veinticinco años. Por otro lado, ¿desde cuándo los dioses envejecían?

Dagda debió de percibir algo, alguna conexión, o tal vez solo se percatase de la conmoción en sus ojos antes de que pudiese disimularla, porque la miró con intensidad.

Retuvo su mano de tal forma, que Lugh acabó observando a Dagda con el ceño fruncido.

—Bailemos —propuso y se interpuso entre ellos con disimulo.

Alana agradeció, en silencio, que la apartara del anciano. Su cabeza era un caos y sentía mil emociones removiéndose en su interior. Se dejó llevar con docilidad hasta la pista de baile y solo se relajó cuando Lugh la cogió entre sus brazos y comenzó a guiarla al ritmo de una suave melodía celta.

—Parece que Dagda se ha quedado prendado de ti —comentó, entre divertido y exasperado, al ver que el daniano no apartaba la mirada de ella—. Aunque no lo puedo culpar.

—No es más que un anciano —musitó ella, en un intento por quitarle importancia.

—No te dejes engañar, Dagda ha decidido mostrarse con esa apariencia por voluntad propia. Dice que es así como se siente últimamente. Pero su aspecto real es muy diferente: no aparenta más de cuarenta años y tiene el cabello de un vibrante color rojo —explicó Lugh, respondiendo sin saberlo a sus dudas—. Y que no te engañe esa aura de placidez e inocencia que lo rodea. Es un seductor nato. Sus hazañas con las mujeres son legendarias.

¿Eso es lo que había sido Eleonora para él; una más de sus conquistas? Aquella posibilidad la enfureció. Sobre todo, porque Alana sabía que su madre había atesorado hasta su último aliento los pocos momentos que habían compartido juntos.

Lugh debió de notar que algo no iba bien porque le levantó la barbilla con suavidad y escudriñó en sus ojos.

—¿Ocurre algo?

—Nada en absoluto —respondió ella y esbozó su mejor sonrisa, aquella que había estado practicando durante años para disimular sus verdaderos sentimientos—. Bueno, la verdad es que estoy un poco nerviosa. Nunca imaginé que pudiese estar aquí, contigo —comentó Alana, apelando a su vanidad para cambiar de tema—. ¡Mírate, pareces un príncipe!

—Mejor aún, soy un dios —respondió Lugh, con un guiño, mientras sacaba a relucir su lado más arrogante.

Tuvo que reír. Era eso o darle con el zapato en la cabeza. Pero la risa murió en sus labios cuando una pareja vestida de negro entró en su campo visual: Elatha y Morrigan.

A medida que los invitados fueron percatándose de su presencia, la música fue perdiendo fuerza y lo que antes eran ligeros acordes que flotaban en el ambiente fueron sustituidos por murmullos escandalizados.

Alana buscó con su mirada a Diana. La pelirroja había empalidecido visiblemente al verlos. Sin pensarlo, fue hasta su lado, en una muda expresión de apoyo. Al mismo tiempo, Lugh fue hacia los recién llegados. Por su expresión, parecía dispuesto a echarlos de allí a patadas, pero antes de que pudiera llegar a ellos, Dagda se le adelantó.

—Morrigan, Elatha. Os estaba esperando —comentó el anciano, con una sonrisa de bienvenida que dejaba claro que estaban allí con su consentimiento. Eso detuvo a Lugh de golpe—. Es un placer que nos hayas honrado con tu presencia, Elatha. Siéntete como en casa —añadió, con la voz lo suficientemente alta para que todos lo oyeran.

Con esas dos frases, el enemigo pasó a ser un invitado más. La música se reanudó y todo volvió a la normalidad.

La pareja se abrió paso entre los invitados, retando con la mirada a todos los que se cruzaban en su camino, y con un fluido movimiento comenzaron a girar al son de la música.

Diana los observaba, lívida. En su mirada se podía ver una mezcla de anhelo, tristeza y amor que le encogió el corazón. Al ver las lágrimas que comenzaron a asomar a sus ojos, supo que seguía enamorada del rey fomoriano.

—Ni se te ocurra ponerte a llorar —musitó Alana, mientras le cogía de la mano y se la apretaba, intentado transmitirle ánimos—. No les des esa satisfacción.

Diana asintió.

—¿Bailas conmigo? —propuso Mac Gréine, al tiempo que le ofrecía el brazo.

Alana observó cómo el daniano la volvía a llevar a la pista de baile. Por la forma en que la miraba y lo protector que se mostraba con ella, parecía que había caído en su propia trampa. ¿Era posible que Mac Gréine sintiese algo verdadero por Diana?

En un momento dado, Diana salió a la terraza y Mac Gréine la siguió.

—Esos dos van a buscar algo de intimidad. Tal vez deberíamos hacer lo mismo —susurró Lugh en su oído.

Era justo la excusa que necesitaba para continuar con su plan.

—Diana me ha contado que en Avalon se custodian tres de los tesoros de los Tuatha dé Danann. Te propongo un trato: tú me los enseñas y luego yo te agradezco el gesto como es debido en un lugar más íntimo —sugirió ella, en tono seductor.

—Al final voy a pensar que estás conmigo solo por el interés —rezongó Lugh, en protesta.

—Por eso y por tu enorme… atractivo —replicó ella, atrevida, arrancándole una carcajada.