CAPÍTULO 39
Alana estaba ruborizada, y le brillaban los ojos por el entusiasmo, cuando confesó:
—Tengo una teoría.
Lugh la observó y sonrió. Aquel era uno de esos insólitos días en los que el sol brillaba con fuerza sobre el cielo azul y habían pensado disfrutarlo al aire libre, juntos, recorriendo a lomos de Alhbo el Gap of Dunloe, un paso de montaña que ofrecía unas vistas impresionantes. Decidieron detenerse para comer en unas rocas a orillas del lago, custodiadas por varios árboles y, en aquel momento, disfrutaban de una entretenida conversación que versaba sobre mitología celta, un tema que, a todas luces, apasionaba a Alana.
—Pero no te rías cuando te la cuente —continuó diciendo la muchacha.
Diana había tenido razón al afirmar que Lugh era un sueño hecho realidad para Alana, aunque no por los motivos que él había pensado. La curiosidad de Alana no tenía límites y había encontrado en él la confirmación que necesitaba para ratificar o descartar las teorías que había estudiado y las leyendas que conocía.
—Los fomorianos son una raza de divinidades que llegaron a Irlanda provenientes de una isla más allá del océano desconocido, algunos libros mencionan que vienen de las profundidades marinas, pero yo siempre he pensado que son originarios de la Atlántida —explicó Alana y lo miró esperando su reacción. Como Lugh mantuvo el rostro inexpresivo, ella frunció el ceño—. Tiene lógica, según todos los escritos que he consultado, los fomorianos aparecen en Irlanda tras una gran catástrofe natural, que el cristianismo asoció al Diluvio Universal. Yo creo que esa gran catástrofe fue un gran maremoto, tal vez provocado por la erupción de algún volcán, que hizo que el agua se tragara literalmente la isla de la Atlántida que estaba situada en el océano Atlántico. Como consecuencia de ello, se produjo un gran tsunami que asoló las costas atlánticas y que provocó grandes inundaciones por toda la Tierra. Los fomorianos se salvaron de la catástrofe y se asentaron en Irlanda.
—Es una teoría interesante —concedió Lugh, mientras recostaba la espalda en el tronco de un árbol.
—Ya sé que es interesante —bufó Alana—. Lo que quiero que me digas es si es cierta o no —añadió, enfurruñada.
—¿Qué me das a cambio?
Los ojos de Alana brillaron de interés al captar el tono sugerente de su voz.
—¿Estás de broma? Esto es una zona turística. Aquí puede vernos cualquiera.
—No, si yo creo un escudo de invisibilidad a nuestro alrededor.
—¿Y puedes hacerlo?
Lugh alzó una ceja a modo de respuesta.
Alana sonrió y comenzó a acercarse a él gateando de forma lenta y seductora. Una mezcla perfecta de leona y gatita mimosa. Cuando llegó hasta Lugh, puso las manos sobre sus hombros y paso una pierna por encima de las suyas, hasta sentarse a horcajadas sobre él. El deseo contrajo su vientre cuando sus caderas encajaron.
—En ese caso… —susurró Alana, mientras acariciaba sus hombros al tiempo que depositaba un cálido beso en la base de su cuello—. ¿Qué te gustaría recibir a cambio?
Lugh tomó su rostro entre sus manos y susurró contra sus labios:
—Todo, álainn. De ti lo quiero todo.
Se miraron a los ojos durante unos segundos, él dispuesto a desentrañar todos los secretos que subyacían bajo aquellos pozos oscuros, ella desesperada por que él no descubriera la verdad. Los dos conscientes de que algo especial y profundo se iba tejiendo entre ellos desde el primer momento en que se vieron, acrecentado con cada caricia, cada abrazo y cada beso. Y dispuestos a hacerlo crecer, los dos terminaron uniendo sus labios en una caricia de fuego.
Ella se puso de pie, manteniendo las piernas abiertas, y él pudo observarla desde su posición, todavía sentado con la espalda recostada en el tronco. El azul del cielo se recortaba detrás de su cabeza, creando un marco luminoso y perfecto, mientras los rayos de sol se filtraban juguetones entre sus rizos oscuros.
—¿Me ayudas a quitarme los pantalones? —inquirió, con una sonrisa tentadora, mientras desviaba la mirada hacia los seductores shorts que lo habían estado volviendo loco toda la mañana.
Lugh deslizó las manos por sus largas piernas, empezando por los tobillos y subiendo poco a poco por la zona exterior, disfrutando de la tersura de su piel dorada y de sus músculos esbeltos y tonificados. Después, bajó de forma lenta por el interior de sus muslos.
Alana apoyó las manos en el tronco, como si su roce hubiese tambaleado su equilibrio, y sonrió. Puede que tuviese un carácter retador y combativo, pero se deshacía en sus brazos en cuanto la acariciaba y eso lo hacía sentirse más poderoso de lo que nunca se había sentido, porque sabía que era solo con él.
Solo para atormentarla un poquito más, sus manos volvieron a subir por el interior de sus muslos, hasta que llegaron al borde de la tela. Y una vez allí, se colaron por debajo hasta rozar su ropa interior con la yema de los dedos.
—O me lo quitas tú o lo hago yo —farfulló Alana, a modo de advertencia.
La sonrisa de Lugh se amplió al intuir su impaciencia y su deseo se acrecentó.
Entrecerró los ojos y con un movimiento veloz, le desabrochó el pantalón y se lo bajó. Alana jadeó por la sorpresa. Maniobró hasta quitárselo del todo, junto con las minúsculas braguitas que llevaba, y la instó a que se colocara en la misma posición, con las piernas abiertas y las manos sobre el tronco, esta vez llevando solo la vaporosa blusa que le llegaba al nacimiento de los muslos.
Se le secó la boca al vislumbrar el suave vello oscuro que tenía entre los muslos. Alzó la mirada para ver su rostro. Había cerrado los ojos y estaba ruborizada, con el cuerpo tenso, a la espera de su siguiente movimiento.
Lugh volvió a deslizar las manos sobre su piel, esta vez por la parte trasera de sus piernas, hasta acariciar con deleite la tierna zona de sus nalgas. Podría pasarse horas adorándola con sus manos, pero en aquel momento quería darle placer con la boca. Quería probar esa dulzura que la hacía tan especial.
Sin dejar de mirarla, irguió el torso y la atrajo hacía sí. Sus dedos acariciaron los pliegues entre sus muslos, ya húmedos, hasta encontrar el pequeño botoncito donde se concentraba su placer.
Supo que ella había adivinado sus intenciones cuando la sintió contener el aliento y la vio morderse el labio. Y no la defraudó. Su lengua la amó con lentitud, acariciándola una y otra vez, hasta que la escuchó gemir, pero aún quiso más.
Dos de sus dedos, celosos, se adentraron con suavidad en su interior y comenzaron a mecerse sin descanso, explorando aquella cálida cueva que se ofrecía ante él.
—Lugh, esto es demasiado. Necesito… —Su voz se quebró cuando él acometió de forma más profunda con los dedos, para después curvarlos en esa zona que sabía que la volvía loca.
—Un poco más —susurró él, con voz ronca.
Solo unos segundos y ella se derritió a su alrededor, con suaves gemidos que hicieron trizas su autocontrol. Solo atinó a desabrocharse los pantalones, antes de hacerla bajar sobre su erección erguida. La penetró de una sola embestida que los hizo jadear al unísono. Y cuando estuvo en su interior, todo se detuvo.
Tenerla a horcajadas sobre su cuerpo, al aire libre, con la espalda arqueada y sus rizos oscuros derramándose sobre su espalda, mecidos por la suave brisa del atardecer, fue una de las experiencias más eróticas de su vida. Y todavía más cuando ella comenzó a rotar las caderas con suavidad.
Ávido por marcar un ritmo más rápido, la cogió por las nalgas y la apretó contra él mientras arqueaba el cuerpo, pero ella lo sorprendió poniendo una mano en su pecho y empujándolo hacia atrás para detenerlo.
—Esta vez me toca a mí mandar —susurró, con una mirada que le incendió hasta el alma.
Lugh la observó con los ojos entrecerrados. Se esforzaba por ser suave con ella, por contenerse, pero cuanto más lo hacía, más intentaba ella quebrantar su control, así que esperó lo peor.
Fue una dulce tortura. Alana, apoyada sobre las rodillas, se alzó hasta casi sacarlo de su interior, para luego dejarse caer sobre él centímetro a centímetro, de una forma tan lenta y deliciosa que le contrajo hasta los dedos de los pies. Repitió aquel movimiento varias veces y, cuando Lugh pensó que podría soportarlo, lo sorprendió cambiando la cadencia. Empezó a alternando movimientos lentos con otros rápidos y contundentes, moviendo las caderas sin cesar, pero sin darle el ritmo que él necesitaba para llegar al orgasmo.
Lugh gemía con cada movimiento. Desesperado, se asió de dos ramas que tenía a los lados de su cabeza, en un último intento por no cogerla de las caderas y marcar el ritmo que necesitaba. Pero al escuchar un crujido, supo que estaba perdido.
Las ramas se partieron bajo la fuerza con que las sujetaba y sus manos buscaron por voluntad propia el cuerpo de Alana.
Se puso de pie con rapidez, sin salir de su interior, y la empotró contra el tronco del árbol.
—¿Esto es lo que quieres? —masculló, al tiempo que la penetraba con una dura estocada—. ¿Que pierda el control? ¿Que te tome como un salvaje? —preguntó, marcando cada pregunta con un golpe de sus caderas.
—Quiero todo de ti —susurró ella, haciendo alusión a las palabras que él le había dicho antes de desnudarla—. Quiero tu luz de la misma forma que quiero esa parte oscura de ti que te esfuerzas por esconder. Dámelo todo, Lugh. No me voy a asustar.
Lugh gimió al sentir que las palabras de Alana rompían su contención y, por primera vez, se dejó llevar sin restricción por lo que estaba sintiendo. Comenzó, entonces, a embestirla sin piedad, todo lo profundo que le permitía su cuerpo, gruñendo como un animal. Y ella, lejos de sentirse intimidada, le mordió el cuello y le clavó las uñas en los hombros, exacerbando su pasión.
Sintió el cuerpo de Alana tensarse a su alrededor y arquearse justo antes de que ella dejase escapar un gritito de gozo; un sonido tan dulce que lo arrastró hacia su propio placer sin que lo pudiera posponer.
En cuanto sintió que recuperaba el dominio sobre sí mismo, solo tuvo una preocupación.
—¿Te he hecho daño? —preguntó, buscando su mirada, todavía dentro de su cuerpo—. ¿He sido demasiado violento?
—No y no —respondió Alana, con una expresión saciada y muy satisfecha—. Has sido impetuoso —declaró y depositó un suave beso en sus labios—. Vehemente. Apasionado. Ardiente —enumeró, besándolo con cada palabra—. Se me ocurren cien adjetivos para definir lo que acabamos de compartir y ninguno es «violento».
—¿Solo cien? —rezongó, mientras enterraba la cara en su cuello y se llenaba con su aroma.
—Para empezar —repuso ella, y arrugó la nariz de esa forma tan adorable que tenía de hacerlo—. Tendrás que darme más inspiración para que se me ocurran más.
Y, mirándola a los ojos, Lugh pensó que no se imaginaba mejor forma de pasar la eternidad que inspirando a esa mujer.