CAPÍTULO 32

Sus recuerdos pasados siempre la alcanzaban en forma de pesadillas de las que no podía escapar, colándose en sus sueños a la menor oportunidad.

Alana abrió los ojos y solo vio oscuridad. Algo la había sacado de su sueño, pero no supo qué. Oteó a su alrededor, pero solo estaban las mismas sombras estáticas que le eran familiares. No había nada extraño en su habitación.

Aun así, algo en su interior estaba tenso, expectante, como advirtiéndole de algún peligro. Después de varios segundos sin ver ni escuchar nada que despertase su alarma, cerró los ojos y se esforzó por dormir.

Debía descansar. Al día siguiente cumpliría dieciocho años y Drua le había preparado una pequeña fiesta. Se suponía que era una sorpresa, pero a Eli se le había escapado, sin darse cuenta. Su hermanita estaba muy emocionada con el tema.

Estaba empezando a dormirse cuando un peso la aplastó de repente. Abrió la boca para gritar, pero una mano la acalló con rudeza.

—Siento si te he despertado. Vengo a darte tu regalo de cumpleaños.

Reconoció la voz antes de vislumbrar el rostro de Yago y sintió un terror profundo y visceral.

El hijo de Alexandre no estaba mucho en el pazo, siempre yendo de aquí para allá, ocupado con los asuntos de su padre, pero cuando estaba allí sus ojos no se separaban de ella, observándola con un deseo que no hacía nada por esconder. Incluso, se había atrevido a robarle, a la fuerza, algún beso. Pero aquello… Aquello no lo había esperado.

Su peso la aplastaba y la mano que tapaba su boca no la dejaba casi respirar.

—Ahora vas a ser buena y vas a colaborar, y haré que también sea bueno para ti, ¿me has entendido?

Alana asintió, sin dudar.

—En el fondo me deseas, ¿verdad? —susurró Yago en su oído y ella sintió un escalofrío de repulsión.

En cuanto él liberó su boca, confiando en que ella se dejaría hacer de forma sumisa, Alana intentó gritar. Un puñetazo cortó su voz cuando empezaba a aflorar de su garganta. El impacto la dejó desorientada durante un segundo, tiempo que necesito él para desgarrar la camiseta de su pijama.

El aire sobre su piel desnuda y la rudeza con la que apretó uno de sus senos la hizo reaccionar. Comenzó a debatirse en un intento por escapar de su ataque, pero él la sobrepasaba en fuerza y tamaño.

Yago llevó una mano a su cuello y apretó, estrangulándola, en una advertencia para que desistiera de resistirse. En cuanto lo hizo, su boca cayó sobre la de ella en un beso que magulló sus labios, hasta sentir el sabor de la sangre.

Alana comenzó a debatirse de nuevo cuando las manos del hombre comenzaron a violar los rincones de su cuerpo. Ajeno a su forcejeo, o tal vez, más excitado por ello, no se detuvo. Todo lo contrario, retuvo sus manos por encima de su cabeza con una sola de las suyas, con tanta fuerza que sabía que le iba a dejar marcas en las muñecas, y continuó su violación. Estaba completamente a su merced. Y justo cuando pensaba que no tenía escapatoria, él la liberó por un segundo para desabrocharse los pantalones.

Ese gesto fue su salvación.

Con un movimiento rápido, estiró el brazo para coger la lamparita que había sobre su mesita de noche, una bonita pieza de bronce y cristal, y la estrelló contra su cabeza, con todas sus fuerzas.

El impacto lo noqueó al instante, y cayó inerte a un lado, con una brecha en la sien de la que empezó a manar sangre.

Sin asegurarse de si estaba vivo o muerto, Alana salió de la cama, trastabillando, tan rápido que se le enredaron las sábanas y se dio de bruces contra el suelo, pero no se paró.

Aquella había sido la gota que colmaba el vaso. Tenía que escapar de allí. No podía soportar más la vida en el Pazo de Breogán ni el destino que la aguardaba allí.

Se vistió con ropa cómoda, metió una foto de su madre y un par de mudas en una mochila y se dirigió hacia la puerta. Justo cuando puso la mano en el pomo, una idea surgió en su mente. Desanduvo sus pasos hasta la cama y se acercó a Yago. Seguía inconsciente, pero su pecho se movía. Respiraba. Una parte de ella se sintió aliviada por no haberlo matado. La otra estuvo tentada de coger la lamparilla de noche y estampársela de nuevo en la cabeza para rematar la faena. Al final, se decidió por lo razonable y rebuscó en los bolsillos de su pantalón hasta dar con las llaves de su moto.

Su medio de escape.

Salió de la habitación con sigilo, recorrió el pasillo un par de metros, hasta la habitación de Eli, contigua a la suya, y se coló en ella sin hacer ningún ruido.

La niña dormía de forma apacible, ajena a lo acontecido en la pared de al lado. Se acercó a ella para despertarla, pero dudó. Si lo hacía, si escapaban, no habría vuelta atrás. La arrancaría de todo lo que había conocido hasta el momento, de la seguridad que, de cierta forma, el pazo les ofrecía. En el exterior, no conocían a nadie, tendrían que sobrevivir por sus propios medios, huir sin cesar para que no las encontraran, sería difícil. ¿Era justo?

Se aproximó a la ventana y miró a través de ella. La luna llena aportaba un poco de claridad a la noche. Si robaba la moto de Yago, podrían llegar hasta el pueblo, pero el camino era escabroso y siempre corrían el riesgo de que las descubrieran. Si no lo hacía… Su propio reflejo en el cristal le devolvió la mirada. Estaba pálida, tenía el labio partido, el ojo derecho hinchado y el cuello se le había empezado a amoratar. Por un momento, su rostro dejó de ser el suyo propio y vio el de Eli. Su mirada estaba perdida, vacía, como si le hubiesen arrancado toda la vitalidad que la hacía vibrar.

Fue una visión. Una certeza. Si no escapaban, dentro de unos años Eli podría correr la misma suerte que ella. No lo podía permitir. Le había jurado a su madre que siempre la protegería.

Cerró los ojos y se concentró en ver el futuro si seguía con su plan. Su visión recorrió las siguientes horas en cuestión de segundos: despertaba a Eli y, mientras la niña la esperaba en el hall de entrada, Alana preparaba la vía de escape. En cuanto el portón del recinto estuviese abierto, y tuviera la moto de Yago, recogería a Eli y juntas, huirían en el silencio de la noche. Para cuando descubriesen que habían escapado, ya estarían lejos. Serían libres.

No podía ir mal.

Con esa certeza, fue de nuevo hasta Eli y la zarandeó con suavidad.

—Despierta, miña ruliña, nos tenemos que ir.

La niña abrió los ojos despacio y se incorporó en la cama con torpeza. Miró alrededor y luego frunció el ceño.

—Pero si todavía es de noche, ¿dónde quieres ir? —farfulló, mientras se volvía a dejar caer sobre el colchón.

—Ponte esto —instó, a la vez que le tendía un chándal oscuro.

—Tengo sueño, déjame —refunfuñó Eli, arrebujando la cabeza en la almohada.

—Por favor, date prisa —urgió, desesperada.

Eli detectó el apremio en su voz y la miró confusa. Sus ojos se abrieron como platos al verla bien.

—¿Qué te ha pasado? ¿Quién te ha golpeado?

Alana no respondió. Su prioridad era meter en la mochila que llevaba algo de ropa para Eli.

—¿Ha sido mi padre? —insistió la niña, con voz muy suave.

Alana negó con la cabeza, incapaz de hablar. Sentía la garganta cerrada y las lágrimas se agolpaban en sus ojos.

—Te lo ha hecho Yago —adivinó la pequeña.

Ella la miró y, por un momento, solo por un momento, dejó aflorar la vulnerabilidad y el dolor que sentía y que siempre se esforzaba por disimular.

—No te olvides de coger a Nora —susurró Eli, al tiempo que le daba su muñeca.

Alana esbozó una sonrisa trémula mientras le daba las gracias en silencio.

—¿Tienes una tiza blanca? —preguntó, pues a su hermana le gustaba mucho dibujar y pintar.

—En mi escritorio. ¿Para qué es?

—La necesitaremos para salir del pazo —explicó Alana y le guiñó un ojo ante su mirada extrañada.

—¿Nos vamos a ir sin despedirnos de Drua?

Su pregunta estaba teñida de tristeza. Era normal, aquella mujer había sido como una madre para ellas desde que su verdadera madre murió. En el caso de Eli, Drua era la única madre que había conocido.

—No podemos, Eli. Ahora no. Ya encontraremos la forma de decirle que estamos bien y preguntarle si quiere encontrarse con nosotras cuando estemos a salvo, ¿de acuerdo?

La niña asintió, conforme.

Bajaron, en silencio, hasta el hall de entrada, que a aquellas horas estaba desierto.

—Espérame aquí unos minutos, voy a ver si el camino está despejado —explicó Alana, mientras la ayudaba a sentarse un rincón oscuro, debajo del perchero—. Si alguien te descubre aquí escondida, di que te dirigías a la cocina porque tenías hambre y te has asustado al escuchar un ruido.

Eli asintió de nuevo.

Alana salió por la puerta principal y cruzó el patio. La noche era apacible y los rayos de la luna hacían resplandecer las hortensias de los setos como si fuesen bolas de algodón. Se dirigió a la zona cubierta donde se guardaban los vehículos del pazo, al lado del portón de salida. No tardó en encontrar la moto de Yago: una Harley Davidson Sportster Iron 883, a la que llamaba «su yegua», y que llevaba una triqueta invertida pintada en el depósito de gasolina.

Sin encender el motor para no hacer ruido, la cogió y la llevó hasta la puerta del muro que rodeaba el pazo.

El portón estaba cerrado, no con una llave, sino con magia. Por suerte, ella había encontrado un hechizo para romper los sellos de las puertas, o eso esperaba. Sacó la tiza que había cogido en la habitación de Eli y dibujó un símbolo en la superficie de madera. Después, apoyó la palma de la mano sobre ella, cerró los ojos y se concentró en repetir, una y otra vez, «oscailte dom»[5].

Segundos después, se escuchó un chasquido y la puerta se abrió. Alana ahogó un grito de triunfo.

Una vez despejada la vía de escape, fue a por Eli. El estómago le dio un vuelco cuando no la vio en el rincón donde la había dejado, pero al girarse, allí estaba, parada a los pies de la escalera.

—Vamos, pequeña, tenemos que darnos prisa.

La cogió de la mano y la arrastró fuera de la casa. Estaban atravesando el patio cuando las luces de la casa empezaron a encenderse y se oyeron varios gritos de alarma.

Alana se quedó paralizada. En su visión, aquello no sucedía.

Ahogó una maldición al darse cuenta de que habían descubierto su huida. Apuró el paso mientras urgía a Eli a seguirla. Subió a la moto y ayudó a su hermana a ponerse la mochila y subir detrás de ella.

Introdujo la llave, la giró y el motor arrancó con un fuerte rugido.

Ya no había vuelta atrás.

Encendió las luces y aceleró en el momento en que varias figuras salían de la casa. Mientras la moto avanzaba sobre el camino empedrado, rezaba en silencio para tener la habilidad suficiente como para guiar la moto sin tener un accidente. Sentía el cuerpo de Eli acurrucado en su espalda, abrazándola con fuerza.

De repente, el camino comenzó a iluminarse desde atrás. Unos faros. Un vehículo iba a su zaga. Aceleró más para que no las alcanzara. Fue un error. Al tomar una curva cerrada del camino, la rueda trasera derrapó y Alana perdió el control de la moto.

Fue consciente por un segundo de que iban a estrellarse y sintió un terror visceral por la pequeña Eli, pero al segundo siguiente, todo se oscureció. Lo último que recordaba de aquella noche era el grito de su hermana antes de quedar en un terrorífico silencio.

Alana despertó sobresaltada y se incorporó en la cama, respirando con dificultad. Su camiseta estaba empapada en sudor y sus mejillas mojadas por las lágrimas derramadas en sueños.

El sentimiento de culpa era asfixiante.

Había destrozado la vida de Eli por su necesidad de libertad y, aun así, seguía teniendo el presentimiento de que aquella noche ella había actuado bien, que no tenía que haber acabado como lo hizo pues ella había obrado según su visión.

¿Qué había podido ir mal?

¿Cómo descubrieron su huida?

No cesaba de darle vueltas en su mente.

Incapaz de volver a conciliar el sueño, Alana se dio una ducha y se arregló.

Era hora de enfrentarse a sus demonios.