CAPÍTULO 41
Alana observó el Atlántico bajo sus pies. Lugh la había llevado a Portmagee, al oeste de Kerry, en cuya zona costera se encontraban unos acantilados que eran el deleite de los turistas que acudían allí.
Inspiró hondo y sus pulmones se llenaron con el aroma del mar, a la vez que el viento acariciaba su rostro, creando remolinos con su cabello.
—¿Qué te parece?
—Es impresionante —reconoció ella, mientras observaba la fuerza con la que el océano rompía contra las rocas y la belleza del paisaje que la rodeaba—. Pero no entiendo qué tiene que ver esto con la Atlántida —añadió, confusa, pues Lugh le había dicho que la llevaría a un lugar que respondería a sus dudas.
—¿Confías en mí?
Alana lo miró en silencio durante unos segundos. Cada minuto que pasaba a su lado había sido un descubrimiento para ella. No estaba ciega. El dios del Sol tenía defectos, sí, empezando por esa arrogancia que exudaba por cada poro de su piel, pero también tenía muchas virtudes que lo hacían un hombre de fiar.
—Sí —respondió con sinceridad.
Aquella respuesta le valió un beso profundo.
Luego Lugh apoyó la punta del dedo índice sobre su frente y trazó algún tipo de símbolo mientras susurraba unas palabras en gaélico. En un primer momento, Alana sintió calor allí donde él la había tocado, pero luego la sensación se volvió gélida y se extendió a todo su cuerpo.
—No tenemos mucho tiempo, saltemos —instó Lugh al tiempo que la cogía de la mano y la acercaba al borde del acantilado.
—¿Qué? ¡Ni hablar! Yo no pienso saltar por ahí —bufó Alana, desprendiéndose de su agarre—. Tú eres un dios y seguro que puedes volar o flotar o incluso rebotar, pero mira ahí —masculló, señalando hacia abajo—. No sé cuánta distancia habrá, pero será la suficiente para…
—Has dicho que confiabas en mí —le recordó Lugh, cortando su diatriba.
—Sí, pero…
—Eso es todo lo que necesito saber —repuso Lugh y, cogiéndola de la mano, saltó con ella por el acantilado.
Alana tuvo un segundo de consciencia en el que sintió que sus pies abandonaban el suelo y su cuerpo se precipitaba al vacío. La sensación de caída le contrajo el estómago mientras el pánico le cortaba la respiración.
Buscó los ojos de Lugh, desesperada, y cuando sus miradas se cruzaron, toda su ansiedad desapareció.
Confiaba en él.
Simplemente, cerró los ojos y se dejó arrastrar allí donde él quisiera llevarla.
Esperó el golpe contra el agua, sabiendo que iba a ser brutal, pero no llegó.
—Abre los ojos, álainn —susurró Lugh en su oído de repente—. Ya hemos llegado.
Así lo hizo y contuvo el aliento al mirar a su alrededor. Estaban bajo el océano, rodeados por él, en lo que parecía una inmensa burbuja de aire. La vegetación era exuberante y de colores vivos, pero muy diferente a cualquiera que se pudiese encontrar en tierra.
En lo alto de una suave colina, un inmenso palacio de piedra blanca presidía el lugar. Su entrada estaba custodiada por dos grandes columnas con forma humana, representando dos guerreros armados con dos tridentes.
—¿Dónde estamos? —musitó, conmocionada.
—En Tir Tairngire, la Tierra Prometida, los dominios de Manannán Mac Lir, Señor de los Mares. Creo que tú lo llamas Atlántida —añadió, con una sonrisa ladeada.
Alana abrió los ojos como platos. ¿Aquel lugar era la base de todas las leyendas sobre una ciudad oculta en las profundidades marinas?
—¿En qué estás pensando?
—En que ojalá hubiese traído mi móvil para hacer fotos —farfulló ella y soltó una risita—. Diana no me creerá cuando se lo cuente.
Se acercó a la pared de agua por donde parecían haber entrado en aquel mundo, alzó la mano y la tocó de forma tentativa. Sus dedos se introdujeron en el agua y, se movieron, juguetones, maravillada por la magia que había podido crear algo así: un escudo invisible que contenía todo el peso del océano sin esfuerzo aparente.
Un pez de colores se acercó a curiosear y Alana sonrió cuando sintió que le hacía cosquillas en la piel.
—Así que aquí es donde te criaste.
—Sí… Y no fue fácil.
Alana lo miró al advertir el tono amargo de su voz y se le encogió el corazón al ver las sombras que oscurecían sus ojos. Para un niño tan pequeño, tuvo que ser duro crecer lejos de su familia y de su hogar.
Iba a preguntarle por ello cuando vio un movimiento por el rabillo del ojo. Un oscuro ser se acercó hasta ellos y se quedó flotando en el agua mientras los observaba. Alana se le quedó mirando, curiosa. Parecía una foca, pero, al mismo tiempo, tenía la seguridad de que no lo era. Sus ojos eran azul claro y su pelaje era gris.
El animal se aproximó hacia ella despacio y lejos de detenerse al llegar a la pared invisible que protegía aquel mundo, la traspasó sin problemas. En cuestión de un segundo, la presunta foca se convirtió en una bella joven, vestida con unas gasas vaporosas que envolvían ligeramente su cuerpo.
La mujer-foca comenzó a andar hacia Alana, pero en lugar de detenerse al llegar a ella, la esquivó como si fuera invisible y continuó andando, con la mirada fija en un punto a su espalda.
Lo supo antes de girarse: Lugh.
Y para su asombro, al llegar a él, le echó los brazos al cuello con la intención de besarlo. Lo único que la salvó de que la cogiera por los pelos y que la apartara de él es que Lugh no se dejó besar: esquivó su avance echando su cuerpo hacia atrás.
—¿He hecho bien «la cobra»? —preguntó, con una sonrisa ladeada mientras le guiñaba un ojo, sin duda rememorando la vez en que ella se la hizo a él.
—No ha estado mal —concedió Alana, y reprimió las ganas de darle un beso.
Por desgracia, aquella chica fue solo la primera. Como si se hubiese corrido la voz por el mundo marino, un montón de mujeres-foca traspasaron el umbral y corrieron hacia Lugh, rodeándolo, todas con el mismo grado de semidesnudez.
Alana se cruzó de brazos y comenzó a golpear el suelo con el pie, con un tic impaciente, mientras observaba cómo lo manoseaban, diciendo una y otra vez cuánto lo habían echado de menos.
—Así que no fue fácil criarte en este lugar, ¿eh? —masculló Alana, con retintín cuando Lugh pudo liberarse de sus admiradoras y llegó hasta ella.
—¿Por qué lo dices? —inquirió, sin entender.
—Porque, por lo que veo, la única dificultad que has podido tener aquí fue decidir con cuál de ellas pasabas la noche cada vez.
—¿Estás celosa, álainn?
—Más bien asqueada —repuso ella, en un intento por disimular los celos que la carcomían por dentro—, porque seguro que te has acostado con todas las mujeres de este lugar.
—Con todas no —terció una voz a sus espaldas.
Alana se giró y se encontró con una chica que tendría un par de años menos que ella. Decir que era hermosa era un reflejo peyorativo de su belleza. A su lado, cualquier modelo de Victoria Secret parecería un patito feo. Tenía los ojos de un tono aguamarina, puro y cristalino, el cabello negro azabache y la piel de alabastro. En cuanto a su cuerpo… Alana se consideraba atractiva, pero comparada con aquella mujer se sintió insignificante. Llevaba un escueto vestido de gasa color plata, que dejaba muy poco a la imaginación.
A diferencia del resto, la joven no manoseó a Lugh, de hecho, casi ni lo miró. Su interés estaba centrado en Alana. La estudió de arriba abajo, evaluándola y la española, que hacía un momento se había dejado llevar por sus inseguridades, se irguió, orgullosa, ante ella. No iba a permitir que nadie la ninguneara.
Su cambio de actitud hizo que la desconocida la mirara con aprobación.
—Me llamo Griane. ¿Eres amiga de Lugh? —inquirió, ladeando la cabeza.
—Solo en algunas ocasiones.
Su seca respuesta le valió una mirada reprobatoria de Lugh, a la que ella devolvió con una ceja arqueada.
Griane los miró a uno y a otro, fascinada.
—¿En cuáles? —quiso saber, curiosa.
—En las que no se comporta como un dios.
—Es que soy un dios —protestó Lugh—. Y aunque te cueste comprenderlo, es un privilegio estar a mi lado.
Como para confirmar sus palabras, dos de las mujeres-pulpo, rebautizadas así en su mente por la manía que tenían de manosearlo, lo cogieron de los brazos y lo arrastraron hacia el interior del castillo, mientras las demás los seguían en séquito, alabando al gran héroe daniano.
—Lo que le faltaba a su ego —gruñó Alana, al ver cómo todas se desvivían por congraciarse con él.
—En Tir Tairngire se le venera casi más que a Manannán —explicó Griane, con una sonrisa de disculpa, mientras los seguían hacia el interior—. Sus hazañas de juventud han nutrido nuestras leyendas.
—Lo raro es que no venga aquí más a menudo. Solo falta que lo reciban con gaitas, que extiendan la alfombra roja y tiren pétalos de rosa a su paso.
Justo cuando terminó de hablar, comenzó a sonar la melodía de varias gaitas desde el interior del castillo. Y al entrar… Sí, había alfombra roja.
—Al menos no son pétalos de rosas —comentó Griane, azorada, mientras miles de motitas plateadas, como confeti, caían sobre sus cabezas al paso del Lugh por la entrada principal—. Perdona, los selkies somos bastante entusiastas con ciertas cosas. Lugh es como el hijo pródigo que regresa a casa.
—¿Selkies? ¿Sois selkies? —inquirió Alana, con los ojos agrandados por el asombro.
—¿Es que Lugh no te ha contado nada de nosotros?
—No, solo me ha empujado por un acantilado —masculló Alana.
—Creo que tú y yo tenemos mucho de lo que hablar —murmuró Griane y otra vez la estaba observando como si fuera una rareza—. Pero antes, deja que te presente a mi padre —declaró, al ver que se acercaba hasta ellos un hombre alto y fornido, con los cabellos color plata y unos impactantes ojos del color del océano—. Manannán Mac Lir, Señor de los Mares —anunció, con voz reverente—. Padre, ella es Alana, la mujer de Lugh.
—¿Qué? ¡Oh, no! No, no, no, no, no. ¡No! —reiteró, Alana mientras reforzaba su negativa con el movimiento de su cabeza—. No estamos casados —aclaró al ver que se convertía en el centro de varias miradas curiosas y el ceño ominoso de Lugh.
—Lo sé, por eso he dicho que eres la mujer de Lugh, no su esposa —repuso Griane en tono razonable.
—Pero tampoco soy su mujer —replicó Alana y le dio un codazo a Lugh, cuyo rostro había adoptado una máscara inescrutable—. Acláralo.
Lugh la miró con intensidad durante un segundo y, clavando los ojos al frente, afirmó con voz grave:
—Alana es mo chuisle.
—¿Tu qué? —farfulló ella, sin entender.
—Perfecto, eso lo aclara todo —declaró Manannán, con una sonrisa complacida, mientras le palmeaba el hombro.
—Pues a mí no me ha aclarado nada —murmuró Alana observando a Lugh, que en aquel momento rehuía su mirada.
—Es un placer teneros aquí y, para celebrarlo, esta noche daremos un banquete en vuestro honor —proclamó Manannán—. Ahora ven conmigo, muchacho, tenemos mucho de lo que hablar.
Lugh dudó, reacio a dejarla sola.
—Ve tranquilo, yo la cuidaré —le tranquilizó Griane—. Nos prepararemos para la fiesta, será divertido —añadió y le guiñó un ojo.
Alana se quedó rígida al escucharla y se dejó arrastrar con reticencia hasta un pasillo con varias puertas en color dorado. Si su instinto no le fallaba, eran de oro macizo, al igual que varios de los elementos decorativos que había podido ver por el palacio.
Griane la llevó hasta una gran habitación, que entendió que era la suya propia. Alana se quedó observando, maravillada, los objetos que se acumulaban por doquier. Parecían antiguos y componían una mezcla de culturas y épocas: un medallón egipcio con el símbolo del ojo de Horus, una cruz de oro con rubíes de estilo medieval, un cofre con monedas de oro de acuñación española, un cáliz de oro con rubíes, una espada con una elaboradora empuñadura de estilo francés…
—Son tesoros que he ido rescatando del fondo del océano —explicó Griane, al ver que lo observaba todo con fascinación. La observó durante unos segundos con ojos críticos y luego asintió, como si hubiese tomado una decisión—. Creo que tengo un vestido adecuado para ti —aclaró, ante su mirada interrogante.
A su mente, acudieron los dibujos premonitorios de su hermana Eli. Uno de ellos ya se había cumplido hacía poco: el abrazo en el lago, cuando Lugh y ella invocaron el amanecer. En aquel momento, no fue consciente de ello, pero al llegar a casa recordó el dibujo.
El siguiente dibujo describía un baile en lo que parecía el salón de un castillo y ella con un vestido de gala en tono rosado.
Contuvo el aliento mientras Griane rebuscaba en su armario y cerró los ojos por el miedo a que sacase un vestido rosa de él. Pero cuando por fin se decantó por uno… ni era rosado ni se podía decir que fuese un vestido. Era un conjunto de velos etéreos del estilo que había visto en las selkies. Una creación sensual en tono dorado que dejaba muy poco espacio para la imaginación.
—Venga, pruébatelo. Estoy convencida de que estarás maravillosa con él.
Alana lo dudó, pero tampoco quería despreciar el detalle ni la amabilidad de la muchacha, así que se tragó su propuesta y se lo probó.
Le quedaba perfecto y le hubiese encantado para una noche de seducción a solas con Lugh, pues parecía más un salto de cama que un vestido, pero no lo veía nada adecuado para llevarlo en público y menos en una fiesta organizada por el Señor de los Mares.
—Sabía que te quedaría bien, realza el tono dorado de tu piel —comentó Griane mientras la miraba con aprobación—. ¿Te gusta?
—Es muy bonito, pero… ¿no resulta demasiado atrevido?
—¿Atrevido?
—Sí, ya sabes. Es bastante… revelador.
Griane se rascó la cabeza, desconcertada.
—Creo que no entiendo lo que me quieres decir.
—Mira la ropa que llevaba cuando llegué. Estoy acostumbrada a llevar más tela encima —aclaró Alana y rezó para que no estuviese ofendiéndola.
La joven selkie parpadeó y luego dejó escapar una risa musical que hizo eco en las paredes de la gran estancia.
—Nosotros consideramos que vuestra ropa es aburrida —reveló Griane—. Además, en Tir Tairngire este vestido se considera recatado. Confía en mí. Causarás sensación entre los selkies, lo que provocará un ataque de mal humor en Lugh, algo que me hará muy, muy feliz.
—¿No te llevas bien con Lugh?
—Todo lo contrario, lo quiero como a un hermano. Y como buena hermana, me divierto importunándolo —añadió, con un guiño.
Su voz desbordaba cariño y aquello terminó por confundir del todo a Alana.
—No termino de entenderlo. Manannán lo quiere como a un hijo, tú pareces adorarlo, todos lo idolatran… ¿Por qué no le resultó fácil criarse aquí?
—Hay tres razones de peso: lbhreac, Fiachna y Gaidiar. Mis hermanos —aclaró Griane—. Nunca se tomaron a bien la llegada de Lugh, y fue peor cuando él fue creciendo y desarrollando sus habilidades.
—Se esforzaron en ponerle trabas y hacérselo pasar mal —adivinó Alana.
—Al principio, Lugh siempre perdía en las contiendas, pero nunca se rindió. Su tesón, su esfuerzo, su sacrificio… Poco a poco fue superándolos hasta conseguir ser invencible en todo lo que hacía.
Le vinieron a la mente las palabras que le dijo Lugh un día: «Me he esforzado mucho por llegar a ser como soy. ¿Qué tiene de malo enorgullecerme de ello?». Y por fin las entendió. Comprendió mucho de él.
—Fue duro para mis hermanos ver que, por mucho que se esforzaran, el orgullo de Manannán y el que se quedaba todos sus elogios era Lugh —continuó diciendo Griane—. Todo hubiese sido diferente si él no hubiese sido tan… excepcional, si se hubiese dejado vencer alguna vez.
—Pero no está en su naturaleza rendir menos de lo que sabe rendir por congraciarse con nadie. Nunca podría dejarse ganar —afirmó Alana.
—Por eso, un día se fue. Entendió que su presencia creaba demasiada discordia entre Manannán y sus hijos y prefirió abandonar este lugar.
Alana sintió un impulso incontenible de buscar a Lugh y abrazarlo. Solo abrazarlo. Se entristeció por él, porque había tenido que abandonar el único hogar que conocía por no causar problemas a aquellos a los que apreciaba.
—Desde entonces, todo ha cambiado, mis hermanos ya no lo ven como a una amenaza y se alegran de verdad cuando Lugh viene a visitarnos. Es una excusa para medir sus fuerzas en An Ciorcal Gaineamh.
—¿Qué significa eso?
—Que esta noche habrá contienda.