CAPÍTULO 52

Alana se paseaba sin rumbo por su habitación, mientras se reprendía en voz baja.

«Estúpida, estúpida, estúpida».

¿Cómo no lo había visto venir?

Nada estaba saliendo como lo había vislumbrado en su visión y todavía no sabía si eso iba a ser bueno o malo. Lo que sí tenía claro era que había metido la pata hasta el fondo.

Después de que las mujeres de su familia, generación tras generación, hubiesen custodiado la piedra de Biróg, ella acababa de liberar a Balor sin ni siquiera darse cuenta, hasta que fue demasiado tarde. Y ahora estaba allí, encerrada en su habitación, impotente ante lo que se le avecinaba.

Un golpecito en la puerta atrajo su atención. Su acercó con sigilo hasta apoyar la mejilla en la superficie de madera.

—¿Alana? —susurró una voz que ella reconoció al instante.

—Eli, debes volver a tu habitación.

—¿Qué está pasando? Todos van de aquí para allá, muy nerviosos, hablan de hacer un viaje o algo así —farfulló Eli—. Drua parece una quinceañera y mi padre no parece el mismo, pero lo más inquietante es Yago, que lleva varios días sin dejar de sonreír.

—Si te encuentran hablando conmigo, te meterás en problemas. Vuelve a tu habitación —insistió Alana.

—No, lo que tengo que hacer es sacarte de aquí.

El pomo de la puerta giró, pero no se abrió.

—No podrás abrirla. Está cerrada con llave y reforzada con un hechizo.

Pero su hermana no la oyó o no quiso darse por enterada porque volvió a intentar girar el picaporte mientras golpeaba la puerta.

—¡Eli, para! —rogó Alana, porque lo que menos quería es que pudieran castigarla por tratar de ayudarla.

Apoyó la frente en la madera y extendió la palma de su mano izquierda sobre ella, en un intento por sentir más cerca a su hermana.

—¡No lo entiendes! —sollozó Eli—. Si no te saco de aquí… Creo que te va a pasar algo malo.

Eso confirmaba sus propios temores.

Por un momento, sintió a Eli a través de la puerta, como si ella hubiese posado la palma de su mano sobre la madera, justo enfrente de la de ella. Aquella sensación le proporcionó algo de consuelo.

—Lo sé —reconoció, por fin, con un nudo en la garganta—, pero nadie puede hacer nada por evitarlo.

—Creo que viene alguien —susurró su hermana—. Resiste, ¿vale? Encontraré ayuda, cueste lo que cueste.

Alana sonrió con tristeza. Lo único que podía hacer era eso, resistir, porque tenía la certeza de que la ayuda no llegaría a tiempo.

Un minuto después, la puerta se abrió y entró Drua. Eli tenía razón, estaba radiante, como si hubiese rejuvenecido diez años de golpe.

—Creo que no te he dado las gracias como corresponde —declaró la mujer, con una sonrisa y Alana sintió escalofríos al verla.

—Me has manipulado. Dijiste que el libro era para curar a Eli.

—¿Lo hubieses traído si llego a decirte que lo necesitaba para liberar a Balor?

—No lo entiendo, pensé que amabas a Alexandre.

—Si he aguantado a ese cretino durante todo este tiempo era porque lo podía manipular a mi antojo —declaró la mujer, con un bufido—. Me he mantenido en la sombra mientras movía los hilos de una simple marioneta. ¿Quién crees que le dio la idea de fundar los Hijos de Breogán? ¿De quién crees que sacó la inspiración para el símbolo que los define? ¿Quién crees que le metió en la cabeza que debía expandir su poder a Irlanda? —Se quedó un segundo mirándola entre las pestañas, con una sonrisa relamida, y agregó—: ¿Y quién crees que lo empujó a casarse con tu madre?

—¿Qué tiene que ver mi madre en esto?

—Biróg y Dagda fueron muy listos. Hicieron un hechizo conjunto para encerrar a Balor en la piedra y solo unidos lo podrían deshacer, pero el tiempo acaba otorgando la llave incluso de la puerta más cerrada, ¿sabes? —murmuró, con una sonrisa ladeada que destilaba maldad—. Tuve una visión hace siglos: un día nacería una niña con la sangre de Biróg y Dagda en su cuerpo. Tú, mi querida Alana —declaró, mientras levantaba la mano para acariciarle el pelo, pero ella la esquivó con repulsa—. Tú eras mi única esperanza de conseguir el libro de Dagda y de romper el hechizo que mantenía encerrado a mi único amor, y no sabes todo lo que he tenido que hacer para retenerte aquí.

Alana la observó en silencio, tratando de procesar toda aquella información. La mujer que tenía frente a sí era la persona que la había cuidado como a una hija desde que su madre muriera y que siempre la había protegido de Yago, pero no, esa mujer no existía. Todo había sido un engaño. Una farsa.

—Tal vez lo entiendas mejor si me presento: soy Idris, la gran druidesa —añadió, con una reverencia burlona.

Supo que iba a decir eso un segundo antes de que lo dijera y, aun así, le costó creerlo. Su madre le había hablado de aquella mujer, como quien susurra el nombre del lobo para asustar a los niños en la noche.

Se le quedó mirando, incapaz de articular palabra alguna, todavía intentando entender la magnitud de todo lo que había dicho.

—¿Dónde escondes la daga de Findias y el caldero? —inquirió la mujer, de pronto.

Así que era eso lo que estaba buscando ahora.

—No sé de lo que hablas, no escondo…

Una violenta bofetada cortó sus palabras.

—No insultes mi inteligencia mintiendo —escupió la mujer—. Stephen nos dijo que tenías la daga y que habías robado el caldero. ¿Dónde los tienes?

Alana se llevó la mano a la mejilla, que le palpitaba de dolor.

—Búscalos tú misma —replicó y esbozó una sonrisa retadora.

—Ten por seguro que eso haré y, tarde o temprano, me lo dirás, o tendré que volver a utilizar a Eli para obtener lo que quiero de ti.

Idris iba a decir algo más, pero en aquel momento entró Yago en la habitación.

—¡Oh, querido muchacho! Veo que estás impaciente —murmuró la mujer y dejó escapar una risa.

Eli estaba en lo cierto, se lo veía sonriente y muy satisfecho, como un gato a punto de comerse a un ratón. Aun así, Alana no le prestó demasiada atención. Seguía dándole vueltas a las palabras de Idris.

—¿Qué has querido decir con que tendrías que volver a utilizar a Eli?

—Estúpida niña, nunca has aceptado tu destino. Siempre supe que, si no encontraba algo que te retuviese, escaparías a la menor oportunidad. Eli era tu única debilidad y decidí utilizarla.

Un presentimiento le contrajo el estómago, pero era tan mezquino que no terminaba de creerlo. Necesitaba oírlo de sus labios.

—¿Qué hiciste?

—Venga, seguro que ya lo has adivinado. Aquella noche en la que tratasteis de huir, fui yo la que di la señal de alarma. Eli vino a mi habitación mientras tú estabas robando la moto de Yago; la dulce niña quería despedirse de mí —añadió con sorna—. Entonces, entendí que, si no encontraba algo que te retuviese aquí, siempre intentarías escapar. El accidente de moto solo le provocó una conmoción cerebral y le rompió una pierna. Yo hice el resto mientras estaba inconsciente: invoqué un poco de fuerza y ejercí la presión adecuada en el punto exacto. Los huesos de los niños son tan frágiles —comentó, con voz edulcorada—. Luego, solo he ido manteniendo tu preocupación por ella. De vez en cuando, en los momentos en que presentía que tus ansias de escapar se fortalecían, le mezclaba una pócima con su desayuno para que se encontrase mal durante unos días.

—¡Maldita loca hija de puta! —gruñó Alana, y se abalanzó sobre ella, pero Yago la detuvo cogiéndola por la cintura. La muchacha se revolvió de su abrazo, intentando escapar, deseando alcanzar a la mujer que había causado tanto dolor a su hermana—. ¡Suéltame, imbécil! —exclamó fuera de sí—. ¿Por qué no la detienes? Ha matado a tu padre y ha destrozado la vida de Eli.

—Digamos que me ha ofrecido algo que no he podido rechazar, algo que mi padre nunca me ha dejado tener —aclaró Yago en su oído, mientras la apretaba contra su cuerpo.

—¿El qué? —musitó Alana, aunque ya sabía la respuesta.

—A ti.

—Disfrútala, querido —comentó Idris con una risita, justo antes de salir de la habitación.

—¿Recuerdas que te dije que cuanto más te resistieras más te lo haría pagar cuando llegase el momento? —susurró Yago en su oído. No esperó a que respondiese antes de añadir con excitación—: Pues tu momento ha llegado.

Por un instante, Alana se quedó inmóvil, jadeando, aterrada por la certeza de que todo lo que había visto en su visión se iba a hacer realidad.

Después comenzó a luchar.