CAPÍTULO 19
Alana observó cómo el padre O’Malley salía de Saint Mary, se metía en un taxi que lo estaba esperando en la puerta, y se perdía por las calles de la ciudad. Llevaba unos días estudiando sus horarios y, por lo que había podido averiguar, pasaba una hora cada tarde visitando a varios feligreses que tenían movilidad reducida y que no podían salir de sus residencias. Un hombre entregado a los suyos.
Pero, aunque él se hubiese marchado, había comprobado que la catedral permanecía abierta al público. Le intrigaba descubrir lo que ocultaba aquel lugar y estaba decidida a averiguarlo.
Con el padre O’Malley ausente, Alana tenía la oportunidad de entrar y probar a ver si los demás miembros de la congregación podían sucumbir a sus poderes.
Se acercó a la entrada, andando con tranquilidad, mientras hacía fotos a la fachada, como una de las muchas turistas que había por allí, y, justo cuando estaba a punto de entrar, alguien la llamó. Solo entonces se percató del grupo de niños que estaba jugando al fútbol a unos metros de distancia.
Sonrió de forma involuntaria al ver que Brian la saludaba con la mano y se acercaba, trotando hasta ella.
—¡Lo he conseguido! —exclamó, con entusiasmo—. Estoy en el equipo.
—Me alegro mucho por ti, Brian.
—Te lo dije, el entrenador sabe mucho de estas cosas.
Alana se guardó su opinión al respecto. Un entrenador que no primaba la diversión antes que el resultado para ella no era un buen entrenador.
—Entonces, según tu entrenador, ahora que ya has conseguido lo que querías te toca divertirte, ¿no?
—Ahora le toca esforzarse más para demostrar que es digno de estar en ese puesto —dijo una voz a su espalda.
Una voz que reconoció al instante y que le provocó un vuelco en el corazón.
Se giró y allí estaba Lugh. La luz del Sol incidía sobre su cabello, recogido en una coleta, arrancándole reflejos dorados. Vestía un sencillo pantalón de chándal gris y una camiseta blanca de manga corta, que dejaba ver sus brazos bronceados y músculos.
Alana sintió que se le aceleraba el pulso y frunció el ceño. ¿Qué demonios le pasaba con aquel hombre? Su cuerpo reaccionaba como el de una adolescente en celo cuando estaba en su presencia y ni siquiera le caía bien. Pero, muy a su pesar, al recordar el beso compartido, sintió que se ruborizaba.
—Brian, ¿por qué no vuelves con los demás y practicas los pases? —inquirió Lugh, dirigiéndose al niño, pero sin apartar la mirada de ella.
El pequeño obedeció al instante, despidiéndose de ella con un ademán.
—Déjame adivinar: tú eres su entrenador.
Él debió de detectar algo de censura en su voz porque frunció el ceño.
—¿He hecho algo mal?
—¿Crees que es adecuado decirles a los niños que es más importante el resultado que la diversión?
—¿Qué es más divertido: ganar o perder?
—Participar —terció ella—. Son niños, no creo que se les deba exigir demasiado.
—Pero la vida es exigente y competitiva —repuso Lugh, razonable—. No te niego que sea divertido participar, pero yo los entreno para ganar. Porque ahí es donde reside la verdadera felicidad.
—¿En ganar un partido?
—No —respondió Lugh—. La felicidad consiste en conseguir todo lo que te propongas en la vida.
—¿Y tú siempre consigues lo que te propones? —preguntó antes de darse cuenta.
No había querido sonar provocativa, pero la mirada de Lugh se volvió más penetrante y se clavó en sus labios. Alana vio cómo el hombre se acercaba un paso más hacia ella y se mordía el labio inferior de una forma muy sexy, como si tuviese que contener las ganas de besarla de nuevo. Aquel gesto provocó un hormigueo en su estómago.
—Siempre —murmuró él, con la voz muy, muy ronca.
Sus cuerpos se habían quedado a un paso de distancia, sus rostros enfrentados, sus miradas entrelazadas y sus alientos enredados. Algo fluía entre ellos, una atracción que, al parecer, ninguno era capaz de resistir.
—Entonces, debes de ser el hombre más feliz del mundo —musitó, finalmente, Alana.
Algo brilló en los ojos de Lugh. Un destello de vulnerabilidad que la dejó descolocada. Y, entonces, él se separó, dando un paso hacia atrás y liberándola, así, de su hechizo.
—Debo volver con los chicos —anunció, y se alejó de ella.
¿Qué había sido aquello? ¿Acaso el dios del Sol no era feliz? Más intrigada de lo que jamás admitiría, se sentó en un banco y se dedicó a observarlo.
Dirigía el entrenamiento con mano dura, pero con respeto; y la verdad era que los niños parecían adorarlo. En un momento, Brian se hizo con el balón y otro muchacho, que le sacaba una cabeza, le hizo una entrada violenta que lo dejó tendido en el suelo.
Alana contuvo el aliento al ver que Lugh corría hacia él. Por suerte, todo quedó en un susto y Brian se levantó, sin daños aparentes. El rostro del niño se iluminó cuando Lugh le susurró algo y le revolvió el pelo con cariño.
Puede que fuese un capullo, pero era evidente que le gustaban los niños y eso era un punto a su favor. Lo que no terminaba de entender era lo que hacía un daniano entrenando a unos simples chicos como aquellos. Sus auras indicaban que eran niños normales.
—Son los críos del orfanato.
Alana dio un respingo cuando escuchó la voz de una mujer; una chica morena de ojos oscuros que se sentó a su lado en el banco. Parecía joven, rondaría los veinte años, y era bonita.
—Desde que Lugh se hizo cargo de su entrenamiento, han pasado de ser los últimos en la liga a convertirse en uno de los mejores equipos infantiles de la ciudad —continuó diciendo la joven, como si hubiese adivinado su interés—. Ahora tienen más seguridad en sí mismos y eso se nota en su día a día.
—¿No es un poco duro con ellos? —inquirió Alana, tratando de buscar algún punto negativo para no ablandarse ante él.
—Puede que un poco estricto, pero un poco de disciplina no es mala. Además, después del entrenamiento, los lleva a la heladería, así que los niños entrenan encantados —explicó, con tono afable—. Por cierto, me llamo Heather O’Malley —añadió, tendiéndole la mano.
—Yo soy Alana.
Cuando sus manos se estrecharon, a Alana la asaltó una visión: una figura oscura y temible; un abrazo apasionado; besos robados en la oscuridad de un bosque y un sentimiento de amor tan profundo, que sintió una opresión en el pecho.
Soltó su mano, con un estremecimiento.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, es solo que he sentido una corriente de aire frío por la espalda —respondió Alana, para dar una excusa.
—El tiempo por aquí es caprichoso, por muy buen día que amanezca, el cielo siempre se puede nublar —comentó Heather, ajena al rumbo de sus pensamientos, mientras miraba las nubes que empezaban a oscurecer el cielo azul—. ¿Quieres que te deje una chaqueta? Tengo otra en la sacristía.
—No, gracias, estoy bien —respondió ella y buscó un cambio de tema—. ¿O’Malley? ¿Tienes alguna relación con el padre O’Malley? —inquirió, mientras la miraba con curiosidad, buscando un parecido que no encontró.
—Es mi tío —admitió la chica.
En aquel momento, Lugh comenzó a hacer cabriolas con el balón para enseñarle un truco a los niños y captó la atención de las dos chicas… y la de todas las mujeres a su alrededor.
—Es impresionante.
—Es un presumido —bufó Alana.
—Es muy atractivo.
—Es muy engreído —repuso.
—Si lo conocieras mejor, te darías cuenta de que es simpático.
—Cuanto más lo conozco, más insufrible lo encuentro.
Heather dejó escapar una carcajada.
—¿Por qué te ríes?
—Porque por tus palabras pareces detestarlo, pero tus ojos son incapaces de apartar la mirada de él —observó, con un guiño.
—Yo no…
—Puedes negarlo todo lo que quieras, pero la atracción no se puede controlar. Aparece cuando menos te la esperas y no decides por quién la sentirás. De hecho, hay veces que surge con la persona más inadecuada. Créeme, sé de lo que hablo —añadió, y su expresión se tornó seria.
Alana abrió la boca para rebatir aquellas afirmaciones y asegurar que ella no estaba interesada en lo más mínimo en Lugh, cuando vio aparecer al padre O’Malley por el rabillo del ojo. Miró su reloj y maldijo en silencio. Había estado tan absorta observando el entrenamiento y hablando con Heather, que había pasado una hora sin que se diera cuenta de ello. Acababa de perder la oportunidad de colarse en la catedral.
El cura saludó a su sobrina con un cariñoso abrazo y luego miró con curiosidad a Alana.
—Muchacha, ¿qué te trae por aquí? ¿Deseabas hablar conmigo?
—La verdad es que no. Solo estaba paseando y me he sentado a observar. Pero, viendo lo tarde que es, será mejor que me vaya.
Se despidió de los dos y se contuvo para no mirar a Lugh antes de irse. Pero cuando subió a su bici, sus ojos traidores le echaron una última mirada.
Él tenía los ojos clavados en ella y, a pesar de la distancia, la intensidad con que la miraba le provocó un estremecimiento. Y no precisamente de repulsión o de miedo.
Heather tenía razón. Por mucho que se negase a reconocerlo, él la atraía.