CAPÍTULO 14
Lugh miró incrédulo cómo Alana se alejaba de él. Era inaudito. Primero lo rechazaba en el bosque. Ahora, en el Ghrian. Dos veces. Dos.
¡Por Danu! ¿Quién era aquella muchacha que se le podía resistir con tanta facilidad?
Hizo ademán de seguirla, no dispuesto a dejarse vencer por su rechazo, pero, de repente, apareció ante él un muro de ladrillos. O lo que era lo mismo: un guerrero fomoriano. Levantó la mirada —porque sí, aquel titán casi le sacaba una cabeza pese a que él rozaba los dos metros de altura— y se encontró con el rostro sonriente de Maon, uno de los cuatro generales de Elatha. Y dónde estaba Maon…
—Mira a quién tenemos aquí, al mismísimo dios del Sol en todo su esplendor —comentó una voz a su espalda, con tono de burla.
Lugh se giró hacia Sionn, con una mirada de resignación.
Sionn también era un general de Elatha y, al igual que su hermano mellizo, medía dos metros y treinta centímetros. Los dos eran morenos, con ojos negros, como todos los fomorianos. Solo había una única excepción: Elatha, su rey. Que por un capricho de la diosa Domnu, había nacido rubio y con los ojos grises.
Por alguna extraña razón, aquellos dos siempre lo abordaban en los momentos más inoportunos.
—Ahora no estoy de humor para enfrentarme con vosotros. Ya me iba.
Sus palabras hicieron que los dos hombres estallaran en una sonora carcajada.
Decidió ignorarlos y marcharse, pero se encontró atrapado entre los dos cuerpos. Por un momento, se sintió como un trozo de jamón en un sándwich.
Imponerse a ellos de forma física era impensable y, por desgracia, al estar en la superficie, rodeados de testigos, la magia quedaba descartada. Así que decidió seguirles el juego.
—Está bien. ¿Qué queréis?
—No queremos nada —respondió Maon.
—Solo hemos venido a consolarte —terció Sionn.
—¿Consolarme?
—Después de ver cómo esa chica te ha vapuleado, pensamos que lo necesitarías. No todos los días llaman «capullo» al dios del Sol —explicó Maon.
—Creo que es la primera vez que vemos que una mujer te rechaza —añadió Sionn, con tono pensativo—. Tal vez deberíamos probar suerte con ella.
—Estoy de acuerdo. Parecía un buen ejemplar —convino Maon, mientras lo miraba con una sonrisa bailando en sus labios.
Lugh sintió que todo su cuerpo se tensaba de golpe. Una sensación de posesividad, como nunca antes había sentido hacia nadie, invadió cada poro de su ser. La respiración se le aceleró y tuvo que apretar los puños con fuerza para controlar las ganas de lanzarse sobre ellos y molerlos a golpes. Quiso aullar que Alana era suya y ningún otro hombre la iba a tocar. Pensó en…
—Relájate, muchacho. Se te están poniendo los ojos negros.
Aquello lo desinfló de golpe.
Cuando perdía los estribos, su lado fomoriano lo dominaba y el primer síntoma era que los ojos se le oscurecían hasta el punto de tornarse negros. Los cerró y se concentró en respirar.
—¿Hasta cuándo vas a continuar negando tu naturaleza fomoriana? —inquirió Sionn.
—¿Por eso me acosáis con vuestras pullas? ¿Para hacerme perder los estribos?
—No, lo hacemos para recordarte quién eres —respondió Maon, con sencillez.
—Por mucho que insistas en vestir de blanco y rodearte de todos tus afables danianos, la sangre fomoriana corre por tus venas y es algo que no puedes negar —intervino Sionn.
Por un momento, Lugh se sintió expuesto. Era cierto que solía vestir de blanco, aunque normalmente lo combinaba con vaqueros claros. Los danianos solían vestir de colores suaves y él había adoptado también aquella costumbre. Había una razón para ello, una que no reconocería nunca ante nadie: lo había hecho para encajar.
Ser un mestizo entre dos razas enfrentadas había marcado su vida, desde su nacimiento.
Después de siglos conviviendo con los danianos, todavía había ocasiones en que lo miraban con desconfianza. Sobre todo, cuando perdía los estribos y sacaba a relucir su lado oscuro: su ascendencia fomoriana.
Esa parte salvaje de él que enturbiaba su vida.
—Elatha te invitó hace tiempo a que te unieras a los nuestros y la invitación continua vigente —le recordó Maon.
Y sin más, los dos mellizos se alejaron de él y regresaron con los suyos.
Por un momento, Lugh miró a un lado y otro de la sala, indeciso. Por una parte, estaban los danianos, en el otra, los fomorianos. Luz u oscuridad. Su eterno dilema.
Su mirada se paró, por un momento, en el grupo de fomorianos allí reunidos. Los cuervos, como así eran conocidos. Su lealtad entre ellos y hacia su rey era inquebrantable y vivían con pasión. Muchos danianos los catalogaban como salvajes. Pero y si…
—¡Lugh!
Oyó su nombre y se giró. Mac Gréine estaba llamando su atención, con un ademán de la mano, para que se uniese a su grupo.
Se acercó hasta el reservado y fue recibido con muestras de alegría.
—¿Qué hacías con esos dos cuervos? —inquirió el dueño del local, con mirada preocupada—. No te estarían molestando, ¿verdad?
—No, solo hablábamos —respondió Lugh, mientras se sentaba en uno de los sofás y aceptaba la copa que su amigo le ofrecía.
—¿Y también estabas «solo hablando» con la morena?
—No, con ella quería hacer algo más que hablar —reconoció Lugh, con una sonrisa—, pero creo que esta noche no estaba demasiado receptiva.
—Una mujer resistiendo los encantos del dios del Sol… ¿Quién es? No me suena haberla visto por aquí antes —comentó Mac Gréine y por su expresión parecía bastante interesado.
—Una española. Creo que turista. La verdad es que no le he preguntado —reflexionó Lugh, y se dio una patada mental por ello.
Cuando estaba con ella no pensaba con claridad. No pensaba en absoluto. Bastante le costaba resistirse al impulso de cargarla sobre su hombro y hacerla suya en el primer lugar, con un mínimo de privacidad, que encontrara.
Como si le hubiese leído la mente, Goibniu, el dios Herrero, que estaba sentado a su lado, le dio un codazo mientras comentaba:
—Echo de menos los tiempos en los que podíamos comportarnos como bárbaros y hacer nuestras a las mujeres con solo quererlo.
—Yo, a veces, echo de menos los tiempos en que todos nos adoraban. ¿De qué sirve ser un dios si no podemos actuar como tal? —comentó Mac Gréine, pensativo—. Pero luego, vengo aquí y… Al menos dicen que soy el dios del Ghrian —añadió, con una risa queda que no le llegó a los ojos.
De todos los danianos, Mac Gréine, el nieto de Dagda, era el que más tiempo pasaba en la superficie. Pese a que murió en la batalla contra los milesianos, antes de que se estableciera el Pacto de Tres, su espíritu consiguió reencarnarse, siglos después, y regresar a Irlanda, recuperando así los poderes que una vez tuvo.
Como propietario del Ghrian, le gustaba mezclarse con los siadsan. Y Lugh, en cierta forma, lo entendía. En los últimos tiempos, si querías salir de la monotonía del subsuelo, tenías que ir al exterior. Eran muchos los Tuatha dé Danann que habían adoptado costumbres y modas contemporáneas. Algunos, como él mismo, incluso, llevaban móvil, aunque cuando estaba en Tir na nÓg de poco servía, puesto que no había compañía telefónica que diese cobertura en aquel lugar.
—No entiendo por qué les permites la entrada a los fomorianos —musitó Brigit, la diosa de la Poesía, con un delicado escalofrío.
—Estoy de acuerdo. Deberías restringir el acceso a esos… indeseables —coincidió Angus, el dios del Amor, sin conseguir encontrar un insulto mejor.
—«Indeseables». Qué epíteto más vulgar —musitó Morrigan, con sorna, al tiempo que ponía los ojos en blanco—. Parecéis una panda de esnobs estirados.
—Soy un hombre de negocios —afirmó Mac Gréine, mientras se encogía de hombros—. Su dinero es tan válido como cualquier otro. Y consumen más alcohol ellos solos en una noche que el resto de siadsan juntos.
Brigit y Angus intercambiaron una mirada de censura.
—¿Acaso tenéis miedo de que se os vaya a pegar un poco de su carácter apasionado por juntaros con ellos? —bufó Morrigan, exasperada.
—¿Carácter apasionado? ¡Pero si son salvajes! —exclamó, escandalizada, la dulce Brigit.
Al darse cuenta de lo que había dicho, miró a Lugh de reojo y se ruborizó.
—Perdona, no quise decir eso. Tú no eres así, aunque tengas… ya sabes.
—Sí, ya sé.
Era curioso cómo la mayoría de los danianos trataban como un tema tabú su mestizaje. En Avalon nunca se hablaba de su ascendencia fomoriana. Para todos, él era el gran héroe daniano. Nada más.
Todos intentaban olvidar que tenía sangre de los Fomoré en las venas.
Sobre todo, él.