PRÓLOGO 2
Era noche cerrada y el viento aullaba en el exterior, siniestro y amenazador, pero las dos personas que estaban en aquella habitación, mientras el fuego del hogar crepitaba, se sentían a salvo, al menos de la tormenta.
Y entonces, Lugh, armado solo con su lanza mágica, se enfrentó, con valentía, al temible Balor. En el momento en que alzó su brazo para tomar impulso en el lanzamiento, la lanza de Assal cobró vida y las llamas la envolvieron. Un fuego mágico que solo se apagaría cuando se mojase en la sangre del que estaba destinada a abatir.
Con un movimiento veloz, la lanza surcó el cielo hasta clavarse, de forma certera, en el pecho de Balor, dándole muerte en el acto.
Y fue así cómo los Tuatha dé Danann vencieron a los salvajes Fomoré.
Desde entonces, Lugh ha sido alabado y venerado como el mayor héroe de los danianos; el incomparable dios del Sol; la perfección encarnada en…
—No creo que me gustase alguien así.
Eleonora Osorio detuvo la lectura de aquella leyenda celta y clavó los ojos en su hija. Lejos de estar adormecida, la observaba con fijeza desde su lecho, atenta a cada una de sus palabras. Abrazaba con cariño a Nora, una muñeca de trapo que Eleonora le acababa de regalar. Medía cincuenta centímetros de largo y estaba elaborada por un talentoso artesano que había cuidado hasta el mínimo detalle de ella, desde el pelo de lana color morado, peinado con dos trenzas, hasta el vestido blanco con flores lavanda. Su cuerpo, suave y mullido, invitaba a los achuchones.
Un regalo de despedida, aunque la niña todavía no lo sabía.
—Es normal, Balor era un ser malvado y temible —comentó, mientras se levantaba, con pesadez, de la mecedora desde donde estaba leyendo y se acercaba, con paso vacilante, hasta sentarse a su lado en la cama.
—No me refiero a Balor, hablaba de Lugh.
—¿Qué quieres decir?
—Las leyendas dicen que era… perfecto —respondió la niña, después de una breve vacilación, a falta de encontrar una palabra mejor para describir semejante dechado de virtudes—. Estoy segura de que una persona que lo hace todo bien debe de ser insufrible —reflexionó, al tiempo que hacía una mueca de desagrado.
—¿Insufrible? ¿Dónde has oído tú esa palabra? —inquirió Eleonora, con una sonrisa.
—Me lo dice Drua cuando no le hago caso —admitió la niña y arrugó su pequeña nariz de una forma encantadora.
Eleonora sonrió ante aquel gesto tan suyo. La miró con ojo crítico. A pesar de que solo tenía ocho años, auguraba ser una belleza cuando fuese mayor, con un rostro de rasgos delicados, espesa melena de rizos oscuros y ojos castaños de mirada profunda.
Lástima que ella no fuera a estar a su lado en su transformación de niña a mujer. Y ahora, tenía que encontrar la forma de hacérselo comprender.
Aunque no era su intención, la pena debió de reflejarse en su rostro porque la pequeña la observó con atención.
—Otra vez estás triste.
—Me voy a tener que ir, miña ruliña[1] —confesó Eleonora, y una lágrima solitaria y silenciosa rodó por su mejilla.
—Lo sé —musitó la pequeña, y en sus ojos había tanto desconsuelo que sintió que su corazón se quebraba.
—¿Lo sabes?
—Anoche soñé con ello.
Eleonora asintió con un nudo en la garganta. Su hija tenía el don de la clarividencia, veía las cosas antes de que sucedieran a través de sueños premonitorios o visiones que la asaltaban de repente, sin que pudiese evitarlas o controlarlas. Un don que, como descendientes de Biróg, tenían la mayoría de las mujeres de la familia Osorio.
—¿Qué soñaste?
Por un segundo, la expresión de la niña fue de desolación, pero enseguida compuso una sonrisa tranquilizadora. La tristeza y el miedo que subyacía en su gesto, y que trató de ocultar, le rompió el corazón. Era tan valiente… Y la iba a dejar sola con un hombre que iba a disfrutar quebrando su espíritu.
—No te preocupes por mí, nai[2]. Estaré bien —aseguró, mostrando más coraje que el que debería de tener cualquier niña de su edad.
Era muy posible que hubiese engañado a otra persona. Había aprendido a mentir para lidiar con las restricciones que imponía su padrastro, y lo hacía de forma magistral, pero Eleonora la conocía y supo que no decía la verdad.
Nunca podría estar bien en manos de Alexandre Quiroga.
—¿Por eso me has regalado a Nora? —adivinó la pequeña.
—Es una muñeca muy especial —susurró, en tono confidente—. Tenla siempre cerca de ti y te protegerá de tus pesadillas, ¿has entendido?
La niña asintió, solemne.
—¿Recuerdas la historia que te conté sobre la noche en la que conocí a tu verdadero padre?
—En el solsticio de verano —respondió. Esta vez su sonrisa era sincera, aunque teñida de melancolía—. Estabas en la universidad y te escapaste con dos amigas para pasar unos días en la isla de Arosa para la celebración de la noche de San Juan. Las hogueras resplandecían bajo el cielo estrellado y la música os envolvía. —Se sabía el guion de memoria. Eleonora le había contado aquella historia muchas veces antes de dormir, desde que era un bebé—. Y entonces lo viste a través del fuego. Vuestras miradas se cruzaron y ya no se pudieron separar.
—Fue un flechazo —convino ella.
—Eso debió de doler —reflexionó la niña, que seguro que había entendido sus palabras en sentido literal.
—Más de lo que piensas, pero no por lo que crees.
Aun después de los años pasados, su cuerpo todavía se estremecía al rememorar la imagen del hombre que le robó el corazón años atrás: su cuerpo alto y musculoso, sus vivaces ojos azules y su cabello rojo, de un tono tan intenso que rivalizaba con el del fuego. En sus brazos pasó cinco noches llenas de pasión y ternura que la marcaron más de lo que nunca hubiese podido imaginar.
—Tu padre me pidió que escapara con él a su tierra, a Irlanda, pero no lo hice. En aquel momento, no sabía que tú ibas a nacer nueve meses después.
—Fui una sorpresa —afirmó la niña, con una expresión pícara que iba a causar estragos cuando fuese mayor.
—La mejor de las sorpresas —confirmó Eleonora, con la voz rebosante de amor.
A decir verdad, cuando supo que se había quedado embarazada con apenas veinte años, pensó que su vida se iba a acabar. Tuvo que dejar la universidad y regresar a la casa de sus padres, en un pueblecito del Valle de Quiroga, para afrontar la vergüenza de ser madre soltera en una pequeña comunidad anclada en el pasado.
Pocos años después, Alexandre Quiroga entró en su vida y lo cambió todo. El hombre acababa de enviudar y buscaba una madre para su hijo. Eleonora se dejó embelesar por su apostura, su riqueza y sus palabras de amor. Prometía un hogar para ella y para su hija pequeña. Y ella lo creyó.
Al poco tiempo de casarse, se dio cuenta de su error, pero, para entonces, ya fue demasiado tarde. Estaba atrapada dentro de la secta de los Hijos de Breogán, dirigida por Alexandre Quiroga. Y ahora, la piedra de Biróg, aquella que había jurado proteger hasta la muerte, estaba en su poder.
—¿Por qué no escapaste con mi padre?
Eleonora se había hecho aquella pregunta infinidad de veces.
—Porque mi destino era otro —respondió finalmente, al tiempo que se llevaba una mano al vientre henchido—. Yo estaba predestinada para llevar en mi vientre a la hija de Alexandre y tu deber será protegerla para que logre lo que las runas han augurado para ella.
Como si hubiese intuido su contacto, el bebé que se gestaba en su interior se movió. Una criatura fruto de una relación de abusos y crueldad, pero que había llegado a amar a pesar de que nunca la iba a poder tener en brazos.
—Te doy mi palabra de que haré lo que sea necesario para protegerla —juró la niña, con gesto solemne.
Y Eleonora la creyó.
Alana cumpliría aquella promesa, aunque tuviera que perder su alma por ello.