CAPÍTULO 40
Si el tiempo se hubiese detenido en aquella noche, Alana hubiese sido eternamente feliz. Tumbada en una manta, cobijada en los brazos de Lugh y arrullados por los sonidos del bosque, observaba el cielo estrellado mientras escuchaba la voz ronca de Lugh, que le contaba una de las muchas leyendas celtas, que en sus labios se convertían en retazos de una historia pasada.
—Hace mucho tiempo, los hijos de la diosa Domnu poblaban los océanos, pero su naturaleza combativa y apasionada hizo que el fondo del mar temblase por sus continuas guerras. Algunos de ellos decidieron empezar una nueva vida en la tierra y abandonaron el mar.
—Los fomorianos —adivinó Alana y Lugh asintió—. ¿Pero cómo podían respirar bajo el agua? ¿Tenían agallas?
—Los fomorianos tienen la habilidad de transmutarse en diversas criaturas. Los selkies, los que todavía habitan los océanos, son focas. Elatha y los suyos, adoptan la forma de cuervo. Hay otros que se transforman en lobos. El animal en que eligen transformarse es el que define la rama de los fomorianos a la que pertenecen.
—¿Tú también te transformas?
—Yo soy un cuervo —musitó Lugh, después de varios segundos en silencio y Alana entendió que le había costado mucho compartir en voz alta aquella confesión—. Una vez, hace mucho, Elatha vio cómo me transformaba. Desde entonces, me instiga para que me una a los suyos —explicó, con voz inexpresiva. Luego respiró hondo y murmuró—: Hay algo en ellos que me atrae. Algo en mí que me susurra que mi lugar está a su lado.
—¿Y por qué no te unes a ellos?
—Porque debo lealtad a Dagda y a los danianos. Ellos me salvaron la vida.
—Pero nunca podrás ser feliz así, Lugh —declaró Alana, y sus palabras captaron la mirada interrogante del hombre—. No se puede encontrar paz y felicidad cuando el deber, la lealtad, la razón y el corazón están enfrentados —afirmó y, por la sombra que oscureció los ojos azules, supo que había dado en el clavo.
Recordó las palabras que cruzaron la última vez que se encontraron en Saint Mary:
—La felicidad consiste en conseguir todo lo que te propongas en la vida.
—¿Y tú siempre consigues lo que te propones?
—Siempre.
—Entonces debes de ser el hombre más feliz del mundo.
En aquella ocasión, no entendió el sentimiento que oscureció su mirada ante sus palabras. Ahora, sí. Puede que Lugh, como dios del Sol, tuviera el mundo a sus pies, pero no era feliz. Y nunca lo sería mientras no encontrase la paz consigo mismo.
—Ha llegado la hora de que amanezca —susurró Lugh, sacándola de sus reflexiones. La miró con intensidad, como sopesando sus siguientes palabras, y luego añadió—. ¿Me ayudas?
—¿A qué?
—A componer un amanecer.
Alana contuvo el aliento. Sabía que aquello era un acto muy personal para él, muy especial, y que quisiera compartirlo con ella indicaba lo mucho que estaba avanzando su relación.
Dudó, por un segundo dudó. Pensó en hablarle de la revuelta y de su implicación, en contarle la verdad, la razón por la que estaba en Irlanda. Confesar todo. Pero calló. Si lo hacía, estaba segura de que Eli pagaría las consecuencias y no lo podía permitir.
Una vez más, buscó guía en su mente. Una visión que le hablara de su futuro si seguía por ese camino, pero no halló nada. Así que guardó silencio y asintió.
Lugh la ayudó a levantarse, sin romper en ningún momento el contacto visual. Desnudos y cogidos de la mano, se adentraron, poco a poco, en el agua. Debía estar helada, pero estaba tan atrapada en la mirada de él que no sintió el frío, tan solo el calor que transmitían sus ojos. Cuando el agua le llegó a la cintura, se detuvieron.
Él se puso tras ella, con sus manos apoyadas en sus hombros, y los dos miraron al horizonte.
—Siente, Alana. Siente la tierra bajo tus pies, el agua a tu alrededor, el aire en la cara. Siente cómo los elementos nos rodean —musitó Lugh en su oído, mientras sus manos abandonaban sus hombros para descender con suavidad por sus brazos—. ¿Qué más sientes?
—Frío y oscuridad.
—Porque falta un elemento, uno que hará que la oscuridad se aleje y que vencerá al frío.
—El fuego.
—El fuego —reiteró Lugh, con voz ronca—. Debe crecer desde tu interior. Debes sentirlo en cada partícula de tu ser. Desearlo. Solo entonces, hay que atreverse a invocar al Sol, porque es el mayor símbolo de luz y calor que existe —explicó, mientras cogía sus manos y la guiaba en una serie de movimientos fluidos.
Bailaron juntos, piel con piel, hasta que Alana pudo sentir la energía que manaba del cuerpo de Lugh, reconfortante y reparadora, algo tan puro como la sensación de abrigo que tenía un bebé en el vientre materno, como el abrazo protector de una madre. Una sensación tan hermosa que le arrancó lágrimas, sin saberlo. Y entonces, el Sol, poco a poco, fue emergiendo por el horizonte, respondiendo a la llamada de su dios.
Se quedaron abrazados, en silencio, contemplando la magia que habían obrado juntos, mientras el calor del sol templaba sus cuerpos.
—Ha sido hermoso, Lugh. Gracias.
—Me ha gustado compartirlo contigo —respondió y en su voz ronca había un sentimiento tan crudo que Alana sintió la necesidad de aligerar el momento.
—Sin duda, esto es mucho más relevante que vender placas solares —comentó, y sintió la risa del dios a su espalda—. Tienes el mejor trabajo del mundo, Lugh.
—Solo invoco al Sol —contestó, con una humildad que le resultó extraña en él.
—No, haces mucho más —respondió ella y se giró entre sus brazos para añadir—: Haces que cada amanecer se convierta en una nueva oportunidad para ser feliz.
Los ojos de Lugh recorrieron su rostro bañado por la luz del sol y algo brilló en sus profundidades, algo intenso y hermoso, tan cálido como el Sol que acaba de invocar. Luego la besó de esa forma tan especial que tenía de hacerlo, con una dulzura no carente de pasión, y Alana deseó ser libre, pero esta vez por un nuevo motivo.
Deseó ser libre para poder amarlo de la forma en que se merecía ser amado.