CAPÍTULO 1

Acababa de amanecer, pero el camino continuaba en penumbra, oscurecido por las sombras de los abedules y los robles que lo bordeaban. La noche había sido especialmente fría y húmeda, y pequeñas gotas de rocío salpicaban las hojas de los arbustos que tenía alrededor.

Alana avanzaba, zancada a zancada, con paso firme y ritmo regular, controlando en todo momento su respiración.

Era cuestión de concentración.

Inspirar. Expirar. Inspirar. Expirar.

Paso a paso.

Sin detenerse.

Sin mirar atrás.

Se abstrajo en los sonidos que la envolvían: sus pisadas sobre la tierra, todavía húmeda, su propia respiración, el latido de su corazón marcando el ritmo como un tambor. Pum-pum. Pum-pum. El murmullo de las hojas mecidas por el viento, el tímido canto de los pájaros… No había mejor lista de Spotify para correr que aquello.

Fue acelerando el paso poco a poco, hasta comenzar a correr como si tratase de escapar de algo o de alguien. En cierta forma, así era; había una sombra que oscurecía su vida y de la que no se podía despegar.

El corazón comenzó a retumbarle en los oídos. Los músculos de las piernas protestaron por el esfuerzo. No obstante, no se detuvo. Más. Un poco más.

Y, entonces, lo vio. El mirador de Bustelo. Su destino.

Dejó escapar un resuello cansado cuando por fin se detuvo allí, mientras se doblaba sobre sí misma, tratando de encontrar el aire por el que clamaban sus pulmones.

Cuando su cuerpo por fin se relajó, pudo dedicarse a disfrutar del paisaje. El sol jugaba con las nubes que salpicaban el cielo, creando un caleidoscopio de luces y sombras sobre la tierra. Las frondosas montañas, cubiertas de pinos, estaban envueltas por una capa de niebla que parecía arroparlas como una manta. Un río serpenteaba tranquilo hasta perderse en el horizonte.

El Valle de Quiroga.

El lugar donde había nacido y donde descansaba el cuerpo sin vida de su madre. Una tierra sobre la que había derramado muchas lágrimas de tristeza y muy pocas de alegría. Era su hogar y lo amaba. Y, aun así, siempre se había sentido fuera de lugar allí.

A su mente acudieron las palabras que su madre, Eleonora, le dijo la última vez que subieron juntas hasta el mirador, en uno de sus habituales paseos. Algo que la indujo a que guardara en el más absoluto secreto:

—Escúchame, miña ruliña, las descendientes de Biróg tenemos el don de ver el futuro de los demás y debemos actuar en consecuencia, aunque en muchas ocasiones nuestro propio porvenir se presente borroso ante nuestros ojos —había explicado Eleonora, con la mirada perdida en el horizonte—. He visto tu futuro y sé que tu destino está lejos de aquí. Tú estás predestinada a caminar entre los dioses de Irlanda. Pero el camino no será fácil para ti. Deberás mancharte las manos con la sangre del hombre que amas para poder salvar tu vida y la de aquellos a los que más quieres. Solo si empleas tu don con sabiduría, lograrás que el destino juegue a tu favor.

—No entiendo lo que me quieres decir —respondió Alana, confusa.

—Lo sé, hija, pero un día lo entenderás.

En la actualidad, seguía sin entender las palabras de su madre y ella ya no estaba allí para poder explicárselas. Dos meses después de aquello, había muerto dando a luz a una preciosa niña que llevaba el nombre de su madre.

Una cosa estaba clara: Eleonora había estado equivocada. El destino de Alana no era caminar entre los dioses de Irlanda, ni tampoco estaba lejos de allí. Su destino estaba ligado a los Hijos de Breogán, a Alexandre y, muy pronto, a Yago.

Un sonido lejano llamó su atención, sacándola de sus pensamientos. Sus ojos otearon el cielo en busca de su origen: un águila real bailando, en las alturas, con sus alas desplegadas. Bella. Poderosa. Libre.

Alana no envidiaba su belleza ni su poder, tan solo su libertad.

Ella también deseaba abrir los brazos y emprender el vuelo lejos.

Alejarse de sus obligaciones.

De su destino.

De los Hijos de Breogán.

De Yago.

De Alexandre.

Solo de pensar en su padrastro, se le revolvió el estómago por las náuseas. Le habían enseñado a adorarlo y, aun así, lo odiaba con toda su alma. Él era como una sombra que oscurecía todo lo que tocaba, sacando lo peor de la gente. Se aprovechaba de los miedos y de las debilidades humanas para atrapar a cualquier incauto en su telaraña de poder y control. Pero nadie más parecía darse cuenta de ello.

Como si su pensamiento lo hubiese invocado, su móvil comenzó a vibrar en el bolsillo de la sudadera que llevaba puesta. Antes de ver la pantalla, supo que era él y cogió la llamada, con renuencia.

—Necesito que vengas. Ahora. —Su tono no admitía réplica y colgó antes de que ella pudiera emitir palabra alguna.

Alexandre tenía la certeza de que ella acudiría tan rápido como le fuera posible y no se equivocaba. Después de todo, ella, al igual que todos los Hijos de Breogán, estaba bajo su dominio.

Después de echar un último vistazo al hermoso paisaje que se presentaba ante ella, emprendió el regreso hacia el Pazo de Breogán.

Media hora después, traspasaba a la carrera las puertas de los altos muros de cantería, coronados por almenas, que lo rodeaban.

Sintió sobre sí las miradas penetrantes de los guardias armados que custodiaban el lugar, pero las ignoró. Ellos eran el enemigo.

No apreció la imponente arquitectura señorial del recinto, que evocaba al barroco de finales del siglo XVII, y que estaba compuesto por diferentes edificios presididos por una torre de cuatro plantas con base octogonal y decorada con diversos elementos naturalistas. Aquella era su prisión.

Tampoco valoró los hermosos jardines en cuyo centro se hallaba una estatua de granito de Breogán, ni la belleza de las fuentes bordeadas de setos de boj, ni los parterres llenos de azaleas, hortensias, camelias y rododendros. Todos aquellos detalles lo único que conseguían era convertir su cárcel en una jaula de oro.

Cruzó el patio, con presteza, para dirigirse al edificio principal. A pesar de lo temprano que era, el recinto bullía de actividad para llevar a cabo los preparativos de la celebración del equinoccio de primavera.

Aquel era el día de Ostara, la divinidad de la luz radiante, y los Hijos de Breogán iban a festejar el fin del frío invierno. Un día de música y banquetes; de juegos en los que se perseguían liebres, se regalaban huevos y se invocaba a la diosa para que concediese cosechas abundantes; una noche en la que se encendían hogueras y las parejas enaltecían la pasión carnal, esperando que Ostara les bendijera con un hijo.

Alana se adentró en el edificio principal y saludó, de forma distraída, a tres mujeres que se encontraban limpiando en el hall de entrada. No se sorprendió cuando, como respuesta, solo recibió tres miradas de cautela, teñidas de reprobación.

En parte, las merecía. Desde la noche del accidente, se había convertido en una paria social. Tampoco le afectaba demasiado. Había crecido con las murmuraciones y la etiqueta de «bastarda» a sus espaldas, así que estaba acostumbrada a ser el foco de la censura.

Aun así, como hijastra de Alexandre, Alana había tenido el privilegio de educarse en los mejores colegios, de estudiar en la universidad y de tener todo aquello que quisiera. Pero sus concesiones tenían una condición: obediencia total a su padrastro y una considerable falta de libertad.

Él controlaba su vida, de igual forma que controlaba a todos los Hijos de Breogán. Alexandre Quiroga tenía las llaves de su jaula de oro y Alana tan solo podía soñar con la libertad.

—¿Otra vez soñando despierta?

Aquella voz la sorprendió justo cuando iba a subir las escaleras que daban al primer piso, donde estaba su habitación.

No tuvo que girarse para saber quién era: Yago, el hijo de Alexandre.

El hombre que, si nadie lo impedía, aquella noche la iba a violar.