CAPÍTULO 35

Tres días. Llevaba tres días debatiéndose entre la preocupación y la ira.

No encontraba a Alana por ninguna parte. No le devolvía las llamadas. No estaba en su apartamento.

Se había ido sin despedirse.

Había huido de él.

«¿Qué esperabas? Desintegraste a un hombre delante de ella», le recriminó su voz interior.

Lo peor es que no sabía dónde encontrarla. Ahora se daba cuenta de que, aunque le había contado muchas cosas de su vida, había sido con pocos detalles y de forma evasiva. Sabía que su madre había muerto cuando era pequeña y que no conocía a su padre, pero quitando eso, nada. Nunca solía hablar de su hogar ni de cómo se había criado. A la única que había mencionado varias veces era a su hermana pequeña. Comentarios indirectos del tipo: «Eli adoraría esto». Nada más.

Ni siquiera Diana sabía dónde se encontraba. Había ido al apartamento de la española a la mañana siguiente del ataque, al ver que Alana no estaba en casa.

—¿Dónde está Alana? —inquirió en cuanto Diana abrió la puerta.

—Tenía la esperanza de que estuviera contigo.

—No seas estúpida, si estuviera conmigo…

No pudo terminar la frase. En un abrir y cerrar de ojos, Elatha apareció de la nada y lo atenazó del cuello mientras lo retenía contra la pared.

—Cuida esa lengua —gruñó el rey fomoriano con tono amenazador—. Ni se te ocurra faltarle al respeto o lo lamentarás.

Podía perder el tiempo peleando con él, pero no estaba de humor para una contienda. Solo quería encontrar a Alana.

—Lo siento —masculló Lugh, mientras se zafaba del agarre de Elatha. Miró a Diana y añadió—. No quise faltarte al respeto, es solo que… Estoy preocupado por ella. ¡Por Danu! Creo que la asusté —admitió, al tiempo que se pasaba la mano por el cabello.

—¿Qué hiciste? —inquirió Elatha.

—Si le has hecho daño de alguna forma… —susurró Diana con los ojos entrecerrados.

Cuál fue su sorpresa al ver que la dulce española empezaba a emitir una energía amenazadora desde su interior. Las cortinas de las ventanas comenzaron a moverse como movidas por una corriente, a pesar de que las ventanas estaban cerradas, y el suelo comenzó a vibrar bajo sus pies.

Lugh la miró, consternado.

—Así que es cierto lo que me dijo Dagda. Eres Erin.

—No soy Erin. Soy Diana —afirmó ella, al salir del trance en el que parecía haber caído—. Y como hayas dañado a mi amiga…

—No le he puesto un dedo encima. Bueno, al menos no para herirla —se apresuró a añadir, al ver la ceja arqueada de Diana—. Anoche nos atacaron cuando la acompañaba a casa y tuve que hacer uso de mi magia.

—¿Os atacaron? —inquirió Elatha, rígido.

—Cinco hombres con el símbolo de la triqueta invertida. Para cuando acabé con ellos, Alana había subido a su apartamento, espantada —explicó con pesar—. Decidí darle un tiempo para asimilar lo que había visto, pero llevo toda la mañana llamándola al móvil y lo tiene apagado y tampoco está en su casa.

—Yo tampoco la localizo, pero estoy segura de que, tarde o temprano, aparecerá. Si alguien es capaz de aceptar que existe la magia y que eres un dios daniano, esa es Alana. Para ella serías un sueño hecho realidad.

«Eso es cierto», pensó Lugh con arrogancia.

—Por favor, avísame cuando regrese.

—¿Y cómo quieres que te avise? ¿Por un cuervo mensajero o tú también tienes un anillo de «macizorro a domicilio»?

Lugh miró de reojo a Elatha para ver si estaba de broma, pero este le respondió con una expresión que decía: «¿Ves lo que tengo que aguantar?».

—¿Qué te parece si te doy mi número de móvil y me mandas un WhatsApp?

—Así que los dioses también pueden llevar móvil, ¿eh? Aplícate el cuento, grandullón —añadió Diana, al tiempo que pegaba un codazo al rey fomoriano—. Así puedes mandarme un mensaje antes de pasar por mi casa sin avisar.

Lugh parpadeó al ver la confianza con la que lo trataba. Parecía no tenerle ningún miedo. En cuanto a Elatha, solo gruñó en respuesta. Un hombre que comandaba uno de los ejércitos más temibles parecía un manso corderito al lado de la pelirroja. No pudo evitar sonreír.

Elatha se percató de su sonrisa y entrecerró los ojos.

—Se te ve excesivamente preocupado —señaló el rey fomoriano, con una ceja arqueada—. ¿Puede ser que el corazón del dios del Sol haya caído preso por cierta joven española?

—Esa chica me ha visto haciendo magia. Lo que me preocupa es que se vaya de la lengua —mintió sin dudar. No quería reconocer que Alana estaba empezando a significar algo para él—. Avísame en cuanto la veas —instó a Diana antes de irse.

De eso hacía tres días y nada. No paraba de mirar su móvil, esperando algún aviso, asegurándose a cada minuto que tuviera cobertura. Y cuando ya estaba pensando en ir hasta Galicia para buscarla, su móvil emitió un pitido.

Un mensaje de Diana.

Solo dos palabras.

«Volvió anoche».

En cuestión de minutos, Lugh estaba llamando a la puerta de Alana.

Se sentía nervioso y estaba impaciente. Tanto, que le pareció que pasaba una eternidad hasta que la puerta se abrió. Pensaba pedirle disculpas por haberla asustado, pero cuando la vio ante él, recién levantada, con el pelo revuelto y vestida con un pijama de pantalón corto, sintió que el enfado que había acumulado durante aquellos días rompía las barreras de su contención. Él casi no había podido pegar ojo en esos tres días y ella parecía no haber tenido ningún problema para conciliar el sueño.

—¡Mujer, huiste de mí! —le recriminó, adentrándose en el apartamento sin ser invitado.

Alana trastabilló hacia atrás para apartarse de su camino cuando él entró con paso impetuoso.

—No hui de ti, me surgió un problema familiar y…

—Excusas —acotó él, haciéndola callar con un ademán de su mano—. Reconoce que te impresionó ver el poder de mi magia y que por eso te asustaste.

Ella alzó una ceja y cruzó los brazos sobre su pecho.

—Así que el poder de tu magia, ¿eh? Y si tan asustada estaba, ¿por qué he regresado?

—Tu amiga me hizo entender que, para alguien como tú, que ha estudiado la mitología celta desde hace años, yo sería algo así como un sueño hecho realidad —explicó, y no pudo evitar el tono altivo de su voz.

Por alguna razón que no comprendió, la ceja de Alana se alzó todavía más.

—Ahora que ya conoces la verdad, ¿hay algo que desees preguntarme? —concedió Lugh, magnánimo.

—Pues ahora que lo mencionas, siempre he tenido una curiosidad desde la primera vez que te vi —confesó Alana.

Lugh la instó con la mirada a que hablara. Era normal que la muchacha tuviera preguntas, acababa de adentrarse en el mundo de los dioses y la magia. Seguro que tenía mil inquietudes que la perturbaban y…

—¿Qué champú usas?

Lugh parpadeó.

—¿Perdona?

—Me gustaría saber el champú que usas, porque tienes un pelazo por el que cualquier mujer mataría —continuó diciendo Alana, sin inmutarse—. Nunca he estado con un hombre que tuviese un pelo más bonito que el mío y… ¡Solo bromeo! —exclamó, mientras alzaba las palmas de las manos en señal de rendición al percatarse de que Lugh tenía el ceño cada vez más fruncido—. Así que eres un dios —concluyó, abordando el tema que tenían pendiente.

—No, muchacha, no soy un dios —corrigió él y se irguió ante ella, con orgullo—. Soy Lugh Lamhfada, el gran héroe daniano. Contengo a la noche y barro la oscuridad; ilumino al mundo desde el principio de los tiempos; deleito a la Tierra con mi luz y soy venerado por todas las culturas. No soy un dios cualquiera —señaló, y alzó el mentón con arrogancia antes de añadir—: Yo soy el dios del Sol.

Esperaba haberla impresionado con sus palabras, por eso se quedó descolocado cuando Alana estalló en una sonora carcajada.

—¿De qué te ríes?

—De ti —admitió ella sin vergüenza, mientras se secaba las lágrimas que habían asomado a sus ojos—. Si como hombre ya me parecías presumido, me temo que como dios vas a ser insufrible.

La altanería de Lugh se desinfló bastante ante aquella declaración. La observó, descolocado. Aquella mujer siempre resultaba una cura de humildad para él.

—¿No estás ni un poquito impresionada?

—Mucho —reconoció ella—, pero no por tus palabras sino por tu ego —aclaró, mientras arrugaba la nariz de esa forma encantadora que tenía.

Volvía a burlarse de él, pero lejos de sentirse ofendido, la observó con un nudo en el corazón.

—No vuelvas a desaparecer así, álainn —musitó, y no pudo evitar el tono de ruego de su voz.

—No lo haré —repuso ella, también seria—. No volveré a escapar ni volveré a detenerte —añadió en un susurro quedo, con el deseo brillando en sus ojos.

Contuvo el aliento cuando ella dio un paso hacia él y puso una mano sobre su pecho. Pese a la tela que los separaba, la piel de aquella zona ardió de expectativa. Ella acababa de dar el primer paso.

En lo único que pudo pensar él fue en cogerla entre sus brazos y besarla hasta que perdiese el sentido. Y así lo hizo.

Lugh la abrazó con ansia. Solo al sentir su cuerpo esbelto contra el suyo, comenzó a respirar de nuevo. Sus ojos recorrieron su rostro, sediento, hasta detenerse en su boca. Preguntó con la mirada y ella entreabrió los labios en una dulce invitación.

El primer beso fue suave y tentativo, pero cuando ella se lo devolvió con abandono, dejó de contenerse y se dejó llevar por las sensaciones. Quiso ser delicado e ir despacio, pero entonces Alana le rodeó el cuello con los brazos para profundizar el beso y todo se precipitó.

Sus manos exploraron el cuerpo femenino hasta posarse sobre sus glúteos y apretarla contra sí para dejarle sentir el poder de su erección. Con un gruñido, la alzó ligeramente para que ella pudiera rodearle con las piernas y la llevó hasta la cama. Por suerte, aquel apartamento solo tenía un dormitorio y no tuvo que buscar demasiado.

La dejó otra vez en el suelo, a los pies de la cama, después de otro beso profundo.

Por fin había llegado el momento que llevaba semanas esperando y se sintió tan nervioso como lo había estado la primera vez que estuvo con una mujer, miles de años atrás.

—Levanta los brazos —susurró en su oído.

Alana obedeció con lentitud. Aunque estaba teñida de deseo, su mirada continuaba siendo cautelosa. Él se prometió que, costara lo que costase, conseguiría eliminar las sombras que había en ella para que confiara en él.

Cogió el borde de la camiseta que llevaba puesta y empezó a subírsela despacio. Sus nudillos rozaron la tierna piel de su abdomen y contuvo el aliento ante la descarga eléctrica que lo recorrió. ¿Cómo un roce tan tenue podía resultar tan intenso?

Solo con ella.

Siempre con ella.

Vio que Alana se estremecía y supo que estaba sintiendo lo mismo que él. Algo diferente a todo lo que había sentido con anterioridad.

Único.

Especial.