CAPÍTULO 24

Quedaba poco para que el sol comenzara a ponerse en el horizonte cuando Alana llegó al lugar acordado. Estaba más nerviosa de lo que quería reconocer.

No es que Lugh le gustara. Todo lo contrario.

Le parecía un creído. Además, era arrogante. Prepotente. Y…

Y tenía sentido del humor, era dulce y le gustaban los niños. También era un maestro paciente y poseía un lado artístico que resultaba encantador. Cuánto más tiempo pasaba con él, era más evidente que escondía mucho más de lo que su apariencia de rubiales seductor y presumido dejaba entrever.

Pero eso no significaba que él le gustase. Tan solo que no era tan malo como había creído en un principio. Había pensado que se encontraba ante una versión rubia de Yago, pero Lugh era diferente. Muy diferente.

Una cosa era cierta, besaba muy bien. ¡Maldición! No conseguía olvidar los besos que habían compartido. La forma en que la había tomado entre sus brazos y la había acariciado con la boca…

Le gustase o no, debía ser sincera consigo misma y reconocer que había algo en él que la atraía. Pero eso no quería decir que él le gustase. Ni hablar.

De hecho, si estaba allí, no era por esa inesperada atracción sino para averiguar más cosas sobre él.

«Mantén cerca a tus amigos, pero aún más cerca a tus enemigos», pensó.

Todavía no tenía claro en qué categoría podía encajar Lugh, pero tal vez pudiese sonsacarle algún tipo de información sobre el libro de Dagda, sin que se diese cuenta.

Estaba tan ensimismada en sus reflexiones que dio un respingo cuando escuchó un relincho detrás de ella. Se giró sobresaltada y ahí estaba él, observándola con una sonrisa desde lo alto de su caballo blanco.

—No sabía que iba a ser una cita de tres —comentó ella, mientras se acercaba al animal. Le tendió una mano hacia el morro y sonrió cuando le dio un pequeño empujoncito, como pidiendo una caricia—. ¿Cómo se llama?

—Albho. Significa «blanco» en gaélico. Le gustas —añadió Lugh, al tiempo que descendía del caballo con un movimiento ágil y se erguía ante ella.

Como de costumbre, iba vestido con colores claros: una cazadora con capucha de color gris, una camiseta blanca, unos vaqueros desteñidos y unas deportivas. Una ropa muy similar a la que llevaba ella, pero Alana había optado por una cazadora de color granate.

—¿Y por qué no le debería de gustar?

—No suelen gustarle los extraños. Tiene un sexto sentido para las personas. Si le gustas es que eres de fiar.

Alana contuvo un bufido. Estaba claro que el animal no tenía criterio alguno si confiaba en ella. Y, ya puestos, su dueño tampoco.

—Me alegra que hayas venido —susurró Lugh, cambiando de tema, y sus ojos brillaban de entusiasmo.

¿Tanto le importaba una cita con ella?

—¿Acaso tenía opción? —respondió, al tiempo que alzaba una ceja.

—Siempre hay una.

—Pero no siempre es una opción aceptable —musitó Alana, pensando en lo que la había llevado hasta Irlanda.

Él la miró de forma interrogante, así que ella decidió redirigir la conversación.

—¿Qué tienes planeado para esta noche?

—Primero te llevaré a cenar a un lugar muy exclusivo y luego… te seduciré con magia.

—Un momento. ¿Un sitio muy exclusivo? Me dijiste que me pusiera ropa cómoda. No voy vestida para…

—Confía en mí. Estás perfecta.

—¿Qué te hace pensar que confío en ti?

Lugh soltó una risa espontánea y encantadora.

—Me sorprende que no protestes por lo de que te voy a seducir con magia.

—Es que es obvio que no lo vas a conseguir.

—Eso ya lo veremos —musitó él, con una sonrisa arrogante y, después de subirse al caballo con un salto fluido, le tendió la mano—. Ven.

—¿Quieres que monte contigo? —inquirió ella, con los ojos desorbitados.

—¿No sabes montar?

—Sí, pero nunca lo he hecho a pelo. —Se dio cuenta de que su comentario tenía doble sentido cuando vio que los ojos de Lugh destellaban—. Quiero decir, que sin silla ni estribos… Y con un hombre detrás… Parece incómodo.

—Si el hombre sabe lo que se hace, da igual la postura. Y te puedo asegurar que sé muy bien lo que hago.

Algo en su tono y en su mirada le hizo arquear una ceja.

—Seguimos hablando de montar a caballo, ¿verdad?

—También —respondió él, conteniendo una sonrisa.

Alana dudó un instante. Lo miró a los ojos y se concentró en ver algo más allá del presente, pero, como siempre, su don era caprichoso y no colaboró. Sin embargo, algo encontró en su mirada que la empujó a aceptar su mano. Sintió mil mariposas aletear en su estómago cuando se cerró sobre la suya, fuerte y protectora a la vez.

Él le dedicó otra de esas sonrisas tan luminosas como un rayo de sol y, con un impulso, la ayudó a subir. La sujetó mientras ella maniobraba con torpeza hasta quedar a horcajadas en el animal y, cuando estuvo en posición, emprendieron la marcha por un camino que se adentraba en el bosque.

Alana trató de relajarse, de veras que sí, pero el cuerpo de Lugh la rodeaba. Tenía su torso pegado a su espalda, sus muslos acunando los de ella y la mantenía sujeta con un brazo que rodeaba su cintura. Era imposible. Así que permaneció erguida en un intento de que sus cuerpos se tocasen lo menos posible.

—Parece que te hayas tragado una lanza. Si no te relajas, acabarán doliéndote todos los músculos. Recuéstate contra mí y disfrutarás más del paseo —susurró Lugh en su oído, y su aliento le acarició la mejilla.

—¿Esta estrategia suele darte resultado con las mujeres? —preguntó Alana, en un último intento por guardar las distancias.

—Dímelo tú. Eres la primera mujer que monta en Albho.

Alana se giró, buscando sus ojos, y solo encontró sinceridad.

—Nunca miento —aclaró él, ante su mirada desconfiada.

«Yo, en cambio, sí», pensó ella y volvió su vista al frente, para ocultar su culpabilidad. También era una tonta, porque Lugh consiguió bajar sus defensas con sus palabras y se encontró recostándose contra su pecho.

La sensación de calor fue tan placentera que contuvo un gemido.

Notó que el cuerpo de Lugh se tensaba por un segundo y luego se relajaba con una inspiración profunda. Debían ser imaginaciones suyas, porque también sintió que le olía el cabello.

Ninguno de los dos habló mientras el caballo avanzaba a paso tranquilo, los dos inmersos en un cómodo silencio, disfrutando del paisaje que los rodeaba hasta que el sol se puso del todo y la oscuridad inundó el bosque.

—Espero que no quede mucho camino porque dudo que Albho pueda guiarse si no ve por donde pisa.

—Ya hemos llegado.

Alana contuvo el aliento cuando, ante ella, apareció un claro entre los árboles, iluminado por un centenar de velas que titilaban como estrellas y que rodeaban una manta extendida en el suelo. Sobre ella, pudo ver un cesto de mimbre donde supuso que estaría la cena y un botellero con hielo.

—Es precioso —musitó, con admiración.

—Ya te dije que era un lugar muy exclusivo.

Lugh descendió y alzó las manos hacia ella para ayudarla a descender. No le dio opción a negarse. La tomó de la cintura y la bajó de forma que el cuerpo de Alana se deslizó lentamente contra su duro cuerpo, en una caricia provocativa que despertó una chispa de deseo. Y cuando sus pies alcanzaron el suelo y él la liberó, no se apartó. Había quedado cautiva de su intensa mirada.

La iba a besar. Lo supo cuando vio que sus ojos se clavaban en su boca y se mordía el labio inferior, en un gesto de deseo que había empezado a reconocer.

Si no hacía algo, en un segundo él tomaría su boca y Alana dejaría de pensar. Y debía mantener la mente fría para continuar con su plan.