CAPÍTULO 55
La embarcación se deslizaba silenciosa mientras sus ocupantes trataban de prepararse para los desafíos que debían afrontar cuando llegasen a tierra.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
Lugh, que había estado ensimismado contemplando el horizonte, asintió a la consulta formulada por Morrigan.
—¿Qué tienes pensado hacer con Alana cuando la encuentres?
—Me vengaré —afirmó sin dudar.
—Sí, eso lo tengo claro, pero ¿cómo lo harás?
La verdad era que no había pensado en ello con detenimiento. Solo sabía que quería hacerla pagar por su traición.
—Antiguamente, a las mujeres se les rapaba el pelo como símbolo de deshonra. Sería un buen castigo —propuso Maon, solícito.
—Yo la encadenaría como a un animal y la pasearía desnuda por todo Avalon —sugirió Sionn.
—Nuestro rey casi muere por su culpa —señaló Taran, con voz dura—. Yo la azotaría sin piedad hasta que no le quedase piel sobre la carne.
Cegado por sus sentimientos, Lugh disfrutó de aquellas imágenes con sadismo, y en su fantasía, añadió varias atrocidades más, como follarla duro y sin compasión, hasta hacerla gritar su nombre, hasta que pidiera piedad, hasta que él derramara en ella toda su sed de venganza.
—¿Y tú qué harías, Morrigan? —quiso saber Sionn.
—Yo primero me aseguraría de que tengo una razón para vengarme —respondió la mujer, mirando con fijeza a Lugh—. Y, por supuesto, no haría nada con lo que luego no pudiese vivir en paz. El arrepentimiento es una losa demasiado pesada para arrastrarla durante toda la eternidad —añadió, clavando sus ojos dorados en cada uno de los allí presentes.
Ninguno de los cuatro hombres pudo sostenerle la mirada por mucho tiempo, incómodos por sus palabras, incluso avergonzados por la violencia de sus pensamientos.
—¿Qué es aquella torre que se divisa en el horizonte?
La pregunta de Maon rompió el silencio en el que habían caído todos tras la reflexión de Morrigan.
—Es la Torre de Hércules —respondió Morrigan—. Antiguamente, en ese emplazamiento estaba situada la Torre de Breogán, el mítico guerrero escita del que provienen los Hijos de Breogán y los milesianos. Fue caudillo de estas tierras en tiempos remotos —explicó y su voz los envolvió a todos—. Se dice que Ith, uno de los hijos del guerrero, subió una noche a la torre y pudo divisar unas luces en el horizonte. Dispuesto a explorar su descubrimiento, cogió un barco y a varios hombres y se hizo a la mar en aquella dirección. Fue así como llegó a Irlanda.
—Sin duda, movido por la ambición —dedujo Sionn con una mueca.
—O tal vez fue simple curiosidad —señaló Morrigan y luego miró a Lugh con intensidad antes de añadir—: Se desconoce la motivación que lo impulsó a actuar así.
Lugh frunció el ceño. ¿Acaso le acababa de lanzar una indirecta? Iba a pedirle que se explicara, pero Taran lo interrumpió.
—¿Cuál es el plan al alcanzar la costa?
—Diana estuvo investigando el origen de la botella de vino que le llevó Alana. Al parecer, su familia posee una bodega en el Valle de Quiroga, con sede en un lugar llamado el Pazo de Breogán. Empezaremos la búsqueda allí.
Todos asintieron conformes.
En cuanto el barco llegó a tierra, los cinco adoptaron forma de aves y emprendieron el vuelo. Cuatro cuervos y una corneja surcaron el cielo con rapidez.
Llegaron a su destino al anochecer. Sobrevolaron el lugar durante unos minutos, estudiando el terreno, y luego tomaron tierra en un claro de un bosque cercano, transmutando a su apariencia normal.
Lugh creó una esfera luminosa para darles luz, que quedó suspendida en el aire, a su lado. La magia evitaba que fuera visible a más de dos metros, con lo que así evitaban que los detectasen en la lejanía.
—Es una fortaleza, todo el recinto está amurallado —señaló Maon.
—He contado una veintena de guardias armados protegiendo el recinto —apuntó Sionn.
—Dos puertas, la principal y una más pequeña en uno de los laterales del jardín, pero las dos están bien vigiladas —indicó Taran.
—Todo el lugar está protegido con un escudo de magia —agregó Morrigan.
—Ella está allí, lo presiento —masculló Lugh.
Iba a decir algo más, pero Taran lo detuvo con un ademán de la mano. Luego los instó a guardar silencio.
Agudizó el oído, tratando de percibir aquello que había alertado al general fomoriano. Y entonces lo oyó: un zumbido, seguido de un chasquido y luego una maldición con voz seca.
Todos miraron expectantes hacia el lugar de donde provenían los sonidos y vieron una luz tenue en la oscuridad. Intercambiaron una mirada y tomaron posiciones, alertas para atacar. Pero la luz no avanzó, se había quedado detenida en algún punto de un camino cercano. Poco a poco, se fue debilitando hasta desaparecer.
Se miraron extrañados al escuchar un taco explícito. Si en verdad era un atacante que pensaba sorprenderlos, estaba siendo bastante inepto.
Y entonces…
—¡Psssss, psssss! ¿Estáis por aquí? —susurró una voz en la oscuridad—. ¿Hay algún dios celta cerca? —inquirió, en un tono un poco más alto y así la pudieron identificar como una voz joven y femenina.
Volvieron a intercambiar miradas, esta vez de sorpresa e incertidumbre.
—¿Alguien sabía que veníamos? —inquirió Morrigan, con una ceja arqueada.
—No que yo sepa —respondió Lugh, extrañado.
—Será una trampa —dedujo Taran.
—¡Eeeeeoooo! —insistió la voz.
—¡Por Danu! Como siga dando voces va a descubrirnos ante los Hijos de Breogán —farfulló Lugh, y comenzó a avanzar hacia la voz con premura, llevando consigo la esfera luminosa para ver por dónde pisaba.
Los demás lo siguieron, más curiosos que preocupados porque pudiesen caer en una emboscada.
Y entonces. Lugh se detuvo de golpe cuando la luz iluminó el origen de aquella voz. Se paró de forma tan repentina, que Maon, que lo seguía de cerca, chocó con él. Fue a decir algo, pero al mirar en dirección donde Lugh tenía la vista clavada, cerró la boca de golpe.
Todos enmudecieron.
En medio del camino, sola en la oscuridad, había una chica que aparentaba unos quince años, de una belleza frágil y delicada.
—Es… —musitó Maon, pero frunció el ceño y se rascó la cabeza, sin saber muy bien cómo describirla.
—Está… —probó Sionn. La miró de arriba abajo y también calló.
—Soy una adolescente cuya silla de ruedas acaba de atorarse en un maldito charco de barro y que se ha quedado sin pilas en la linterna —masculló la chica, perdiendo la paciencia—. Tampoco es tan complicado de explicar.
La observaron sin saber qué hacer o qué decir. Era una situación surrealista.
—¿Qué os parece si en lugar de quedaros mirándome como pasmarotes, me ayudáis a desencallar la silla y vamos a un lugar más resguardado? —propuso la joven, mientras ponía los ojos en blanco, como si estuviese tratando con ineptos—. Si a algún guardia le da por patrullar el camino, nos va a ver.
Taran fue el primero en reaccionar y, colocándose detrás de la silla, la empujó hasta que la sacó del charco.
Ella lo agradeció con sequedad. Volvió a accionar el motor y puso en marcha la silla con un suave zumbido, que comenzó a avanzar con dificultad por culpa de las piedras que había en el camino.
—¿Te ayudo?
—Puedo sola, gracias.
—No he dicho que no puedas hacerlo sola —repuso Taran—, pero sería más inteligente si apagases el motor y me dejases a mí empujarte. Haríamos menos ruido y sería más rápido.
La chica se quedó un segundo en silencio, tensa; luego, lanzó un suspiro y apagó el motor, dando a entender que aceptaba la ayuda de Taran.
Volvieron al claro del bosque en silencio.
La chica los observó, evaluándolos, sin miedo alguno; todo lo contrario, parecía estar molesta.
—Llegáis tarde —acusó con ferocidad.
—¿Perdona?
—Que llegáis tarde. Llevo días esperando a que vinierais y más de dos horas aguardando en el bosque —explicó, sin amilanarse por la ceja arqueada de Lugh.
—¿Nos conoces? —inquirió Morrigan, intrigada.
—Sí, sois los dioses celtas que buscáis venganza contra mi hermana Alana —respondió la chica con voz dura—. Y tú —añadió clavando la mirada en Lugh—. Tú eres el culpable de todo.