CAPÍTULO 26
Nunca había disfrutado tanto de una velada. Nunca se había sentido tan cómoda con alguien y, al mismo tiempo, sentía que su cuerpo vibraba de expectación.
Lugh acababa de llamarla la más hermosa.
«La más mentirosa», quiso corregirlo.
Cada minuto que pasaba con él, se daba cuenta de que había nobleza y bondad debajo de sus maneras seductoras y arrogantes, y ella lo estaba engañando y utilizando de la forma más vil. La culpabilidad empezó a hacer mella en ella y, para combatirla, decidió parar de pensar y dejarse llevar por lo que sentía en aquel momento.
—Ha sido una cena deliciosa y la compañía, sorprendentemente agradable —comento con sinceridad, mientras se ponía de pie y se sacudía los pantalones con las manos—, pero ya se está haciendo tarde y todavía no he visto nada que me seduzca. Me prometiste magia, Lugh Lamhfada —le recordó.
—Y magia tendrás —aseguró él, entrecerrando los ojos.
Se puso de pie de forma tan súbita que Alana dio un paso atrás, sobresaltada.
—¿Conoces la leyenda de este bosque? —inquirió él, mirando alrededor.
Ella negó con la cabeza, mientras lo observaba con cautela.
—Una vez, hace mucho tiempo, en estas tierras vivieron dos tribus que estaban enfrentadas entre sí. Una se asentaba al norte y otra al sur; ambas separadas por este espeso bosque que, según decían, estaba encantado porque las antorchas se apagaban nada más entrar en él.
Una súbita ráfaga de aire apagó, de un golpe, todas las velas, sumiéndolos en una densa oscuridad.
Alana agudizó la mirada, tratando de distinguir la silueta de Lugh, pero solo le llegó su voz ligeramente ronca, que pareció envolverla mientras continuaba con su historia.
—Un día, Arwen, la hija del jefe de la tribu del norte, se adentró en el bosque y, antes de que se diese cuenta, la noche cayó sobre ella y se perdió. Gritó y gritó pidiendo ayuda, sin resultado, hasta que apareció ante ella un apuesto joven, guiado por la luz de la luna, dispuesto a socorrerla.
De repente, de entre la espesura, se filtró un rayo de luna y ante ella apareció la poderosa figura de Lugh, que se le acercó despacio, con una mirada de depredador que le aceleró el pulso y le cortó la respiración.
—No tardó en averiguar que Lom, como así se llamaba el joven, era el hijo del jefe de la tribu del sur. Pero saber que eran enemigos no impidió que los dos jóvenes terminaran profundamente enamorados —continuó relatando Lugh, al tiempo que, con inusitada dulzura, le acariciaba la mejilla—. Las noches de luna llena, los dos se encontraban en el bosque y daban rienda suelta a su pasión. Pero un día, la luna, celosa del amor que se profesaban, ordenó a una lechuza que desvelara el secreto de su amor prohibido a todo el que la pudiese oír.
En aquel momento, se escuchó un aleteo y una lechuza ululó cerca de ellos, sobresaltando a Alana de forma que se acercó más a Lugh por instinto.
—Los dos jóvenes rogaron a sus respectivas familias el derecho a amarse libremente y estas, junto a la luna, elaboraron un plan para frustrar el deseo de los amantes, sin la necesidad de negarles su voluntad —susurró Lugh, muy cerca de su oído—. Les concederían una noche. Una única noche al mes para encontrarse en el bosque. Pero sería una noche sin luna. Si estaban predestinados a estar juntos, encontrarían la forma de encontrarse en la oscuridad.
De súbito, la luz de la luna se apagó, volviéndolos a sumir en las tinieblas.
Alana tembló, nerviosa por tenerlo tan cerca y no poder verlo, pero entonces él se alejó y ella se sintió extrañamente sola.
—Los dos jóvenes se adentraron en el bosque, cada uno desde un extremo, sin más orientación que la esperanza, pero después de una hora andando, empezaron a desalentarse.
Alana giró, tratando de distinguir de dónde provenía la voz de Lugh para acercarse a él, pero no lo consiguió.
—Cansada y aterida, Arwen se arrodilló en la tierra y comenzó a llorar mientras pedía ayuda al espíritu del bosque. Tanto lloró que el bosque se apiadó de ella y decidió intervenir. Cada una de las lágrimas que había derramado Arwen cobró vida, transformándose en una luciérnaga, hasta que cientos de ellas se alzaron a su alrededor y formaron un camino que acabó guiándola hasta Lom.
Como si hubiesen estado esperando una señal, pequeñas motitas empezaron a iluminarse a su alrededor. Una a una hasta contarse por cientos, hasta que miles de luciérnagas iluminaron el bosque a su alrededor.
Alana observó fascinada aquella escena, de una belleza sobrecogedora.
—Cuenta la leyenda que, las noches sin luna, los dos jóvenes se adentran en el bosque y, guiados por ellas, encuentran el amor.
Las luciérnagas alzaron el vuelo a la vez, como una estela de estrellas.
Alana giró sobre sí misma y rio con deleite cuando la envolvieron, juguetonas, para después marcarle un camino que fue directo hacia Lugh.
Contuvo el aliento de golpe cuando sus miradas se encontraron y, muy despacio, comenzaron a salvar la distancia que los separaba, hasta que volvieron a quedar uno frente al otro, a tan solo un paso de distancia, mientras las luciérnagas flotaban a su alrededor.
—Porque si dos personas están destinadas a estar juntas, siempre hallarán la forma de vencer a la oscuridad que les separa —musitó Lugh, finalmente.
Alana lo miró, arrobada. Tenía las emociones a flor de piel y no sabía qué decir. No había tenido una vida fácil. Los recuerdos amargos eran más numerosos que los dulces, y, por eso, los atesoraba con reverencia.
Él. Las luciérnagas. La noche en el bosque. Sabía que aquella imagen se iba a colar entre los recuerdos más hermosos de su vida y que la iba a acompañar hasta su último aliento.
No supo que estaba llorando hasta que él le puso la mano en la mejilla para atrapar una de sus lágrimas.
—¿Por qué lloras?
—Porque nunca había presenciado nada tan hermoso con anterioridad —declaró, con un suave murmullo—. Gracias.
—Las personas, muchas veces, olvidan que la magia más hermosa se encuentra a su alrededor, en la naturaleza; solo hay que saber apreciarla.
Aquellas palabras, dichas con sencillez, hicieron que Alana lo observase de nuevo, como si lo viese por primera vez.
—Te he subestimado y prejuzgado, Lugh. No te creí cuando me aseguraste que me ibas a seducir con la magia, pero he de reconocer que lo has conseguido —confesó con sinceridad, otorgándole su merecida victoria.
Los ojos de Lugh emitieron un destello, pero no de triunfo como hubiese esperado. En su mirada solo encontró deseo.
—¿Y ahora qué? —inquirió Alana, con voz trémula.
La mano que él tenía apoyada en su mejilla se deslizó hasta su nuca y la acercó hasta que sus labios se unieron en un beso dulce. No se estaba imponiendo. La estaba tentando con sutileza a que se abriera a él. Estaba conteniéndose, lo sabía por el temblor que hacía vibrar sus brazos. Y lo estaba haciendo por ella.
Ese fue el último impulso que necesitaba para entregarse a él.
Muy despacio, sin detener el beso, subió las manos por su torso hasta rodearle el cuello con los brazos, dándole la respuesta que él necesitaba.
Jadeó cuando, de súbito, él la alzó en brazos para después dejarla sobre la manta que seguía extendida en el suelo. Acto seguido, se tumbó sobre ella y reanudó el beso.
De forma natural, ella abrió las piernas para que Lugh se pudiera acomodar mejor. Aquel simple gesto, que confirmaba su aceptación, pareció enardecerlo más. Su beso se tornó voraz; su mano se coló debajo de la camiseta para hacer a un lado su sujetador y amasar su pecho; y sus caderas comenzaron un lento vaivén contra las suyas, dejándole entrever la magnitud de su excitación.
Ella quiso explorar su cuerpo, pero él se lo impidió reteniendo sus manos por encima de la cabeza. Aquel simple gesto le trajo recuerdos que se esforzaba por olvidar y que enfriaron su cuerpo al instante. Él estaba conquistando cada centímetro de su cuerpo con su boca, sus manos y el incesante movimiento de sus caderas; pero cuanto más se enardecía Lugh, más se estaba distanciando ella.
Su mente viajó a Galicia, a la noche antes de su decimoctavo cumpleaños. Aquella noche no había sido la primera que Yago intentaba propasarse con ella, pero sí que había sido la que más cerca había estado de violarla. Después, había habido muchas otras veces. Por suerte, ella había conseguido salir ilesa en todas ellas. En algunas ocasiones, por su propio ingenio, aunque en la mayoría gracias a Drua, que siempre había velado por ella en ese aspecto.
Sin ser consciente de ello, empezó a revolverse en los brazos de Lugh, pero él, atento a cada una de sus reacciones, se percató al instante de su resistencia y se detuvo.
—¿Qué ocurre, álainn? —inquirió, confuso.
—Yo… no puedo seguir. Quiero que me lleves a casa, Lugh.
Él dio un respingo y la miró con el ceño fruncido. Ella contuvo el aliento, esperando su reacción. Sabía de lo que un hombre era capaz cuando sus deseos se veían frustrados. Igual que sabía que, si él decidía imponerse por la fuerza, ella no lo podría detener. Era un dios.
Lugh le sostuvo la mirada durante unos segundos, y no supo lo que encontró en las profundidades de sus ojos, pero algo salvaje destelló en sus pupilas antes de que apartara la mirada y se separase de ella. Quedó tendido boca arriba en la manta, con el antebrazo cubriéndole los ojos. Su pecho se movía con violencia, tratando de encontrar el aliento que parecía haber perdido. La erección que tensaba sus pantalones era más que evidente y Alana se sintió culpable al verla.
—Lo siento.
—Tú no tienes la culpa —masculló él y, aunque sus palabras lo negaban, su voz estaba teñida de furia—. Será mejor que nos vayamos.
Alana asintió con la mirada baja. No había nadie como ella para estropear una velada de ensueño.
Regresaron en un incómodo silencio. Puede que él no lo admitiera, pero ella sabía que estaba enfadado. Mucho, a juzgar por la tensión que emanaba de su cuerpo, por la seriedad de su semblante y por la forma en que rehuía su mirada.
El aura que lo rodeaba, en la que siempre rivalizaban el rojo y el azul en un precario equilibrio, ahora era de un vibrante rojo.
Cuando dejaron el bosque atrás, los cascos del caballo rompieron el silencio de la noche, al golpear contra el asfalto. Alana lo agradeció. Aquel mutismo estaba empezando a crisparle los nervios.
Al igual que la vez anterior, él la ayudó a bajar, cogiéndola por la cintura, pero en aquella ocasión no alargó el contacto más de lo necesario. Y por alguna razón inexplicable, aquello terminó de hundir su ánimo.
—Buenas noches —susurró con voz quebrada por el intento de contener las lágrimas que pugnaban por escapar de sus ojos y se giró para entrar en el patio del edificio.
—Alana.
Su voz la detuvo cuando estaba metiendo la llave en la cerradura. No se giró a mirarlo. No podía porque una lágrima escurridiza había eludido su contención y se deslizaba solitaria por su mejilla.
—Algún día me dirás el nombre del malnacido que te ha hecho tanto daño y disfrutaré destrozándolo con mis propias manos.
Cuando su mente procesó el significado de sus palabras, dio un respingo.
¡Qué equivocada había estado!
Lugh no estaba enfadado porque ella lo hubiera detenido, lo estaba porque había intuido la razón por la que lo había hecho.
Se giró hacia él, pero ya no estaba. Lugh y Albho habían desaparecido en cuestión de segundos.