CAPÍTULO 62
Alana y Eli siguieron a Morrigan al interior de Avalon.
Era cómico ver la cara de asombro de su hermana cada vez que descubría algún detalle de Tir na nÓg. Incluso había llorado a moco tendido por la emoción de ver a los unicornios que pastaban tranquilos en los alrededores del castillo de plata.
Dagda estaba en el trono del Gran Salón, tan imponente como lo recordaba, y su mirada era inescrutable cuando las vio acercarse.
—Esperad aquí durante un momento, necesito comentarle un par de cosas antes de que hable con vosotras.
No supo lo que le dijo, pero al cabo de unos minutos clavó sobre ella una mirada feroz. Tanto, que Eli se acercó hasta ella en una muda señal de apoyo.
Cuando terminaron de hablar, Morrigan sonrió y les hizo una señal para que se acercasen.
—Aquí tienes a Alana, la instigadora de la revuelta —anunció en voz alta—, la ladrona del caldero y de tu libro mágico… Y la que ha liberado al espíritu de Balor de la piedra de Biróg —concluyó, con una mueca de disculpa.
Dagda dio un respingo y le lanzó una mirada ceñuda, pero no dijo nada.
—¿Tenías que decírselo así, de golpe? —masculló Alana mientras le pegaba un codazo a Morrigan.
—La sinceridad resuelve la mayor parte de los problemas del mundo —respondió Morrigan con un guiño.
—Y también es la causante del resto —bufó Alana, nada convencida por aquella teoría. Se armó de valor y se acercó hasta Dagda—. Siento haber robado el libro y el caldero —confesó, mientras se los devolvía sin demasiadas ceremonias.
El anciano los tomó sin decir nada y aceptó sus disculpas con un gesto.
—Bueno, yo ya he cumplido con mi palabra: te la he traído sana y salva. Ahora te debo una menos.
—¿Quién lleva la cuenta?
—Tú y yo —respondió Morrigan, y le guiñó un ojo con coquetería.
—¿Y Lugh?
Eso le gustaría saber a Alana también. Desde que salieran de Galicia, se había mostrado frío y distante con ella. Casi no la había hablado en todo el trayecto en barco y, al llegar a Irlanda, la había dejado en manos de Morrigan alegando que tenía asuntos urgentes que atender.
Al menos, sus ojos volvían a ser azules. Parecía que con la muerte de Yago había agotado toda la rabia de su interior, pero continuaba enfadado con ella.
—No tardará en venir —contestó la daniana, sin entrar en detalles.
—¿Y quién es ella? —inquirió de pronto Dagda, con la atención fija en Eli.
—Se llama Eleonora, aunque prefiere que la llamen Eli —respondió Morrigan mientras le dirigía una sonrisa—. Es la hija de Alexandre Quiroga, líder de los Hijos de Breogán, y descendiente de la druidesa Biróg. Es una talentosa vidente y artista —añadió, con un guiño.
—Eli —susurró Dagda y la miró con una expresión que no supo descifrar—. Te pareces mucho a tu madre.
—¿Es que acaso te acuerdas de ella? —bufó Alana, sin darse cuenta de que lo había dicho en voz alta hasta que vio que Morrigan la miraba con sorpresa por su atrevimiento.
Aquel era Dagda, el líder de los danianos, el Señor de la Magia y se lo debía tratar con reverencia. Pero no podía olvidar que también era el hombre que había seducido a su madre y luego se había ido, sin mirar atrás. Un dios célebre por sus muchas conquistas.
Dagda la observó con los ojos entrecerrados.
—Morrigan, ¿por qué no le enseñas a Eli el castillo? Alana y yo tenemos un par de cosas que aclarar.
—Una forma muy sutil de quitarme de en medio —masculló la adolescente, mientras se cruzaba de brazos, dando a entender que no se iba a ir de allí con tanta facilidad.
Desde que bebiera del caldero, parecía que sus roles se habían invertido. Alana era siempre la que había cuidado y protegido a su hermana pequeña. Ahora, en cambio, Eli se esforzaba por cuidar de ella, como si quisiera compensar de alguna forma todo lo que Alana había sufrido por intentar ayudarla.
—Anda, ve con Morrigan —instó Alana con una sonrisa ante aquella muestra de carácter—. Yo estaré bien —le aseguró.
Eli dudó unos segundos, pero luego terminó cediendo con un suspiro y se marchó, no sin antes atreverse a lanzar a Dagda una mirada de advertencia.
El dios sonrió ante su valor.
Suspiró, se puso de pie y observó a Alana mientras se mesaba la larga barba blanca. Parecía nervioso, como si no supiera qué hacer a continuación.
—Ven, vayamos a pasear por el jardín.
Salieron por una puerta lateral que los condujo hasta el exterior. El jardín parecía un trozo de paraíso en la tierra. Un rincón de naturaleza salvaje presidido por una pequeña cascada que se derramaba sobre un estanque y rodeado de árboles. El verde intenso de la vegetación estaba salpicado por todos los colores del arcoíris en forma de flores que inundaban el ambiente con un delicioso aroma dulzón.
Un par de pavos reales, que paseaban por allí, los miraron con curiosidad mientras desplegaban sus colas en abanico, como si quisieran lucir su hermosura ante ellos.
Alana sonrió ante aquel despliegue de vanidad. Sin saber por qué, pensó en Lugh. Lo echaba muchísimo de menos, añoraba la relación que habían tenido antes de que ella lo estropeara todo con su traición.
—¿Siempre has sabido que soy tu padre?
La voz de Dagda la sacó de sus pensamientos.
—No, lo supe la noche del baile. Cuando me cogiste de la mano, tuve una visión. Mi madre me habló de ti, ¿sabes? —comentó, mientras lo miraba de reojo—. Desde pequeña, me dormía con historias sobre dioses celtas y druidas, aunque nunca me dijo que mi padre era uno de ellos. Solo me contó que eras irlandés.
—Morrigan me ha contado… —No terminó la frase, no hacía falta. Su rostro se endureció y sus ojos brillaron de rabia—. Si hubiese sabido que tu madre estaba embarazada…
—¿Hubiese cambiado algo? —le cortó Alana.
—¿Acaso lo dudas? —inquirió él, indignado.
—Sí, la verdad —respondió con sinceridad—. He oído de tus hazañas con las mujeres. Supuse que mi madre solo había sido una más.
—No te voy a engañar, ha habido demasiadas mujeres y me avergüenza decir que no las recuerdo a todas. Tu madre tampoco fue la única a la que he amado, pero lo hice, y sí recuerdo a todas las mujeres a las que amé. De hecho, entre miles, a ellas las puedo contar con los dedos de una mano —agregó, mientras alzaba tres dedos—. Eleonora fue especial: fue la última. Le pedí que viniera conmigo a Avalon y, cuando se negó, me rompió el corazón. Me sentí tan abatido que envejecí cincuenta años de golpe por propia voluntad, fue mi particular forma de luto, por así decirlo.
Y lo había mantenido durante veinticinco años, lo que significaba que era cierto que su madre le había importado.
—¿Ella está…? —La voz se le quebró, como si aquella posibilidad le resultase dolorosa.
—Murió dando a luz a Eli —murmuró Alana, sin ocultar su dolor—. Dijeron que el parto se había complicado, aunque ahora me pregunto si Idris tuvo algo que ver. Después de todo, mi madre hubiese sido un obstáculo para sus planes.
—Idris —gruñó Dagda con rabia—. Esa bruja al final logró lo que quería, ¿verdad?
—Eso parece.
—Deberemos estar preparados para la guerra, pero antes, tendrás que enfrentarte a un juicio —explicó Dagda y en su voz detectó pesar—. Por desgracia, que seas mi hija no te exonera de ello. Deberás ser juzgada por los representantes del Pacto de Tres y por Lugh.
—¿Por Lugh?
—Morrigan me ha dicho que insiste en formar parte del tribunal y, en vista de lo ocurrido, no sería justo negárselo —confesó Dagda, con un suspiro.
Aquello la hundió. Después de todo, él no la había perdonado.
—Te he asignado una habitación para que puedas descansar. Mañana se celebrará el juicio aquí, en Avalon. Mientras te declares inocente, no tienes nada de qué preocuparte.
Alana asintió, con un nudo en la garganta, haciendo un esfuerzo por no ponerse a llorar delante de Dagda. Pero entonces, él hizo algo que no esperaba, que nunca hubiese imaginado. La abrazó. Y todas las lágrimas que contenía se desbordaron mientras su cuerpo se estremecía por un sollozo que no pudo reprimir.
—No llores, hija. Todo se arreglará —musitó Dagda contra su pelo.
Intentó creerlo. Deseó hacerlo. Pero no pudo.