CAPÍTULO 38
Varios días después, Alana continuaba dándole vueltas a las palabras de Lugh.
«Escondes algo y voy a descubrirlo».
Si él supiera…
No habían vuelto a tocar el tema, pero, de vez en cuando, él se le quedaba mirando de forma especulativa, como si estuviese valorando algo referente a ella.
Mac Gréine le había mandado un mensaje, pidiéndole que entretuviese a Lugh todo lo posible fuera de Avalon, para que él pudiese conspirar con más seguridad. Al parecer, no creía posible que el dios del Sol fuera a colaborar con ellos; todo lo contrario, lo veía como un obstáculo y estaba decidiendo qué debían hacer al respecto.
Por el momento, Alana se dedicaba a pasar su tiempo con él, la mayoría de los días sin salir del apartamento. Tampoco es que tuviese otra opción, los dos parecían un par de animales en celo en temporada de apareamiento. Era algo que ninguno podía controlar. Bastaba una mirada o un roce, y los dos se inflamaban.
Juntos, eran fuego.
Alana salió de la ducha y se miró en el espejo. Aunque estaba en buena forma, tenía agujetas en músculos que no sabía ni que existían. Lugh era muy creativo a la hora de buscar posiciones en las que disfrutar.
«¿Creativo o con mucha experiencia?», se dijo a sí misma.
No dejaba de pensar en el número de mujeres con las que podía haber estado. Teniendo en cuenta que hacía varios miles de años que había alcanzado su madurez sexual, ¿cuántas habrían pasado por sus brazos?
¿Y qué representaba ella entre todas ellas? ¿Un número más? ¿Su último juguete?
Lo ilógico es que ella no estaba en condición de plantearse ese rumbo de pensamientos, ni de exigirle nada.
Ella era una mentirosa.
Una manipuladora.
Una traidora.
¿Sería también una asesina?
No dejaba de dar vueltas a que, si su plan no tenía éxito, debía acabar con Diana, y solo de pensarlo se le revolvía el estómago. No se veía capaz de hacerlo, pero… ¿qué elección tenía?
El timbre de la puerta desvió el rumbo de sus pensamientos. Cuando la abrió, esperaba encontrarse a Lugh, puesto que habían quedado para ir a cenar y dar otra clase de gaélico, pero la que estaba al otro lado era la protagonista de sus desvelos: Diana.
Por la palidez de su rostro y por la lividez de su expresión, era evidente que le había ocurrido algo.
—¿Estás bien? ¿Qué…?
No pudo terminar la pregunta. Con un gemido doliente más propio de un animal que de un ser humano, Diana rompió a llorar y se lanzó en sus brazos.
Su cuerpo se convulsionaba, preso de una terrible congoja, mientras las lágrimas surcaban sus mejillas sin descanso.
—Si ese cabrón te ha hecho algo…
Diana negó con la cabeza sin parar de llorar mientras se tocaba de forma nerviosa la pulsera que le había regalado Alana.
—No sé lo que pasa conmigo. No paro de soñar con Mac Gréine, como si algo me empujase hacia sus brazos. Me gusta hablar con él, me hace sentir bien, y al mismo tiempo, me siento como si estuviese traicionando a Elatha.
Alana se dio cuenta de que su plan estaba funcionando, pero lejos de sentirse triunfal, tenía una opresión en el pecho al comprender el daño que estaba causando a su amiga. Se repitió una y otra vez que lo estaba haciendo por su bien, pero eso fue un vano consuelo.
—Se ha puesto celoso de mi relación con Mac Gréine y hemos tenido una discusión. Tenías razón… Soy una estúpida —farfulló entre sollozos—. No me quiere. Nunca me querrá. Para él solo existe Erin. Y yo… yo lo amo tanto que me duele.
La acompañó hasta el sofá y la instó a que se sentase en él. Su amiga se dejó hacer con docilidad. Su aura destellaba de dolor y sentimiento, y su tono azul vibraba con fuerza eclipsando al blanco, como si su energía estuviese rindiéndose ante la de Erin.
Le dolió verla así.
—No lo merece, ¿me oyes? No merece tus lágrimas.
Pero sus palabras no consiguieron más que nuevos sollozos. El único consuelo que parecía calmarla era su abrazo, y Alana continuó haciéndolo en silencio.
El timbre volvió a sonar cuando Diana estaba en el baño y ella preparaba una infusión de valeriana y pasiflora para calmarla.
Abrió la puerta y ahí estaba Lugh. Como siempre, sintió un cosquilleo en el vientre al verlo con su pelo suelto y rebelde, su sonrisa ladeada y ese cuerpazo que quitaba la respiración embutido en una camisa blanca y unos vaqueros desgastados.
No la dejó hablar. La cogió por la nuca con una sola mano y le devoró la boca en un beso intenso al tiempo que se metía en el apartamento, haciéndola retroceder de espaldas.
—Sé que habíamos quedado en ir a cenar fuera —musitó cuando dio por terminado el beso—, pero he pensado en cocinar algo para ti y pasar una velada tranquila —explicó, mientras mostraba una bolsa con alimentos—. También he traído una botella de la bebida de los dioses: usquebaugh.
—¿Usquebaugh?
—Viene del término uisge beatha, que significa agua de vida —comentó al tiempo que sacaba una botella sin etiquetas que contenía un líquido de un intenso tono ambarino—. El whisky que conoces es un derivado moderno de este licor.
—Whisky. Genial, justo lo que necesito —masculló Diana, que acababa de salir del baño.
Sin mediar palabra, le arrebató la botella de la mano, la abrió y se la llevó a los labios.
—Ten cuidado, es bastante… —La advertencia de Lugh llegó demasiado tarde y Diana dio un buen trago—. Fuerte —concluyó, mientras la española comenzaba a toser.
—¡Dios! Esto quema la garganta, pero está muy bueno —añadió, y le dio otro trago.
Lugh la miró con sorpresa y luego le lanzó a Alana una mirada interrogante.
—Mal de amores —susurró ella como única respuesta.
—¿Quieres que os deje solas?
Lo preguntó con reticencia, se notaba que no quería irse, pero que lo hiciera fue un detalle encantador que decía mucho de él. Entendía que su amiga la necesitaba y aceptaba que ella quisiera ayudarla.
—Creo que será lo mejor, está bastante afectada por…
—¡Ni hablar! No voy a fastidiaros la noche. Subiré a mi apartamento y me consolaré con mi nueva amiga —farfulló Diana, mientras abrazaba la botella.
—No pienso dejar que pases sola por esto.
—Y yo no puedo permitir que dejes plantada a tu cita por mí.
—¿Qué os parece si os preparo algo de cenar y luego me voy? —propuso Lugh, al ver que las dos muchachas no se ponían de acuerdo—. Tenéis que meter algo sólido en el estómago para atenuar el efecto del usquebaugh.
—Me parece perfecto —respondió Diana, que parecía más animada y volvía a tener un poco de color en las mejillas—, aunque exageras, el uskbag este no es para tanto, y subestimas mi resistencia al alcohol.
Una hora después, la pelirroja se entretenía dando vueltas en uno de los taburetes de la barra de la cocina.
—¿Qué decías que llevaba ese licor? —inquirió Alana, observando de reojo a su amiga.
—Es una mezcla de hierbas: azafrán, nuez moscada, anís, regaliz, canela, cilantro, clavo… Y mucho alcohol.
—Sí, lo del alcohol lo tengo claro —rezongó mientras Diana giraba una y otra vez exclamando «Weeeeeeeeee».
—Se ha bebido media botella ella sola y sigue en pie. ¡Por Danu, sí que es resistente!
—Por Danu, no —repuso Diana—. ¡Por Tutatissss! —Y volvió a girar con el taburete.
—¿Por qué invoca a un dios galo? —preguntó Lugh, con curiosidad.
—Porque es el dios al que invocan Astérix y Obélix, y creo que ellos eran la única fuente de conocimiento celta que tenía Diana antes de venir a Irlanda —explicó Alana, mientras contenía una sonrisa.
—Al menos, hemos conseguido que coma un poco de carne y patatas —comentó Lugh, divertido.
—Y que deje de pensar en ese cretino.
—Aunque me cueste decirlo, Elatha es un hombre honorable y justo —repuso Lugh—, no creo que haya hecho daño a Diana de forma intencionada.
Que él defendiese al rey de los fomorianos la sorprendió.
—Pensé que no te llevabas bien con los fomorianos.
—Y no lo hago. Los detesto, pero tienen mi respeto.
—Entonces, si tuvieses la oportunidad de echarlos de la isla, ¿no la aprovecharías? —tanteó Alana.
—No —declaró Lugh con rotundidad—. Elatha y sus cuervos se han ganado el derecho de permanecer en Irlanda. Y yo nunca haría nada por romper el Pacto de Tres. Juré protegerlo hasta la muerte.
Alana mantuvo el rostro inexpresivo y bajó los ojos hacia el plato mientras utilizaba el tenedor para juguetear con la comida. Se le acababa de ir el apetito. De hecho, sentía el estómago revuelto.
En aquel momento, las palabras de Lugh pesaban como una losa sobre sus hombros. Acababa de darse cuenta de que él nunca apoyaría una revuelta, por mucho que ella intentase influir en él. Era demasiado honorable y leal para hacerlo.
—Creo que necesito acostarme, estoy un poco mareada —balbució Diana, de repente.
Se levantó del taburete y, con paso tambaleante, se dejó caer sobre el sofá. Segundos después, estaba roncando.
—Creo que esto da por terminada la velada —murmuró Alana, con una mueca, al verla babear sobre la almohada.
—¿Puedo quedarme a dormir?
Alana dudó. Por un lado, quería decir que sí, se sentía bien teniéndolo cerca y le gustaba dormir a su lado. Las últimas noches las había pasado en sus brazos y Lugh había conseguido mantener alejadas sus pesadillas. Por otra parte, se sentía cansada anímicamente para el sexo, el sentimiento de culpabilidad con respecto a Diana y la incertidumbre sobre cómo manejar la situación con Lugh la habían afectado. Tenía mucho en qué pensar y Lugh seguro que querría hacerle el amor antes de dormir.
—Solo dormir —aclaró Lugh, como si le hubiese leído la mente.
Alana asintió, incapaz de rechazarlo. Los momentos que les quedaban juntos estaban contados y pensaba disfrutarlos al máximo.
—Hay algo que no termino de entender —susurró Alana cuando, minutos después, los dos yacían abrazados en la cama, ella cobijada en el hueco de su brazo, con la mejilla apoyada en su pecho mientras él acariciaba con suavidad su cabello—. ¿Por qué detestas a los fomorianos? Tú eres uno de ellos, al menos, la mitad de ti lo es.
—Mi nacimiento estuvo marcado por el odio de mi abuelo Balor, el fomoriano más salvaje y despiadado que jamás se ha conocido. He crecido sabiendo que su sangre corría por mis venas, que he heredado su oscuridad. Siempre me he esforzado por someter mi lado fomoriano —explicó Lugh, después de unos segundos de silencio en los que ella pensó que no iba a contestar—. Mi lugar está entre los danianos, fueron ellos los que me acogieron desde un primer momento y a los que debo mi lealtad. Y, aun así, me siento atraído hacia Elatha y sus cuervos y pienso en cómo sería mi vida si formase parte de los fomorianos.
Eso explicaba esa continua batalla que veía entre los colores de su aura, la férrea determinación con el que el azul se imponía al rojo, aunque nunca consiguiese hacerlo desaparecer.
—Debe de ser difícil.
—¿El qué?
—Odiar una parte de ti de la que no te puedes desprender.
Sintió bajo su mejilla que el cuerpo de Lugh se tensaba, como si sus palabras le hubiesen afectado de alguna forma, pero no habló, no dijo nada más. La habitación quedó impregnada de un silencio reflexivo.
Arrullada por las caricias de Lugh, fue vencida por el sueño poco a poco. No fue consciente del susurro quedo que Lugh regaló a su oído, justo antes de besarla en la frente con suavidad.
—Oíche mhaith, mo chuisle[7].