CAPÍTULO 20

Aquella tarde, Alana acudió a un pub a las afueras del pueblo que se llamaba Molly Malone. Era un local pintoresco, lleno de pequeños reservados que ofrecían intimidad para hablar y con música celta en vivo todos los días.

Al poco de instalarse en Killarney, había contactado con una mujer de mediana edad y de trato agradable, conocida de la señora Dorset, su casera, para que le enseñara conocimientos elementales de gaélico y algunas frases básicas. Después de la primera clase, la mujer le había dicho que no se veía capacitada para enseñarla. Su segundo profesor, al que había localizado por un tablón de anuncios, no había durado mucho más. Había tenido la poca delicadeza de alegar que era más fácil enseñarle gaélico a una mula que a ella. El tercero, un hombre de treinta años llamado Malcom, dejó evidente en los primeros diez minutos de clase que lo único que quería era ligar con ella, así que fue Alana la que puso fin a la clase en cuanto vio que se ponía demasiado cariñoso.

Y ahí estaba, esperando a su cuarta profesora: Grace, una chica joven que había tenido la maravillosa idea de dar las clases en aquel pub mientras tomaban unas pintas para hacerla más amena. En la primera clase, su nueva profesora aseguró que, con un par de cervezas en el cuerpo, la pronunciación de Alana había mejorado de forma prodigiosa.

Aquella iba a ser su segunda lección. O lo hubiese sido, si a los cinco minutos de llegar, Grace no le hubiese mandado un mensaje diciendo que, por un cambio en su horario laboral, le iba a ser imposible acudir y que ya no le podría seguir dando más clases. No sabía si la excusa era real o había tirado la toalla con ella como los otros. La cuestión era que tenía que buscar a otra persona que le enseñase la lengua.

Como había conseguido sitio en uno de los reservados, y acababa de pedir una pinta de Guinness, Alana decidió tomársela con tranquilidad mientras repasaba los apuntes de las últimas clases.

Estaba ensimismada con ello cuando la suave melodía de una flauta incidió en su mente. Era de una dulzura perturbadora; tanto que levantó la mirada de su libreta y miró alrededor, buscando su origen.

Solo entonces se dio cuenta de que el pub estaba más lleno de lo habitual y de que la mayoría de sus ocupantes eran mujeres. Todas con la atención fija en un punto que Alana, desde donde estaba, no podía ver.

Movida por la curiosidad, se levantó de la mesa y se acercó.

El origen de aquella hermosa melodía era un hombre. Y no cualquier hombre. Solo tuvo que echar un vistazo al cabello rubio recogido en una coleta y la figura potente embutida en una camiseta blanca y unos vaqueros desteñidos para reconocerlo al instante.

Lugh.

Al igual que el resto de las mujeres, Alana se sintió incapaz de apartar la mirada de él. Había algo hipnótico en la expresión de paz que reflejaba su rostro mientras tocaba con los ojos cerrados, como saboreando la melodía.

Un pensamiento le vino a la mente sin que pudiese evitarlo. ¿Sería esa la expresión de su cara al hacer el amor? Una mezcla de placer, concentración y entrega. Y a juzgar por las expresiones de deseo de las mujeres que tenía a su alrededor, todas estaban pensando exactamente en lo mismo.

Alana se sintió molesta por ello de una forma que no pudo explicar. Tuvo el impulso de echar a todas de allí a patadas, para que dejaran de comérselo con los ojos de aquella manera. Experimentaba alguna clase de celos sin sentido e incontrolables. ¿Por qué? No tenía ni la más remota idea. Ese hombre le traía sin cuidado. Y, aun así, deseó que él solo tocase para ella.

Como si le hubiese leído la mente, en aquel mismo instante en que tuvo tal pensamiento, él abrió los ojos y, sin dejar de tocar, clavó su mirada azul en Alana.

La melodía, que hasta entonces había sido dulce, tomó una cadencia apasionada que envolvió su cuerpo y sedujo sus sentidos.

Lugh le estaba haciendo el amor con su música y, para que no le cupiera duda de ello, se puso de pie y se acercó a ella. De esa forma, Alana pudo leer el deseo que brillaba en sus ojos mientras tocaba. Porque en ese momento lo hacía solo para ella. Y, para confirmarlo, cuando en el aire se deslizó la última nota, Lugh se inclinó ante ella en una florida reverencia, indicando así que le acababa de dedicar aquella melodía.

Alana sintió que se ruborizaba hasta las orejas cuando la atención de todas las mujeres del pub se centró en ella. Pudo sentir la curiosidad y la envidia abierta y estuvo a punto de retribuirlas con una sonrisa jactanciosa, pero se contuvo. En cambio, obvió su corazón desbocado y, como si aquello no fuese con ella, dio media vuelta y regresó a su mesa.

Vació media pinta de un trago, no porque la mirada de Lugh la hubiese acalorado, sino porque tenía sed. O eso se dijo una y otra vez para convencerse de que era inmune a los encantos del dios del Sol.

Pero cuando, de repente, él se sentó en frente de ella en la pequeña mesa del reservado, supo que se encontraba en apuros.

—No te he invitado a acompañarme.

—Puede que tu boca no, pero tus ojos, sí.

—Pues mira otra vez, porque has entendido mal —farfulló, mientras bebía otro trago de su cerveza.

—Dime Alana, ¿siempre te muestras tan arisca cuando alguien trata de ser amable contigo?

—Lo que tú llamas amabilidad, yo lo llamo un intento desesperado por meterte entre mis piernas —bufó la joven.

—Desesperado, no. Tenaz, sí —admitió él, con un guiño—. ¿Está funcionando?

—Aunque estuviese funcionando, nunca lo admitiría —repuso ella, con un murmullo.

Dio un respingo cuando se dio cuenta de que su voz había sonado seductora. Su subconsciente parecía haber tomado la iniciativa y estaba coqueteando con él, no había otra explicación.

Antes de hacer alguna tontería que la pusiese en evidencia, apuró la pinta y se levantó de su asiento, dispuesta a alejarse de él, pero Lugh se percató de sus intenciones y la cogió de la mano.

—No te vayas. Déjame invitarte a otra cerveza. Habla conmigo —musitó y su mirada, por un segundo, dejó ver lo que Lugh ocultaba en su interior.

Soledad.

Una profunda soledad que subyacía en sus ojos, detrás de ese brillo seductor que parecía deslumbrar a todos.

¿Sería posible que el dios del Sol se sintiese solo?

Reticente, pero también intrigada, Alana se volvió a sentar y aceptó la invitación de Lugh. En menos de un minuto, el camarero les sirvió una pinta a cada uno, intercambió unas palabras amistosas con Lugh y luego se marchó.

—¿Vienes mucho por aquí?

—El hijo del dueño tiene un grupo de música celta y, de vez en cuando, toco aquí con ellos el feadóg.

—¿Feadóg?

—Es la palabra en gaélico para llamar a la flauta irlandesa —explicó Lugh.

—¿Quién te enseñó a tocar?

—Se puede decir que soy autodidacta. Cuando era pequeño, pasaba mucho tiempo solo. Me gustaba hacer diferentes cosas para matar el tiempo, entre ellas, tocar la flauta —explicó Lugh, al tiempo que se encogía de hombros.

Alana detectó un cariz triste en su voz. Dispuesta a aligerarle el ánimo, decidió cambiar de tema.

—Además de entrenador de fútbol y aficionado a la flauta, ¿a qué te dedicas?

—A muchas cosas sin importancia, aunque mi labor principal tiene mucho que ver con el Sol.

—¿Eres vendedor de placas solares?

Lugh se atragantó con el sorbo de cerveza que acaba de tomar.

—¿De qué? —inquirió, después de aclararse la garganta.

—Ya sabes, acumuladores solares. Energía alternativa.

—Algo así.

—Pues, estando en Irlanda, mucho me temo que tu negocio no tiene ningún futuro —comentó ella, con una sonrisa ladeada.

—¿Y qué hay de ti? —preguntó él, en un sutil intento por cambiar de tema—. ¿Qué te ha traído a la Isla Esmeralda?

—Estoy haciendo un doctorado sobre mitología celta —explicó Alana. Lo observó entre sus pestañas y preguntó en un tono estudiadamente casual—. ¿Sabías que, hace mucho tiempo, en este lugar vivió una raza divina que se hacían llamar los Tuatha dé Danann? De hecho, había un dios daniano que se llamaba igual que tú.

Lugh se volvió a atragantar.

—Será mejor que tengas más cuidado al beber —lo regañó, con el tono que emplearía una madre con su hijo—. Como te decía, había un dios llamado Lugh. Por lo que he leído, al igual que tú, tenía una belleza deslumbrante. —Él esbozó una sonrisa orgullosa—, pero también era engreído y muy arrogante —añadió Alana y la sonrisa se esfumó.

Lugh la observó con suspicacia, mientras ella trataba de contener la risa que pugnaba por escapar de su boca.

—¿Y qué fue de él?

—Paseaba por el bosque en busca de mujeres bonitas a las que seducir.

—Y seguro que, si era tan guapo, tendría mucho éxito —señaló Lugh, con presunción.

—Lo tenía… hasta que una de sus muchas conquistas le contagió una enfermedad venérea y, como dicen en mi país, se le cayó la picha a cachos.

El trago de cerveza que Lugh acababa de tomar salió disparado de su boca cual géiser, pero, por suerte, no la alcanzó a ella.

—¿Dónde has escuchado semejante patraña? —inquirió él, después de secarse la boca con la servilleta, y pudo detectar un brillo de diversión en su mirada.

—Relájate hombre, que no hablaba de ti. Tú no vas seduciendo a cuanta mujer se te ponga en el camino, ¿verdad?

¿Eran imaginaciones suyas o Lugh se acababa de ruborizar?

—No, yo…

—Y tampoco eres ni engreído ni arrogante, ¿cierto?

—La verdad es que…

—Además, no darías la talla para ser el dios del Sol —concluyó Alana, muy satisfecha.