CAPÍTULO 6
Lugh miró a la mujer que se retorcía de placer entre sus brazos.
—Te deseo.
Solo habían hecho falta esas dos palabras para que aquella rubia escultural decidiera acompañarlo a la intimidad de uno de los baños de señoras que había en el Ghrian, el pub regentado por Mac Gréine, uno de los Tuatha dé Danann, en donde abundaban las mujeres hermosas, la buena música y la bebida.
Tres minutos después, la alzó sobre la fría superficie de mármol de la encimera del lavabo, se situó entre sus piernas y la penetró con dureza. El pequeño espacio se llenó de los sonidos de gozo femeninos, mientras él comenzaba a embestirla con un ritmo rápido.
Eso estaba bien. El sexo siempre lo hacía sentir vivo, aunque fuese por unos minutos.
Oyó que alguien golpeaba la puerta y sintió a la mujer tensarse entre sus brazos, pero no interrumpió sus envites. Estaba cerca, muy cerca. Unas pocas penetraciones más y la rubia cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás, arqueó su cuerpo y dejó escapar un largo gemido. En cuanto sintió que las paredes vaginales se contraían a su alrededor, se dejó llevar por su propio placer.
Se salió de ella, antes de que la chica abriese los ojos de nuevo, desechó el preservativo que se había puesto y comenzó a recomponer su ropa.
La rubia lo admiró con descaro mientras hacía lo propio.
—¡Ha sido fantástico!
Él no se molestó en responder. Su mente ya estaba lejos de allí. Terminó de arreglarse y abrió la puerta del baño, dispuesto a irse sin echar la vista atrás.
—¿Es que no vas a decir nada? —inquirió ella, incrédula, deteniéndolo en el último momento.
Solo había una cosa que un gran dios celta como él podía decirle a una simple siadsan después de haberle ofrecido unos instantes de placer.
—De nada —musitó, benevolente, y se fue de allí.
Las cinco mujeres que estaban detrás de la puerta, haciendo cola, sustituyeron al instante sus ceños de fastidio debidos a la espera por seductoras sonrisas. Sabía que podía tener a cualquiera de las allí presentes con solo proponérselo, pero esa certeza hizo que perdiese cualquier interés por ellas.
Ignorando sus miradas invitadoras, se dirigió a la barra, se sentó en el taburete y pidió un vaso de whisky. En cuanto el camarero se lo sirvió, apuró la bebida de un trago.
Algo no iba bien. El cuerpo de aquella mujer no había mitigado su hambre y el buen whisky no aliviaba su sed. No conseguía deshacerse de la extraña sensación de vacío que se había instalado en su interior desde hacía tiempo.
—¿Ahogando las penas?
No tuvo que levantar la mirada para reconocer aquella voz femenina. El tono ronco y seductor de Morrigan era inconfundible.
—Algo así —musitó, e hizo un gesto al camarero para que le volviera a llenar el vaso.
Observó de reojo a su indeseada acompañante. Nadie imaginaría que aquella joven de cabello oscuro, ojos dorados y vestido provocativo era la diosa de la Muerte y de la Destrucción. Era de una belleza incomparable y tenía una naturaleza apasionada e impredecible. Tal vez una aventura con ella podría poner fin a su apatía. Pero, tal como lo pensó, descartó la idea al instante. La dureza de su carácter lo dejaba frío.
—¿Y qué penas puede tener el incomparable Lugh Lamhfada? —inquirió Morrigan, con su habitual mordacidad, ajena al rumbo que habían tomado sus pensamientos—. Eres el idolatrado dios del Sol, el gran héroe de los danianos; gozas de la confianza y el cariño de Dagda; eres admirado por todos y podrías tener a cualquier mujer de este lugar tan solo con un chasquido de tus dedos. ¿Qué más podrías desear?
Esa era la cuestión. Desde que acabara el periodo de guerras y se firmara el Pacto de Tres entre las tres razas divinas que habitaban Irlanda, los días se sucedían en una interminable monotonía para él.
No había misiones que cumplir, ni batallas que ganar.
No es que no le gustase vivir en paz. Las cruentas guerras entre los danianos, los fomorianos y los milesianos, habían asolado la isla durante siglos y era de agradecer que aquella época oscura hubiese quedado atrás. Tan solo era que sentía que le faltaba algo. Estaba incompleto.
También era cierto que el Pacto de Tres había limitado mucho la diversión. Mientras que los milesianos andaban sobre la tierra, conviviendo con los siadsan, tal y como se llamaba a la gente normal, los danianos y los fomorianos habían quedado relegados al mundo subterráneo. En las ocasiones en las que visitaban la superficie, no debían de hacer nada que pusiera en evidencia su naturaleza mágica.
Ese era la esencia del pacto: preservar la magia en secreto.
Los danianos estaban satisfechos con su suerte, podían disfrutar de una vida dedicada a la contemplación y a la reflexión, pero él no. Él era diferente.
Tal vez fuese por su condición de mestizo.
Lugh era fruto de la unión entre un daniano y una fomoriana. Puede que hubiese crecido entre los danianos, pero nunca podría ser igual que ellos. Su lado más salvaje, aquella parte fomoriana que poseía, y que siempre había tratado de reprimir, necesitaba algo más.
Lo que Lugh necesitaba era un reto.