CAPÍTULO 51
La llegada de Alana al Pazo de Breogán causó un revuelo, porque todos estaban organizándose para recibir su señal de trasladarse a Irlanda y unirse a la revuelta.
Primero fue directa a la habitación de Eli, pero su hermana no estaba allí, así que hizo lo que tenía que hacer y fue al encuentro de su padrastro. Cuando traspasó las puertas del estudio de Alexandre, no se sorprendió de encontrarlo allí con Drua y Yago, discutiendo entre ellos.
En cuanto detectaron su presencia, los tres enmudecieron al instante y la observaron, sorprendidos.
Tomó aire, se armó de valor y declaró:
—Hemos fracasado.
El primero en reaccionar fue Alexandre, que, poniéndose delante de ella, la observó con los ojos entrecerrados.
—Explícame qué ha pasado, mi querida hijastra —musitó, y la frialdad de su voz le causó un escalofrío—. Sobre todo, teniendo en cuenta que no esperábamos que la revuelta se llevara a cabo hasta que llegásemos a Irlanda.
—Tuvimos que improvisar y no me dio tiempo a avisaros. Organizamos una emboscada, pero no salió como esperábamos. Stephen O’Malley perdió el control y luego salió huyendo. Mac Gréine no era tan fuerte como pensaba y no pudo hacer frente a…
Un violento bofetón cortó sus palabras.
—¡Mentiras! —escupió Alexandre, con desprecio.
Alana cayó de rodillas al suelo, mientras sentía arder su mejilla derecha y el sabor de la sangre en su boca. Pero volvió a alzarse en pie, porque sabía que aquello iba a ser solo el principio.
—Stephen ha tenido la amabilidad de enviarnos un informe de lo ocurrido —reveló Yago y en su rostro se intuía una oscura satisfacción porque sabía lo que iba a ocurrir.
—Tenías que haber acabado con Lugh y le perdonaste la vida. Tenías que haber dejado que Erin muriera e intentaste negociar con ella por un libro. ¡Un libro! —gruñó Yago, y alzó la mano para volver a golpearla.
—Yo le pedí que trajera ese libro —declaró Drua, y se interpuso entre ellos para evitar que la volviera a pegar.
—¿Por qué?
—Es el libro mágico de Dagda —explicó la mujer—. Contiene toda la sabiduría de los druidas desde los tiempos más remotos. Un compendio de hechizos secretos y muy poderosos. Incluso hay uno que te podría convertir en un dios, un ser invencible ante el que los demás dioses se postrarían, asustados.
—¿Invencible? —musitó Alexandre, y sus ojos brillaron de interés.
Alana frunció el ceño. En su visión aquello no sucedía así. La intervención impulsiva de Drua por protegerla parecía haber cambiado las cosas.
¿Tal vez, después de todo, podía tener una oportunidad de salir indemne de aquello?
En cuanto Alana llevó el libro al estudio, Alexandre intentó quitárselo de las manos, pero el libro se desmaterializó entre sus dedos.
—¿Qué demonios?
—Está protegido por la magia —señaló Drua observándola con intensidad—. Pero tú si puedes tocarlo.
Alana asintió.
—¿Por qué ella sí y yo no? —inquirió Alexandre, desconcertado.
—Porque solo Dagda o alguien de su sangre puede hacerlo —respondió Alana.
—Dagda es tu verdadero padre, ¿verdad? —adivinó la mujer.
—Eso creo.
—Así que la hija de Dagda —susurró Alexandre, mientras la evaluaba con la mirada—. Puede que, después de todo, nos seas de utilidad.
—Más de lo que crees, porque solo ella va a poder hacer el hechizo que te vuelva invencible —señaló Drua.
—Pues cuanto antes se haga, mucho mejor —afirmó Alexandre, impaciente.
—Antes tenemos que encontrarlo. Trae el libro aquí, Alana, sobre la mesa. Te ayudaré a buscarlo.
La joven le hizo caso y depositó el libro sobre la superficie de la mesa. En cuanto lo abrió, pudo sentir la energía que vibraba de sus hojas, pero frunció el ceño cuando comenzó a leer.
—Está en gaélico, no entiendo lo que dice.
—Yo sí, te guiaré. Tú pasa las hojas hasta que yo te lo diga —indicó Drua.
Empezó a pasar las hojas una a una, siguiendo las instrucciones de la mujer, mientras Alexandre se paseaba, nervioso, por la habitación. Por el contrario, Yago parecía aguardar tranquilo, repantigado en el sillón. Se mantenía a la expectativa, como si supiese algo que a los demás se les escapaba.
—¿Qué hay del hechizo para curar a Eli? ¿Está aquí? —inquirió Alana, en un susurro bajo para que los hombres no la oyeran.
Después de todo, aquel hechizo era lo único que le importaba de aquel libro, la única razón por la que lo había robado.
—Sí, lo has pasado hace un par de hojas —musitó Drua con disimulo—. Pero para que Alexandre nos deje utilizar el libro con libertad primero tendremos que darle lo que quiere.
Alana asintió y continuó, hasta que Drua la hizo detenerse en una de las hojas.
—Es este —murmuró y luego añadió más alto, para que todos la oyeran—. Ya lo tenemos. Ahora hay que preparar todo para que funcione.
Siguiendo las instrucciones del libro, la mujer trazó un gran círculo en el suelo de madera con una tiza y en su interior dibujó un trisquel. En el centro de cada una de las tres espirales que lo componían, puso una vela blanca y alrededor del círculo, escribió tres palabras: corp, aigne, anam.
Cuerpo, mente, alma.
Indicó a Alexandre que se situara en el centro y encendió las tres velas.
—Ahora todos se postrarán a mis pies, ¿verdad? —masculló el hombre, consumido por la ambición.
—Sí, querido —respondió Drua, sin dudar.
Después volvió al escritorio, donde estaba Alana con el libro.
—Ahora necesito que repitas lo que yo te diga.
Drua comenzó a leer del libro unas frases en gaélico mientras Alana las repetía de forma vacilante. Las velas comenzaron a llamear con fuerza. El círculo dibujado en el suelo empezó a brillar mientras un pequeño torbellino de viento se arremolinaba en torno de la figura del hombre. La piedra de Biróg que Alexandre llevaba en el cuello comenzó a resplandecer.
—Algo está sucediendo —musitó Alexandre, mientras fruncía el ceño—. Me siento extraño, siento…
—Lo que estás sintiendo, querido, es que tu espíritu está comenzando a abandonar tu cuerpo —aclaró Drua con frialdad.
Alexandre abrió los ojos de forma desmesurada al entender lo que pasaba.
—Haz algo, Yago. Detenla —urgió, desesperado.
Pero su hijo solo lo miró y sonrió.
El resplandor del amuleto se hizo cada vez más brillante hasta que emitió un fogonazo que los deslumbró. El cuerpo de Alexandre comenzó a convulsionar mientras se elevaba unos veinte centímetros del suelo. Luego, se quedó quieto con los ojos cerrados y volvió a posarse en tierra.
—Ya está —musitó la mujer con emoción contenida—. Después de tanto tiempo, por fin ha sido liberado.
—¿Liberado? ¿Quién ha sido liberado? —inquirió Alana, sin comprender lo que estaba sucediendo.
En aquel momento Alexandre abrió los ojos, pero estos ya no eran verdes como siempre. Ahora eran negros.
—Balor.