Epílogo

 

 

 

 

James miraba emocionado desde la cubierta del barco a su familia. Su vida estaba a punto de tomar rumbo hacia «El nuevo mundo». Todos habían acudido a despedirle. Saludó de nuevo a la abuela que se deshacía en un mar de lágrimas en los brazos de la también afectada Josephine. Echaría de menos a esas dos.

La prole de los Carter, con Brian y Serena a la cabeza, izaban varios pañuelos blancos. Sonrió recordando la feliz noticia que le había dado el vizconde cuando se despedían, la bella lady Serena estaba encinta. Al lado de las hermanas Carter se encontraba su taciturno amigo, que se había negado a hablarle desde que le dijo que marcharía a las Américas. Pero ahí estaba, no se lo hubiera perdido por nada del mundo. Una vez supo de sus planes, quiso acompañarlo, pero James se negó en rotundo: Damien languidecería en una vida así, quizá él mismo lo hiciese…

Sus ojos se desplazaron hasta su bella cuñada. Podía sentir su hermosa sonrisa desde la distancia. Agarrada al brazo de su hermano le dedicaba un dulce adiós. Gwen seguía posando esa expresión de complicidad que había visto por primera vez aquella noche en su camerino. Lucas permanecía quieto mirando hacia el mar para no verlo partir. Desde esa distancia se lo imaginaba apretando la mandíbula y frunciendo el ceño, siempre lo hacía cuando sufría por algo.

Sonrió al observar a su sobrino, que llevaba un buen rato durmiendo en los brazos de su abuela. Lady Emma lo sostenía con fuerza mientras miraba hacia el barco, donde él se encontraba, con una tierna sonrisa de despedida dibujada en el rostro. El pequeño, al que llamaron Robert en honor al padre de Gwen, tenía solamente tres meses pero algo le decía que había sacado sus genes y que llevaría a su padre por el camino de la amargura. Con una carcajada se imaginó varias escenas en las que su hermano perseguía a su revoltoso heredero. Volvió a mirar al pequeño y sus ojos se llenaron de tristeza, la próxima vez que lo viese sería un hombrecito.

Intentó alejar esos pensamientos de su mente y cuando notó que soltaban amarras y levaban anclas, agitó efusivo el brazo hacia los suyos. El barco comenzó a moverse y se fue alejando de Londres, miró al horizonte y susurró «América, allá voy».

Unos metros más abajo, en un rincón de la gambuza del barco, una mujer sonreía. No podía creer en su buena suerte, miró a sus trece compañeras de celda improvisada y arrugó la nariz con asco ante el olor que desprendían. Estaban atadas en un rincón de la despensa. Encerradas bajo llave para que no escapasen a la cubierta, eran el juguete preferido de los marineros cuando la mar se volvía pesada; la comida seguramente serían las sobras de la de éstos. Pero no le importaba, ya no, aguantaría eso y mucho más por retomar su venganza, recordó la felicidad que la embriagó cuando al subir al barco que transportaba a varias presas a las colonias vio quién estaba allí. Agachó la cabeza para que no la reconociese y pasó por su lado sin que él se percatase de su presencia.

Por fin acabaría con el maldito James Benet. «Como me llamo Margaritte que pagarás por todo lo que me has hecho sufrir», sentenció al tiempo que soltaba una carcajada. Su mente había comenzado a maquinar una dulce venganza.