Capítulo 27

 

 

 

 

Lucas miraba la concurrida sala de baile sumamente nervioso. La abuela había asumido el papel de anfitriona mientras Gwen y su madre se preparaban para hacer su entrada.

Todos los asistentes murmuraban al verle y soltaban risitas que no disimulaban en esconder.

—Tranquilo, Lucas. Relaja el rostro que tu ceño fruncido asusta a quien intenta acercarse hasta nosotros —le dijo Brian, que estaba situado a su derecha—. Todo saldrá bien, ya verás.

—Eso hermano —apuntó James desde su izquierda—. Esas cacatúas disfrutan riéndose de nosotros, pero hoy se acabará. Si lo que buscan es un escándalo, eso tendrán, para que hablen con ganas.

De repente, una mujer hizo su entrada en la estancia y enmudeció a los tres jóvenes.

—Dios Santo, está aquí. Lucas, nuestro plan ha funcionado. No entiendo cómo se ha atrevido a aparecer, definitivamente está completamente loca.

—Tranquilo, James. Es justo lo que estaba esperando, ya sabéis lo que hay que hacer. En unos minutos se desatará la tormenta, a vuestros puestos. Brian avisa a tus hermanas y tú James, busca a Damien. ¡Vamos, no hay tiempo que perder! — ordenó Lucas.

Lady Agatha, vizcondesa de Herdford, observaba con desprecio el monumental salón de baile de Malford House. Esas paredes escondían a su mortal enemiga, sentirse tan cerca de ella la desquiciaba. Tenía que morir.

Lo cierto es que se había apostado en la casa de los duques durante todo un día hasta que los vio aparecer. Entonces, recordó el baile que celebrarían y supo que era su momento, corrió a sus aposentos y se encerró sin recibir a nadie hasta que esa misma tarde ordenó a sus doncellas que la preparasen para lucir sus mejores galas. Alfred la odiaba, el desagradecido no valoraba cuanto había hecho por él, pero ya le llegaría su turno.

Estaba impaciente, ¿dónde estaría la maldita? Escuchó lo que decían unas damas a su lado y sonrió con placer, la mosquita muerta de su sobrinita se había granjeado el desprecio de la alta sociedad, la apodaban «la duquesa de témpano» pues se decía de ella que era tan fría en la cama que en su noche de bodas su marido la abandonó para correr al lado de su amante y que ella, avergonzada, marchó a su vez de casa.

La vizcondesa se sentía feliz, había contribuido a destrozar la reputación de la estúpida joven murmurando sin piedad sobre ella. No obstante, todo no fue mérito propio ya que el duque ayudó a su deshonra con su escandaloso comportamiento. Inocentemente creyó que él la había repudiado por su supuesto abandono hasta que un día, agazapada en las sombras, espió al duque y le escuchó decirle a su examante cuánto le importaba su esposa. En ese momento supo que todo era una trampa para rescatarla y decidió vengarse haciendo un despiadado rumor. Así, divulgó a quien la escuchó que el duque iba a solicitar la anulación de su matrimonio; pronto, el comentario llegó hasta el General Advertiser y apareció en la sección de Sociedad.

El joven duque, por supuesto, jamás tuvo esa intención, pero ella les dio su estocada final con esa habladuría y la débil reputación de su sobrina se hizo añicos. Ahora, esa idiota osaba presentarse ante todos como una gran duquesa, sin ser consciente que la desdeñarían en cuanto apareciese.

La sala se inundó de un espectral silencio cuando dos damas entraron en el ostentoso baile. Agatha miró fijamente a las mujeres que acababan de aparecer y su rostro fue dibujando una sonrisa perversa. «Por fin», pensó con malicia al observar al blanco de su odio. Se fijó en la más joven de las dos vestida de un rosa palo y se alegró de su cara de pánico al percatarse de la repulsa que producía entre los asistentes. La más mayor, iba vestida de verde con una peluca blanca recogida en un altísimo moño del que sobresalía una enorme pluma verde.

Mientras caminaban hacia el balcón, la gente se fue apartando de ellas y especulando sobre la identidad de la bella dama que acompañaba a la joven duquesa. El duque se acercó a los músicos y les ordenó que continuasen con el baile. La condesa de Rungor se atrevió a romper el hielo invisible que había cubierto la estancia danzando en brazos de su prometido, el vizconde Corley. Las hermanas mellizas de éste le siguieron los pasos junto a unos jóvenes lores. Poco a poco otras parejas fueron aventurándose a la pista de baile.

Sin embargo, las miradas seguían clavadas en las dos damas del balcón. De repente, un grupo de caballeros conducido por el más joven de los Benet, lord Halley, se interpuso en la línea de visión impidiéndoles ver qué sucedía con las mujeres que ahora se encontraban de espaldas a todos. Agatha comenzó a impacientarse justo cuando la marabunta de jóvenes ansiosos se dispersó dándole campo de visión de nuevo.

La pareja seguía girada y cuchicheaban. Observó cómo el duque se acercaba a su esposa y le susurraba algo en el oído. Luego, se colocó frente a su suegra y le hizo una reverencia. Eso fue la gota que colmó el vaso, esa estúpida no era nadie. Sólo una indeseable que debió morir hace muchos años.

Loca de rabia se dirigió hacia su cuñada sin medir las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer. Se levantó la falda y extrajo la pistola de Alfred que escondía entre las sayas. Esta vez nadie salvaría a Emma. Caminó hacia ellas sorda a las exclamaciones de sorpresa de cuantos la veían en tal estado y se colocó tras sus rivales.

—¡Emma! Gírate cobarde, da la cara. Nadie podrá salvarte hoy, estúpida. Acabaré con lo que empecé hace dieciocho años —su sobrina se dio la vuelta con un gritito y ella soltó una carcajada. Qué placer le daría ver el espanto en sus ojos cuando matase a su madre—.Vamos, perra. Acepta tu destino y muere de una vez. No sabes cuánto te odio, maldita. Primero me robaste el amor de Robert y ahora el respeto de mi hijo, morirás por ello, sanguijuela —chilló histérica a la espalda de su cuñada. Poco a poco la figura de verde se fue girando y al contemplar su rostro enmudeció de horror.

Los presentes guardaron un mortal silencio al ver el rostro de la mujer. No era la misma que había cruzado la sala minutos antes, sin embargo, vestía igual. Ante todos ellos estaba la reina Carlota, aún encañonada por la vizcondesa de Herdford, que se encontraba en estado de shock.

Del fondo de la sala, una voz rompió el silencio.

—Queridos súbditos, todos habéis sido testigos del acto de traición perpetrado por la vizcondesa de Herdford, una mujer que ha intentado asesinar a vuestra reina en público —declaró el rey Jorge, mientras se dirigía al foco de todo el entuerto acompañado de la misteriosa mujer que vestía como la soberana de Gran Bretaña

—. Tal fechoría —continuó— es tratada con pena de muerte.

—¡Nooo! —Agatha salió de su estado de aturdimiento y se lanzó a los pies del rey implorándole entre lágrimas. En su mano derecha aún blandía la pistola—. Yo no quería, es todo un error, una trampa organizada por ésta. Ella —apuntó a Emma mirándola con odio—, es ella la que debía morir. Su alteza, esta mujer me ha destrozado la vida, es la causante de todos mis males. Es una embaucadora, no lo veis, mi rey. Os ha engañado, como a todos.

—Lo único que yo veo, lady Herdford es que habéis intentado asesinar a mi reina y eso se paga con la muerte.

—No, no, no. Os juro que no era mi intención, yo sólo quería matar a esta perra, es ella la que se merece morir, se me escapó una vez pero no lo hará dos veces —volvió a apuntar a su cuñada, pero la pistola le fue arrebatada de la mano de un golpetazo. El duque se la quitó. Llena de rabia se lanzó contra Emma y gritando intentó arañarle la cara. Pero Lucas la sujetó y con ayuda de varios hombres redujo a la desquiciada vizcondesa.

—Llevaos a esta mujer de mi vista. Como todos habéis comprobado no sólo pretendía asesinar a vuestra reina, sino que ha admitido que intentó matar a esta dama en el pasado y que hoy tenía la intención de volverlo a hacer. Lady Herdford ha demostrado ser un peligro para nuestra sociedad por lo que será recluida en el Hospital de Berthlem, le perdonaré la vida por su condición de noble pero deberá pasar sus días encerrada. Esta bella dama que está a mi lado —señaló a Emma— es lady Emma Evans, condesa de Durlee, que ha vuelto de entre los muertos para clamar mi justicia. Hace diecinueve años, la vizcondesa mandó asesinar a todo el clan Durlee, más la condesa logró salvar su vida y la de su hija, que no es otra que la duquesa de Malford, quien ha pasado las últimas semanas refugiándose con nosotros —afirmó el rey con una descarada mentira que tenía por objeto justificar la ausencia de Gwen durante su secuestro.

El monarca estaba dichoso, el plan del cambiazo ideado por su inteligente esposa había funcionado. Ahora, sí podría aplicar la justicia que le exigía el duque sin quedar mal ante los ojos de los suyos, pues todos habían sido testigo de la locura de la vizcondesa.

—Condeno —continuó— por sus actos viles a la vizcondesa de Herdford a la exclusión social, ella y los suyos son enemigos de la corona, por lo que cedo todo el patrimonio Durlee a la verdadera condesa. Así, yo, Jorge III de Gran Bretaña, hago justicia para con esta bella dama.

Una vez finalizado su discurso el rey miró a los presentes henchido del orgullo de su poder soberano y caminó hacia la salida seguido de su esposa y de las reverencias de sus súbditos.

Tras su marcha, el salón se plagó de voces que susurraban a un ritmo vertiginoso ante el mayor escándalo del reino. Hoy habían asistido al regreso de una condesa muerta y el escarnio social de una respetada vizcondesa. Lady Josephine y la duquesa viuda fueron increpadas por las altas matronas de la sociedad ávidas de más información; ambas desplegaron una sonrisa y comenzaron a dar rienda suelta a una historia en la que la hija de un conde italiano se encuentra por casualidad con una bella mujer que guarda un parecido extraordinario con ella…

Esa noche marcó un antes y un después para la alta sociedad y jamás nadie recordó las diferencias de los duques al inicio de su matrimonio. ¿Quién lo haría pudiendo contar lo que sucedió en aquel baile?

***

Gwen se miraba en el espejo y fruncía el ceño, habían pasado cuatro meses y medio desde  que acabó la pesadilla. Un tiempo en el que todo cambió.

Su tía estaba encerrada pagando por sus crímenes y su madre había recuperado su antigua vida, ayudada por su avergonzado primo, quien pronto partiría hacia unos terrenos que tenía en Escocia para huir de la condena social a la que había sido sometido por ser el hijo de una asesina. El joven adoraba a su bella tía desde el día en que la conoció y ésta le contó la verdad sobre el trágico suceso acontecido diecinueve años atrás.

Cada miércoles, de manera religiosa, independientemente de que lloviera, nevara o tronara, Gwen regresaba a la que había sido su casa durante toda su infancia. Los recientes cambios que respiraba aquella institución no podían sino dibujarle una sonrisa de satisfacción a la joven. Gracias a la cuantiosa donación que les había hecho su marido, el orfanato se recuperaba de las pérdidas y se alejaba airoso de la amenaza de cierre que le había estado asfixiando durante cinco largos años. Nuevos tiempos corrían para las niñas y las madres, ya que jamás volverían a tener que mendigar las ayudas de otros. Ahora gozaban de una cuenta corriente que Lucas engrosaba cada mes. La vida les volvía a sonreír.

Con suerte los cambios también se experimentarían en el Hospital de Berthlem, aunque no era ilusa, para esto aún quedaba mucho camino por recorrer. Pero el primer paso estaba dado; Lucas, junto a otros políticos, había presentado una propuesta de ley para regular el trato que se proporcionaba a los pacientes de centros mentales. Era una lucha lenta pero estaba segura de que algún día lo lograría.

Por su parte, su padrino, al que aún no había perdonado, era el nuevo jefe de caballerizas de Rungor House. Quizás el tiempo volviera a unirlos como lo habían estado durante toda su vida. Y James... para alegría de la abuela, había logrado enderezar su vida. Los años lo convertirían, si Dios quería, en un hombre de provecho del que sentirse orgulloso.

En definitiva su vida era perfecta. Bueno, salvo cuando su marido se ponía intransigente como ahora. «¡Cómo me voy a perder el enlace de Serena y Brian!», pensaba mientras ultimaba los detalles de su vestido. Seguía siendo tan cabezota como siempre y a pesar de la indisposición de su marido a la hora de llevarla al casamiento, ella había conseguido prepararse con la ayuda de dos de sus doncellas. Estaba tan enorme que a veces pensaba que llevaba gemelos. Hacía meses que había dejado de verse los zapatos y cada vez era más difícil subir y bajar escaleras. Miró de reojo a Lucas y sonrió a su cara de enfado.

—Vamos, cariño. Sabías perfectamente que terminaría acudiendo. No me perdería este día por nada del mundo. Estaré bien, no te preocupes.

—¿Cómo no voy a hacerlo? Deberías estar en cama, ¡estás a punto de dar a luz! —Se acercó a ella y le agarró el rostro mirándole a los ojos con un infinito amor— No entiendes, mujer, que si te pasase algo yo…

—Shh —lo cortó la joven—. Estaré bien, de verdad, confía en mí. Tu hijo no nacerá este día —le acarició el rostro y le echó los brazos al cuello—. ¿Te he dicho hoy cuánto te amo?

—No creas que no sé lo que intentas, gatita, pero no me dejaré convencer tan fácilmente —le puso la mano en la enorme tripa y le miró a los ojos—.Yo también te amo, Gwen, más que a mi vida. Desde el primer día en que te vi pusiste mi mundo patas arriba, ¿y sabes qué? Me alegro muchísimo de que lo hicieses. Gracias por devolverme la felicidad.

—No, Lucas. Gracias a ti por darme lo que siempre he soñado, amor y hogar —lo abrazó y riendo se apartó de él—.Y ahora vamos o no llegaremos. ¡Venga!

Gwen se dirigió a la puerta, seguida de su reticente marido. Con su ayuda descendió las escaleras y se introdujo en el carruaje. El enlace tendría lugar en la pequeña capilla de Luton, el conde Bute había insistido tanto en ello que la joven pareja no pudo negarse a cumplir los deseos de ese hombre encantador que presumía de haber juntado a los jóvenes tras su paso por la mansión Luton Hoo.

Gwen miró por la ventana cerrando los ojos para controlar el incesante dolor que le atravesaba el estómago; algo, que llevaba experimentando desde primeras horas de la mañana y que había ocultado a su esposo creyendo que aún tendría muchas horas por delante antes del nacimiento. Respiró hondo y agrandó los ojos sintiendo como un líquido se esparcía por sus piernas. Miró a su esposo y sonrió angelical.

—Lucas.

—Sí, mi amor.

—¿Te acuerdas cuando antes has insistido en que me quedase en casa y yo te he asegurado que nuestro hijo no vendría al mundo hoy?

—Sí —afirmó con voz entrecortada.

—Pues al parecer te mentí, nuestro bebé es tan imprevisible como su padre.

— ¡¿Qué!?

—Que tu hijo ha decidido asistir a la boda de sus padrinos. Ya viene, Lucas, ¡ahora!

Lucas Alexander Benet, 4º duque de Malford, miró aterrado a su esposa, por primera vez en su vida sintió que se desmayaba.