EL ANOCHECER EN LOS GERANIOS

Mi viejo murió ayer. Solo. Mi hermana y yo solíamos pasar por ahí al atardecer, después del trabajo. Mi hermana, que está casada, le dejaba la cena preparada y seguía luego hacia su casa para dar de comer a su hijo, yo me quedaba más tiempo, conversábamos de esto y de aquello en la cocina, junto a la puerta que da al patio, viendo anochecer en los geranios. Si me toca pasar una semana lejos de la casa de mi viejo el primer recuerdo que me viene a la memoria es el anochecer en los geranios, la forma como la oscuridad comienza aquí abajo, va subiendo, paredes arriba, hasta llegar a la copa de la acacia y de la copa de la acacia dar un saltito al cielo. En ese momento se encienden las farolas y distinguimos la primera estrella. Entonces mi viejo y yo llevábamos las sillas adentro y dejábamos de hablar.

A partir de hoy no lo sé. Creo que mi hermana querrá vender la casa, comprar un lugar mejor para ella y su familia y así acabar con la incomodidad de dormir en el tendedero con su marido. Con la mitad que me toca también puedo conseguir algo para mí, dos habitaciones me bastan, nunca me importaron los muebles ni los lujos y la compañía del gato no ocupa espacio. Pero seguro que me hará falta el anochecer en los geranios. Mi viejo iba a cumplir setenta años en marzo y, quitando el problema de las piedras en la vesícula, nunca estuvo enfermo. Nos crió a mi hermana y a mí

(no llegué a conocer a mi madre)

se ocupaba del taller de motos y los domingos jugaba al billar a tres bandas en el Académico. Por más que lo intentase, nunca brillé mucho con un taco en la mano, y creo que mi viejo consideraba esa falta de talento como un defecto peor que una minusvalía. En contrapartida me gustan los libros

(otro defecto peor que una minusvalía)

sobre todo novelas de guerra y cosas sobre animales y en opinión de mi viejo me estropeé la vista hasta el punto de tener que usar gafas debido a la manía de la lectura. Puede ser. Pero los domingos un hombre sin nadie al lado se aburre siempre, el gato solo me reclama cuando no hay comida en su plato y como no me gusta el cine ni salir de paseo me entretengo pasando páginas. La última historia que leí

(la acabé la semana pasada)

era sobre leones, es decir, sobre la amistad entre un león y un hombre. Ocurre en el circo, el hombre era domador, el león muere al final y el hombre, apenado, deja de ser domador y se dedica a pedir limosna por las calles. Estuve a punto de llorar. O, mejor dicho, lloré, pero no grandes lágrimas, solo un poquito. Si mi viejo lo supiese, se enfadaría seguramente conmigo. Confieso esto ahora porque él ya no se enfada con nadie. Al llegar a casa, encontré a mi hermana sin la cena preparada, ocupada en afeitarlo y vestirlo con la ayuda de una prima nuestra. No fue necesario que me explicase nada. Le dejé planchar el traje y la camisa que mi viejo guardaba para una ocasión especial que no tuvo tiempo de vivir y llamé al empleado de las pompas fúnebres a dos manzanas de mi trabajo. Como ya era tarde, el empleado estaba colocando las contraventanas. No pareció muy contento por tener que acompañarme con el catálogo de los ataúdes para que pudiésemos elegir alguno y una cinta métrica:

—Seguro que va a ser este

dijo mostrando el más barato. Mi hermana, que calzaba a mi viejo y le limpiaba los zapatos con un cepillo, asintió. El empleado tomó nota de las medidas y salió casi al mismo tiempo que mi hermana, preocupada por la comida de su hijo. Al principio me quedé un rato más en la habitación mirando las punteras que relucían y las manos, tan naturales, apoyadas en la barriga. Después pensé en el anochecer en los geranios, llevé la silla al patio y me senté. La oscuridad había subido por las paredes y había alcanzado la copa de la acacia, las farolas estaban encendidas y vi la primera estrella en el lugar de costumbre, entre chimeneas. Me dio pena no contemplar la noche y, sin embargo, llevé otra silla y me quedé allí. Tal vez mi viejo se levantaría de la colcha de damasco y vendría a hacerme compañía, ambos callados, él acordándose del billar a tres bandas y yo con la mente abstraída en los leones.

Segundo libro de crónicas
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