NATURALEZA MUERTA CON SEÑORA

Desde la muerte de su marido y desde que sus hijos salieron de casa, alquilaba en septiembre una planta baja minúscula en la playa donde antes tuviera una vivienda enorme. La planta baja quedaba comprimida entre dos edificios, frente a la carnicería, en una calle en la que no se veía el mar. Y pasaba las tardes en una silla de lona, en medio de muebles que no eran suyos, con un cigarrillo entre los dedos, mirando hacia la pared en la que colgaba de un clavo un plato de cerámica azul. Dejaba la puerta abierta por causa del humo, pero con el movimiento todo se estremecía constantemente, la silla de lona, el plato, ella misma, un mueble acristalado con tazas y vasos de colores, el periódico en el regazo que parecía no leer. A la hora de cenar calentaba en la cocina dos albóndigas y una cucharada de arroz que comía sola, en una mesa con mantel de hule, frente a las noticias del televisor sin sonido. Después venía la humedad de la noche, como siempre en septiembre, y ella de nuevo en la silla de lona. No encendía la tulipa rosada del techo que daría a la habitación el tinte de un hálito pálido que parpadeaba: se quedaba así oyendo las olas o ni siquiera oyendo las olas, sin oír nada. La foto de su marido muerto, sobre una especie de cómoda, no se interesaba por nadie. En la habitación contigua una cama casi de niña donde supongo que dormía. ¿Dormiría? En la habitación contigua una cama casi de niño donde imagino que seguía fumando a la espera de la mañana. A los ochenta años, me preguntaba yo, ¿qué mañana se espera? Era delgada, con el pelo corto peinado hacia atrás, la ropa antigua demasiado holgada en su cuerpo. Había tocado el violonchelo, daba clases ahora, durante el invierno, en un piso de Estrela que me recordaba a los pecios de un naufragio. Hablaba poco, no se quejaba nunca. ¿De qué? A fin de cuentas no le había ido tan mal en la vida, ¿no?

En septiembre las gaviotas dejaban la playa y gritaban en los tejados, asustadas por las aguas vivas del equinoccio. Los veraneantes se iban poco a poco, el dueño de la carnicería, sin clientes, se rascaba en el umbral, casi nada se estremecía en la calle. A veces llovía sobre los restos del verano y los perros surgían de los solares y las dunas en jaurías cabizbajas de hambre, mastines sin destino que husmeaban zanjas. El dueño de la carnicería los ahuyentaba con la escoba y ellos corrían hacia la playa en busca de restos olvidados. Podían verse desde la muralla escrutando juncos, cestos, botas, esas cosas que arrastran las olas. Al atardecer o durante la noche aullaban hacia la sierra, coronada por las primeras nubes del otoño. Los empleados del ayuntamiento barrían septiembre con las mangueras. Ya no llegaban autobuses, ya no llegaban automóviles. El frío de octubre era una de las raras cosas que llegaban. En la planta baja comprimida entre dos edificios, en una calle desde la que no se veía el mar, el cigarrillo entre los dedos no se consumía nunca. Allí estaba él, con corbata, en lo que se diría un jardín. Aún joven, con cabello oscuro y gafas. Le había parecido guapo. No le parecía nada ahora, pero seguía trayendo la foto en el bolso y llevándose la foto de vuelta, que volvía a colocar en la mesilla de noche, junto al reloj, cuyas horas no tenían sentido. Trece y veinte, siete y doce, una y diez: ¿qué diferencia hay? Sentada en la silla de lona, seguía fumando. ¿Hasta cuándo?

Solía visitarla al hacer una pausa en mi libro. Bajaba, casi desde Tomadia, golpeaba la puerta abierta y entraba. Había una segunda silla frente a la silla de lona y yo me sentía abatido y desilusionado con mi trabajo. Apoyaba el brazo en el mantel de hule y le sonreía. La sonrisa con la que me respondía se asemejaba a una grieta en un muro desconchado. Un chico en bicicleta exhibía sus habilidades en la acera, un hombre con una bombona de gas al hombro cruzaba la calle. Me intrigaban las tazas y los vasos de colores del mueble acristalado. ¿Quién los usaría en enero, en marzo, en mayo? Después me acordaba de una frase mal escrita y me marchaba para corregirla. Era una novela difícil para mí, cuyas palabras tardaban en llegar. No llegaba a más de tres páginas por semana, levantándome temprano y dedicándole todo el día. Un mirlo en el pinar, sin duda el mismo de cuando yo era pequeño, me distraía. Mirlo, mirlo. El hombre de la bombona de gas se paraba a descansar, el chico de la bicicleta había desaparecido. Me daba pena dejarla en la silla de lona, frente al plato de cerámica azul colgado de un clavo. ¿Qué podía yo hacer? ¿Detener octubre y a las gaviotas a gritos en los tejados? ¿Ahuyentar a los perros vagabundos con la escoba del carnicero? ¿Darle a la manivela hacia atrás y entregarle

—Aquí tiene

la vivienda enorme, con jardín, con piscina, con la escultura de mármol en la entrada? Me apetecía olvidarme de ella y de su puerta abierta por causa del humo, del periódico en el regazo que parecía no leer. Olvidar las albóndigas y la cucharada de arroz. Las noticias del televisor sin sonido, donde un pez con chaqueta abría y cerraba la boca junto con incendios y ministros. Así que decía

—Hasta mañana

y, ya fuera, me metía las manos en los bolsillos. Me metía lo más posible las manos en los bolsillos, apretadas con tanta fuerza que, al coger la estilográfica, me daba cuenta de que las articulaciones me dolían. Pero no era grave: las masajeaba, comprobaba los papeles y al rato era capaz de recomenzar. Solo tenía que olvidar la grieta de muro desconchado de su sonrisa. Pero de eso, gracias a Dios, uno se olvida. ¿No?

Segundo libro de crónicas
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