ESA COSA EN LA QUE ME HE TRANSFORMADO

Hay días en que me siento tan cansada. No es el trabajo, no son los niños, no es todo lo que tengo que hacer cuando llego a casa, ni siquiera es mi marido. Comienzo a darme cuenta del cansancio cuando estaciono el automóvil en el garaje, cuando llamo el ascensor, cuando abro la puerta arriba, y en el instante en que los niños y mi marido desvían a la vez los ojos del televisor y me sonríen siento que estoy exhausta sin entender por qué. Ya han puesto la mesa y me basta calentar la cena que la asistenta dejó en el microondas. Al lado del microondas la vuelta de las compras y un recado en el bloc que acaba con un hasta mañana. En el tendedero sus zapatillas al lado de la fregona, unas zapatillas tan solitarias que casi me dan ganas de gritar. ¿Por qué? Preguntas y preguntas. El bolígrafo con el que nos escribimos la una a la otra tiene impreso en azul Hotel Palmenhof, Frankfurt. No sé quién lo trajo. ¿Quién lo trajo? Más preguntas todavía. ¿Habrá sido siempre así? Por el amor de Dios, que nadie se interese por cómo me fue en el trabajo, por el amor de Dios, déjenme acomodar la vajilla tranquila, sacudir en paz las migas del mantel en el balcón dándome la impresión de que sacudo mi vida. Mi hijo mayor de aquí para allá por el pasillo a la pata coja, mi marido jugando al chaquete en el ordenador, aquella rama seca en el jarrón que se parece a cualquier cosa que se parece a mí. Que se parece a esa cosa en la que me he transformado. Ojalá mi hermana no me telefonee invitándome a Ericeira el domingo. Mi hijo menor debe de haberse dormido en el sofá. Le quitamos la ropa, le ponemos el pijama y en cuanto lo acostamos se despierta. Apagamos la luz de la habitación y sus ojos se quedan abiertos en la oscuridad censurándonos. Mi marido me besa el cuello mientras volvemos a la sala y su olor me agrada y me desagrada al mismo tiempo. Una impresión húmeda en la nuca, como si un caracol depositase allí su baba. Quedarse atrás y quitarse la baba sin que nadie lo note. O esperar que recomience el chaquete. La manchita de barro en uno de sus zapatos de repente enorme. A pesar del sillón y de la revista la atención se me desvía en todo momento hacia la mancha. Mi hijo mayor se despide de nosotros con la boca llena de dentífrico y las pantuflas que le encantan y que son dos ratones Mickey con una estupidez feliz. Los ratones Mickey desaparecen en silencio y pasados unos minutos, en cuanto se apaga el ordenador y mi marido se me instala en el brazo del sillón, me levanto so pretexto de comprobar si los ojos del menor siguen abiertos en la oscuridad censurándonos. Entre las cortinas de la ventana los árboles del parque ondulan despacito en los espacios entre las farolas. Enciendo la luz del cuarto de baño, me coloco la cinta para recogerme el pelo de la frente y me quito el maquillaje. Aun pasados doce años, la alianza me sorprende en el espejo. Oigo a mi marido ordenar el día siguiente en la cartera, la pantalla del televisor se convierte en un puntito incandescente que desaparece. Sin maquillaje la cara se ha vaciado, he dejado de tener pestañas, cejas, boca, me da la impresión de que una niña, usando mi vestido, me observa con asombro. Por la mañana la transformo lo más deprisa posible en una persona mayor para que mi marido no la vea, y ahora me acuesto de espaldas a él con miedo a que la encuentre. Una rodilla contra mis piernas, un pecho que roza mis hombros, un dedo que me enreda y desenreda un mechón, pasea por mi oreja, dibuja mi perfil, un pie que me hace cosquillas en el pie, el corazoncito insoportable del reloj de pulsera, el olor que me agrada y me desagrada. Le pido que apague la lámpara de la cabecera, un codo cruza por encima de mi mejilla, encuentra el interruptor, se transforma en más dedos que me desabrochan con susurros que no entiendo, a sacudidas. Los árboles del parque ondulan en los espacios entre las farolas al levantarme a beber agua. Chopos. Me apoyo en los azulejos de la pared y veo las zapatillas en el tendedero, al lado de la fregona. Siguen tan solitarias como antes pero ya no me dan ganas de gritar.

Segundo libro de crónicas
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