«LOS LUSÍADAS» CONTADO A LOS NIÑOS
El señor Peres nunca me dijo que yo le gustaba y yo nunca le dije al señor Peres que él me gustaba, tal vez por los veintitrés años de diferencia, tal vez por ser mi jefe, tal vez porque era más bajo que yo y los dos juntos en una foto, siendo yo más alta, me impresionaba un poco. En la tienda no se notaba porque yo trabajaba sentada en la caja y el señor Peres estaba de pie atendiendo a los clientes, siempre educado, siempre de negro, siempre con su alianza y la de su esposa en el dedo, siempre respetuoso con todo el mundo y de pocas palabras a no ser cuando entraban en el establecimiento esos chicos jóvenes, con un pendiente en la oreja y el pelo largo, y una vez que se marchaban el señor Peres qué país este, adónde vamos a ir a parar. A las siete menos cinco me levantaba de la caja, me arreglaba el pelo ante el espejito, decía
—Hasta mañana, señor Peres
el señor Peres, veinte centímetros más cerca del suelo
—Hasta mañana, señorita Noélia
y en el edificio vecino, número 33 segundo izquierda, mi madre esperándome con la comida en la mesa y la telenovela. No es una vida triste: tenemos la pensión de mi padre, compramos el piso y con mi sueldo y la jubilación de mi madre siempre hacemos en julio una excursión a España. Hay una foto mía en la sala delante del Museo del Prado, con un vestido blanco que me encantaba y lamentablemente quemé con la plancha, y de vez en cuando recibo cartas de mi primo de Canadá. No habla de boda, pero mi madre está segura de que cualquier día se decide, los hombres acaban por sentar cabeza, es una cuestión de tiempo. Lo único que me obliga a prometer es que no voy a ir a vivir a Toronto, para colmo con casa ya instalada en Lisboa
(incluso esta primavera le pusimos un tendedero nuevo)
un trabajo razonable, el clima, la telenovela y el médico de familia que siempre dio en el clavo cuando tuve el problema con los riñones y la vesícula. Como dice mi madre, y tiene razón, un buen médico es más difícil de encontrar que un buen marido, y además no se lleva todas las mantas para su lado durante la noche. Sin embargo, en nuestro cuarto de baño solo hay dos cepillos de dientes y mi madre considera que vivimos muy bien así. Hay ocasiones en que me siento tentada a contradecirla pero me quedo calladita, claro, para evitarle palpitaciones: el médico nos explicó que mi madre tiene un corazón de gorrión, así que mucha calma, doña Celina, cuando llegue al episodio de la telenovela en el que la actriz mata a su cuñado para quedarse con la herencia apague el televisor, pídale a su hija que le lea el resumen en el periódico y evite así lo del revólver y la sangre.
El señor Peres nunca me dijo que yo le gustaba, yo nunca le dije al señor Peres que él me gustaba, y me sorprendió que la semana pasada, al arreglarme el pelo ante el espejito, después de levantarme de la caja, me preguntase, con la boca más o menos a la altura del quinto botón de mi blusa, si quería ir con él a una terraza junto al río el domingo, según solía hacer en la época en que vivía su esposa, antes del mes penoso de la diabetes y el entierro. Mi madre fue de la opinión de que a mi primo no le importaría
(–Un caballero, Noélia)
y el señor Peres fue a buscarme en su automóvil antiguo, todo envuelto en humo y piezas sueltas. Me llevé una chaqueta de punto, porque con el tiempo traicionero que hace ahora nunca se sabe cuándo llega el frío, mi madre saludó al señor Peres desde la ventana, o sea lo que se distinguía del señor Peres en medio del humo del tubo de escape, y me recomendó a gritos ten cuidado con el bolso que lo que no faltan son ladrones sueltos. La terraza era en Belém y los zapatos me apretaban. El señor Peres me ofreció un zumo de manzana y pidió permiso
—Si no le importa, señorita Noélia
para beber una cerveza. Sus manos me parecieron aún más pequeñas que en la tienda, llevaba una corbata con un alfiler de perla y nos pasamos dos horas mirando los barcos entre cáscaras de gambas y silencios cohibidos. Las personas a nuestro alrededor sonaban a sus niños y un viejo rondaba de mesa en mesa vendiendo miniaturas de la Venus de Milo en escayola, con aquellos brazos cortados como los vendedores de lotería. No pensé en Toronto, no pensé en mi primo, no pensé en nada. El señor Peres se atolondraba con las gambas y por cómo no me miraba comprendí que se armaba de valor para comunicarme alguna decisión. Abrió la boca y cerró la boca. Volvió a abrir la boca y a cerrarla. Al cabo de un buen rato la abrió de nuevo, vaciló, y se metió una gamba dentro sin quitarle la cáscara. Un perro vagabundo nos olfateó las piernas y se desinteresó. El señor Peres desistió, cogió el peine de los pantalones y se hizo bien la raya. Tal vez pudiese yo ayudarlo a hablar, sujetar sus dedos, sonreírle. Tal vez mi vida no fuese tan alegre a pesar de las excursiones a España. Tal vez el señor Peres y yo. Tal vez el señor Peres y yo aun con la diferencia de edad. Tal vez mi madre lo aprobase. Tal vez pelar una gamba para que el señor Peres no se atragantase. Tal vez no me llegase a impresionar la idea de nosotros dos juntos en una foto. Tener que andar en la parte más baja de las aceras, usar zapatos sin tacón, inclinarme un poco. Tal vez si no fuese la hora de volver a casa
—Hasta mañana, señorita Noélia
—Hasta mañana, señor Peres
y él desapareciese en el automóvil antiguo, envuelto en humo y piezas sueltas. No tiene importancia: uno de estos meses llega una carta de Toronto hablando de boda. Los hombres acaban por sentar la cabeza, es una cuestión de tiempo, mi primo es un poco más alto que yo y en octubre ponemos parqué en la sala. Pensándolo bien, no me puedo quejar de nada.