ESTA MANERA DE LLORAR DENTRO DE UNA PALABRA

En 1971, en Angola, después de una acción de piratería

(la piratería consistía en que los helicópteros sudafricanos hiciesen saltar a los soldados, a cuatro metros del suelo, y que lo destruyeran todo)

me quedé con una niña kamessekele que sobrevivió, no sé cómo, a aquella acción bienhechora. Los kamessekeles son un pueblo amarillento que se expresa con una especie de chasquidos de lengua y sonidos que salen del fondo de la garganta. La niña debía de tener cinco o seis años, el pelo rubio del hambre y empujaba delante de sí una barriga inmensa. Vivió conmigo algún tiempo, en la enfermería que era una casa en ruinas en un sitio llamado Chiúme. La barriga disminuyó y el pelo se le puso oscuro. Dentro del alambre de espinos, doquiera que yo fuese, iba detrás de mí. Un día, al volver del bosque, no la encontré. No me dieron explicación alguna. ¿Para qué? Las cosas sucedían de esa forma y se acabó. Pero me llevó tiempo olvidarla y aún me acuerdo de sus ojos que no expresaban nada. Tal vez mis ojos tampoco expresaban nada. ¿Qué podrían expresar? Visitábamos el barracón donde esperaban los ataúdes y preguntábamos

—¿Cuál será el mío?

No acostados, ataúdes apoyados en la pared, todos iguales. También me acuerdo del ruido del soplete al soldarlos, lo que se hacía lo más pronto posible porque los muertos se pudren deprisa en aquellos lugares tan calurosos. Preguntábamos

—¿Cuál será el mío?

y al día siguiente los helicópteros de nuevo. En una ocasión llevaron a una mujer embarazada. Un oficial que iba con nosotros en ese momento empujó a la mujer hacia el almacén de los ataúdes y, delante de mí, la obligó a colocar uno de los pies sobre una de las cajas y la penetró sin bajarse los pantalones, abriéndose solamente la bragueta. En otra ocasión recogieron a un guerrillero con una sola pierna. Allí estaba, sentado en el suelo, con un trozo de cuerda atado al cuello. Esto ocurrió en Gago Coutinho. Al salir, colocaban al enemigo en el guardabarros del antiminas y gritaba aterrorizado todo el tiempo. Desapareció también. Todo tendía a desaparecer en esa época, salvo aquellos a quienes el jefe de la Pide ahorcaba en un árbol y allí quedaban. También me acuerdo de los pies de los ahorcados pero no de una forma tan clara. Esto ocurrió en una aldea llamada Chiquita. El jefe de la Pide de Gago Coutinho, en contrapartida, era más civilizado: prefería aplicar la picana eléctrica en los testículos y, en un gesto de simpatía, me invitó a asistir. Denominaban a ese acto reeducación. Si un reeducado se moría, lo enterraban encima de una tabla. Todo se reducía a puntos: un arma incautada tantos puntos, un cañón sin retroceso tantos puntos, un enemigo tantos puntos. En el caso de que consiguiéramos cierto número de puntos trasladaban el batallón a un lugar más tranquilo, y cuando nos trasladaron a un lugar más tranquilo, sin guerra, los soldados comenzaron a suicidarse. Una noche entré en el lugar de las literas. Un cabo en la cama de arriba se puso la G3 en la base del mentón, dijo

—Hasta luego

y disparó. En Marimbanguengo. Trozos de sesos y huesos se pegaron en el cinc del techo y él duró tres horas, sin la mitad de la cabeza, hasta que dejó de respirar. También me acuerdo del

—Hasta luego

y del disparo, pero hubo tantos disparos en Angola que tal vez el que recuerdo no fuese el suyo. Tantos disparos como los ruidos de las hojas de los eucaliptos de Cessa. En Marimba, uno de los lavanderos robó una camisa a un alférez. Los lavanderos tendrían quince años a lo sumo. Entonces los tumbaron de lado a lado y les dejaron caer brasas de cigarrillo encima. Esto sucedió poco antes de que nos volviésemos a Portugal. Como quedaron llenos de marcas y de pústulas se le pidió consejo a un agente de la Pide, quien solucionó el problema después de reprender blandamente al alférez sugiriéndole que de entonces en adelante hiciese las cosas como es debido. La semana pasada me buscó un hombre en el hospital. Trabajaba con el radiotelegrafista y fue él quien me anunció el nacimiento de mi hija, a la que no encontré hasta varios meses después. El radiotelegrafista había sido casi un niño entonces, y me topé con alguien casi viejo. Me mostró la foto de la última cena de la Compañía. Casi viejos todos, imposibles de reconocer en su casi vejez. Los señalaba y me decía sus nombres, el furriel Este, el sargento Estotro, observando la foto con ternura. Entre ellos, creo yo, el camillero con quien me topé en el sendero sujetándose los intestinos con las manos y extendiéndomelos en una especie de ofrenda. Observé al furriel Este y al sargento Estotro. Allí estaban sonrientes, casi viejos, casi alegres, cogiéndose del hombro y, no obstante, me dio la impresión de que sus ojos seguían sin expresar nada, así como los ojos de la niña kamessekele no expresaban nada. O tal vez algo expresaban los ojos de los casi viejos. Eran blancos, no negros, y es muy posible que el hecho de que no expresasen nada haya sido un fallo del fotógrafo.

Segundo libro de crónicas
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