RETRATO DEL ARTISTA JOVEN II

Nunca olvidaré el comienzo de mi carrera literaria. Fue súbito, instantáneo, fulminante. Iba yo en tranvía hacia Benfica, después de una tarde educativa más en el liceo Camões, especie de campo de concentración aterrador e inútil, cuando, a la altura de Calhariz, me cegó una evidencia sorprendente: voy a ser escritor. Tenía doce años, preparaba una carrera de genio en el hockey sobre patines, vacilaba en convertirme en Spiderman o en Flash Gordon, me inclinaba por Spiderman porque saltaba edificios y en esto la llamada, la vocación, la certidumbre de un destino sin ninguna relación con mis proyectos, mis sueños, mis devaneos de músculos y de bastonazos. Pero el camino de Damasco es el camino de Damasco y uno se topa con san Pablo no por gusto sino por obediencia. Y, por obediencia, antes de entrar en casa fui a la tienda del Careca a comprar un cuaderno de papel de tina de treinta y cinco líneas, subí a mi habitación, me senté a la mesa y entré de inmediato en la inmortalidad con unos cuantos cuartetos. Al día siguiente, solté unos sonetos. Debían de ser malos porque, al mostrárselos a mi madre, recibí la mirada de pena que se concede a los lisiados y a los tontos irremediables. Alentado por este simpático estímulo de la autora de mi existencia, hice la prueba con un cuento: nueva mirada de pena. Un poema imitado de Camilo Pessanha que, como todo el mundo sabe, es muy sencillo: me pareció que la mirada de pena se teñía de la alarma de haber parido a un mongoloide. Busqué consuelo en mi hermano Pedro, que, por haber cumplido nueve años, se me antojó, con razón, capaz de evaluar mis intentos. No me equivoqué: desde el vértice de su inmensa experiencia, Pedro, que nunca hablaba, se quedó callado. Pero se entreveía claramente en su silencio la admiración por el genio. Le anuncié que estaba componiendo un libro y la mudez de Pedro aumentó, señal de asentimiento y admiración, más allá de que Pedro, aún hoy, nunca contradice a los imbéciles. A veces, a lo sumo, sonríe. Y en su sonrisa encontré, de inmediato, respeto y entusiasmo. Acabé el libro. Lo llevé al patio y lo quemé. Cuando acabó de arder, la sonrisa de Pedro creció. Solo se puso serio en cuanto yo, removiendo las cenizas con el desprecio del pie, lo amenacé con una nueva obra. Pero, claro, su seriedad solo traducía la expectativa ansiosa de los fans incondicionales. Me ocupé de llenar un nuevo cuaderno de papel de tina. Por la ventana vi a Pedro, abajo, contemplando las cenizas y chupando caramelos. Los caramelos solo constituyen un problema en el caso de las dentaduras postizas. Entre los doce y los trece años pergeñé unas cuantas obras de diversa índole, todas ellas notables: novelas, odas, piezas de teatro. A los catorce era un autor experimentado. Seguro de la excelencia de mis secreciones las envié al Diário Popular. Un señor que nunca llegué a conocer pero era sin duda una persona benévola

tal vez sea preferible llamarlo piadoso

publicó algo de aquella basura en una sección o algo semejante que se llamaba «Antología de revelaciones». Un resto de sentido común me aconsejó usar un seudónimo, casi de gusto tan fino como las patrañas que le mandé. Al verlas impresas me asaltaron las dudas: comenzaba nebulosamente a entender que existía una diferencia entre escribir bien y escribir mal. Más tarde, al darme cuenta de que existía una diferencia aún mayor entre escribir bien y la obra de arte, la angustia fue completa. Me sentí estúpido

era solo un pendejo

volví al principio y nunca más le mostré a nadie lo que hacía. Durante veinte años, trabajé diariamente mis deyecciones, perplejo y angustiado, con la insatisfacción que aún me dura y alguna rara alegría que, al releer en frío, me parecía tonta y fuera de lugar. Comencé a afeitarme. Acabé una carrera que nunca me interesó. Fui a la guerra. Volví de la guerra. Pasé nueve años con una novela inservible. Y de repente, sin que me resultase claro por qué o cómo, un feto cualquiera dio una voltereta en mi barriga y comencé Memoria de elefante, En el culo del mundo, Conocimiento del infierno y otras más, hasta la que comencé en julio de este año. Pero esta última parte de mi aprendizaje no tiene gran interés. El que me gusta es el otro, el de los cuartetos, el de las odas patrióticas, el cliente de la tienda del Careca, el que a fuerza de comprar cuadernos de papel de tinta merecía que le desplegasen una alfombra roja cada vez que se abría camino entre las alubias y las patatas con dos monedas en la palma. Espero que aún perdure dentro de mí con su inocencia, sus certidumbres y su necedad inconmovible, sacrificando las alegrías de Spiderman a su destino de

creía él

escritor, o sea un pelma aferrado a la estilográfica, incapaz de saltar un edificio por más pequeño que sea, convencido, con la columna inclinada, de haber desvelado el misterio de los seres y de la vida y sin ninguna capacidad para Flash Gordon, es decir, viajar de planeta en planeta con una mandíbula de tres cuartos ala de rugby, blindado, a costa de una eficaz estrechez, contra las laberínticas complejidades del alma.

Segundo libro de crónicas
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