NO SE DESCIENDE VIVO DE UNA CRUZ

Dos días antes, en cuanto nos quedamos solos, dijo:

—Quiero morir con dignidad.

Estaba muy cansado y muy flaco, y, aun muy flaco, seguía perdiendo peso. Junto al sillón en el que se sentaba

si aquello era sentarse

una pila de pañuelos en los que tosía sin parar. Se dormía a veces, se despertaba, me miraba y encogía los hombros al sonreír. Nuestra amistad siempre estuvo más hecha de silencio que de palabras. Viví con él algunas de las cosas más íntimas y secretas de su vida, de mi vida, en África y en Portugal, y eso hizo crecer un entendimiento que no tuve con nadie más. Hace muchos años Catarina, su hija mayor, entonces pequeña, se asombraba ante nosotros, hacía horas sin abrir la boca:

—Ustedes nunca se hablan.

No tenía edad para entender que era este, precisamente, uno de nuestros modos de hablar, y que decíamos mucho por debajo del pudor, del cuidado extremo y de la atenta delicadeza con la que Ernesto vivió siempre la camaradería. Hace pocos meses, cuando me operaron de algo en la lengua, su voz al teléfono

(tan enfermo ya)

preocupado por mí, recordándome al comandante de SaintExupéry cuando afirmaba que había que querer a las personas sin demostrarlo: quien lo conociese mal no lo habría entendido; quien lo conocía bien tropezaba a cada paso con su ternura vigilante, con su afecto inalterable. Teníamos los mismos intereses y las mismas pasiones y el único pecado que jamás le perdoné fue que le regalase una campana con cuerda a Joana cuando era bebé. Joana lloraba como una condenada, yo tiraba de la cuerda de la campana, comenzaba a sonar una musiquita, Joana se callaba, yo volvía a la cama y en el preciso instante en que me dormía acababa la musiquita, Joana reanudaba de inmediato sus gritos y yo volvía, tambaleando, a tirar de la cuerda. Aún hoy pienso si no lo hizo a propósito, calculando la medida exacta que debía tener la cuerda para dejarme acostar y aumentar el tormento. Esto ocurrió uno o dos meses antes del 25 de abril, fecha de la que me hablaba con una exaltación valerosa e inquieta, caminando de aquí para allá, con un cigarrillo en la mano, en mi salita minúscula, repleta de libros. Ya alférez, me pasó por la cabeza desertar, huir. Me respondió que la guerra era un error formidable

(nunca olvidé estas palabras suyas)

y que la revolución se hacía desde dentro. Como casi siempre que no coincidíamos, tenía razón. Y me fui con él. Esto fue en 1970 y desde entonces

(salvo el episodio mencionado de la campana)

pasamos veintinueve años de amistad sin una sola nube. Mi vida no fue, por cierto, feliz, pero me dio, sin que lo mereciese, algunos encuentros milagrosos: con José Cardoso Pires, con Daniel Sampaio, con Nelson de Matos, con Marianne Eyre. Y con Ernesto Melo Antunes, de quien ahora escribo, el malvado de la cuerda, de quien solo ahora soy capaz de escribir. A su muerte, quienes lo supieron dar a conocer mejor a los portugueses no fueron los políticos ni los intelectuales: fueron los militares. Ramalho Eeanes y Pezarat Correia, por ejemplo, lo retrataron admirablemente. El día del entierro me encontré con Maria de Lurdes Pintasilgo. Me sonreía y, al besarla, sentí su cara bañada en lágrimas. Como no tengo su grandeza, me callo muy deprisa antes de que ustedes sientan las mías. Es que creía haberlas dejado casi todas en los abrazos de sus amigos.

Segundo libro de crónicas
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