EN CASO DE ACCIDENTE

Hoy sería capaz de marcharme: coger las llaves del coche sin motivo alguno

(las llaves están siempre en el plato de la entrada)

bajar por la escalera

(no bajar por el ascensor, bajar por la escalera)

hasta el garaje del sótano, ver la cerradura eléctrica abrirse con dos chasquidos y dos señales de luces, ver la puerta automática subir despacito y, ya en la calle, acelerar lo más deprisa posible, pasar semáforos en rojo, en dirección a la autopista, sin hacer caso a los carteles que indican las ciudades y la distancia en kilómetros, sin una idea en la cabeza, sin destino, sin nada más allá de esta prisa por marcharme, poner entre yo y yo el mayor espacio posible, olvidarme de mi nombre, de los nombres de mis amigos, de mi familia, del libro que no acabo de escribir y me angustia. Parar en uno de esos restaurantes al borde de las cabinas de peaje y comer solo, sin mirar a nadie, sin ver a nadie, ni siquiera a aquellos niños que corren a gritos entre las mesas y acelerar de nuevo, vacío, sosteniendo el volante tal como, de pequeño, sostenía el manillar de la bicicleta mientras mi padre, corriendo a mi lado, me enseñaba a pedalear.

Hoy sería capaz de marcharme: las paredes de la casa se acercan, todo me parece tan pequeño, tan inútil, tan extraño. Escribir novelas. Publicarlas. Esperar meses por la nueva novela. Escribirla. Publicarla. Recibir telefonazos del agente acerca de contratos, de traducciones, de premios. Recibir las críticas de la editorial, largos rosarios de elogios sin nexo de quien no entendió y alaba sin haber comprendido. Salvo que sea yo el que no comprende. De cualquier forma, no leo mi trabajo, me limito a producirlo y, una vez terminado, mi cabeza se vuelve hacia el lado del que viene a continuación. Abandonar todas esas páginas también. Hoy sería realmente capaz de marcharme antes de volverme loco como los perros, corriendo en círculos por la noche. Si me acerco a la ventana compruebo que el frío ha humedecido con rocío las tapas de los cubos de basura y hay solo una ventana iluminada en un edificio de allí abajo. Se diría que nadie sino yo sigue vivo. Yo y el teléfono que, aunque callado, parece dispuesto a echarse a gritar. Mis costillas respiran contra el cristal. En el aparcamiento vacío frente a casa una paloma muerta. O una gaviota. Un pájaro cualquiera. Las tapas de los cubos de basura reflejan las farolas con manchas cuajadas y fijas. Me hago una mueca a mí mismo en los cristales.

Hoy sería capaz de marcharme. Metería todo el dinero del cajón en el bolsillo, dejaría aquí la billetera, los documentos, las señales de quien soy. Si me preguntasen qué hago respondería que no tengo profesión. Soy solo un hombre en un restaurante al borde de una cabina de peaje, masticando callado. Puede ser que un día vuelva, puede ser que no. ¿Qué dirá el editor francés, el editor alemán, el editor sueco? Cartas desesperadas del agente que nunca recibiré, telegramas intactos en el buzón reclamando una obra por la cual me pagaron y que dejé, incompleta, a la altura del penúltimo capítulo, sin corregir ni alterar nada. ¿Qué me importa? Lomos y lomos inútiles en los estantes, ediciones de los escritores que me gustaba leer y ahora me resultan indiferentes: Felisberto Hernández, William Gaddis, Eliseo Diego. Felisberto Hernández y Eliseo Diego ya murieron. Felisberto Hernández toca el piano en la fotografía que tengo de él, Eliseo Diego me mira con la pipa en la mano. Tal vez, además del dinero del cajón, me lleve a Felisberto Hernández, un autor y basta. O a Juan Benet. Podría leerlos mientras mastico. Eliseo Diego, que era poeta, no sirve para restaurantes, exige la intimidad de cuando no hay nadie en la sala. Compuso un poema muy breve sobre su abuelo, en el que su abuelo pide que tapen los espejos. Hoy sería capaz de marcharme. Sin aspavientos, sin palabras, sin explicaciones, sin ese vistazo de paso que nos echamos a nosotros mismos para comprobar si el pelo está bien. Cuando era un médico muy joven, traté a una mujer de edad que estaba a punto de morir. A media tarde me preguntó:

—¿No me ve un poquito cansada?

y a la mañana siguiente llegaron los hombres de las pompas fúnebres y la colocaron en el ataúd. Su hija me contó que después de la pregunta

—¿No me ve un poquito cansada?

la señora de edad pidió una copa de oporto a escondidas de mí. Derramó la mitad en su cuello pero la otra mitad que bebió le dio ánimos. Era viuda desde hacía mucho tiempo y no esperaba gran cosa de nadie. Si un día vuelvo a Tomar le llevo una botella de oporto a su sepultura y se la dejo sobre el mármol, en medio de los búcaros de flores. Me acerco a las ventanas y allí están las tapas de los cubos de basura húmedos de rocío. Los árboles del parque por fin se han serenado. Enciendo el televisor. No entiendo lo que pasa en la pantalla pero sigo mirando. Un niño me sonríe desde el aparato. Lamentablemente la sonrisa dura poco tiempo. Tal vez ni siquiera una sonrisa. Tal vez solo soy yo el que necesita de una sonrisa. Hay momentos en la vida en los que necesitamos tanto de una sonrisa. A falta de algo mejor, me toco con el dedo en el cristal.

Segundo libro de crónicas
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