EN OPORTO CON EGITO GONÇALVES

Nos conocimos por casualidad en Brasil pero ya te conocía de antes. No sabía que te parecías al mosquetero Aramis: era adolescente, y en mis búsquedas por los libreros de segunda mano, los únicos al alcance del bolsillo de un chico, me encontré con una antología de la poesía española prologada y organizada por ti. Para mis quince o dieciséis años fue una revelación. De tal modo decisiva que rasgué lo que había escrito hasta ese momento y volví a comenzar. Pero comprendí que trabajar con las palabras es difícil

(cada vez me parece más difícil)

y me faltaba lo que Rilke llamó sangre, mirada y gesto. Después

mucho después

entonces sí, Brasil, tu camaradería inigualable. Cuando Alexandre O’Neill, que estaba con nosotros, tuvo un ataque en la habitación, me ayudaste a tirar la puerta abajo. Yo lo hice con el hombro, a lo bestia. Tú, con tu elegancia de mosquetero. Y después la pasión compartida de los libros, tus poemas, mis novelas, Oporto. Cuántas noches en Oporto contigo explicándome cada calle, cada casa, cada piedra. Aprendí esa ciudad con tus ojos, viajé, como tú dirías, con tu rostro. Llegaba y te telefoneaba. (Y nos escribíamos: me acuerdo de cartas tuyas de Turquía, de Finlandia, hablé de tus novelas, António, quieren conocerte, António.) Te telefoneaba y estabas allí, puntual, en Ribeira, esperándome. Nunca anduve tanto a pie, y siempre imaginé que trotabas a mi lado en un caballo invisible, como corresponde a un espadachín. Porque siempre fuiste un espadachín, Egito, con tu silueta alta y delgada, tu hermoso pelo blanco, tu barba corta, tus gestos de florete, la descripción de tus poemas, la constante generosidad y atención al trabajo de los demás, el entusiasmo con el que descubrías talentos, y a veces lo inventabas donde no existía, por tu esperanza

por tu certidumbre

de convertir el mundo en una república de artistas. Y entonces me pedías

—Oye esto

y yo escuchaba un torbellino de versos, nunca tuyos, que tu vehemencia transfiguraba. En lo que respecta a tu poesía eras, siempre, de un silencio y de una modestia ejemplares, que tanto perjudicaron la divulgación de tu obra. Desprovisto de celos, no atacabas ni disminuías a nadie y te olvidabas de ti, tú que, en mi entender, tienes un lugar cierto y claro en la literatura de este siglo, no sé de qué tamaño ni eso interesa: me basta con saber que lo tienes. Ahora, lo que egoístamente me preocupa, es cómo estaré en Oporto sin ti. ¿Cuál es la historia de esta calle, de esta casa, de esta piedra? ¿Dónde está el florete que me la señale, donde se detiene la voz un poco ronca que me la diga? Tú, tan desinteresado, ¿cómo no pensaste en eso? Es obvio que me quedo

(no digo pero me quedo)

un poco disgustado contigo. Te perdono porque no eras solo Poeta. Eras Poesía, y por eso te respeto y admiro. Pero, caramba, ¿tanto te costaba esperar un poco a que yo llegase? Es la primera vez que me juegas una mala pasada, y la primera vez se disculpa siempre. No obstante, te lo advierto: no se te ocurra volver a morirte. Y ahora, que se acabaron las amenazas, dame el abrazo de costumbre y vámonos. Hay un montón de callejones que aún no conozco, hay un montón de restaurantes donde nunca comí, hay un montón de versos que te falta leerme. Y quiero ver cómo levantas tu brazo en la despedida, ese brazo que alzabas siempre por encima de la cabeza antes de partir, a todo correr, camino de nuevas aventuras.

Segundo libro de crónicas
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